Escritos musicales VI
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Escritos musicales VI

Obra completa 19

  1. 656 páginas
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Escritos musicales VI

Obra completa 19

Descripción del libro

La presente obra, la sexta entrega dentro de losEscritos musicalespublicados en la presente colección, Adorno presenta su análisis crítico de las interpretaciones y la producción escrita relativas al campo musical de las que ha sido testigo y lector. La obra se divide en cinco partes: la primera y la segunda recogen sus comentarios a conciertos operísticos;la tercera, está dedicada a las composiciones musicales; la cuarta agrupa las recensionesde numerosos libros sobre este campo y la quinta y última, compila varios ensayos sobre la praxis de la vida musical. Cierra el presente volumen un anexo con otros ensayos, de entre los que destaca el brillante recorrido que el filósofo hace por la historia de la música alemana de 1908 a 1933.

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Información

Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788446041047
I
Críticas de óperas y conciertos en Fráncfort
Febrero de 1922
Música de cámara en la Sociedad para la Cultura Teatral y Musical. Tercera velada de música de cámara: Pierrot Lunaire, de Arnold Schönberg. Lo más asombroso no fue la técnica. Sabemos que la maestría de Schönberg es única. Aquí alterna entre formas organizadas de manera visiblemente rigurosa y estructuras temáticamente inaprensibles, cuya necesidad apenas puede ya detectarse en el discurrir visual del acontecer musical. «Las cruces», la peripecia del «Pierrot», representan pura y forzosamente, conectando en la técnica de la composición con la tercera de las Piezas para piano op. 11, al segundo tipo; la passacaglia y el doble canon cancrizante de «La mancha lunar» muestran completamente animadas formas rigurosas, impuestas desde fuera. En el ajustado contexto, cada una de las piezas conserva su propio color sonoro y su propia ley técnica: en la «Misa roja», por ejemplo, Schönberg obtiene de un motivo ostinato, armónicamente concebido, un ritmo que se condensa temáticamente y tiene repercusiones en la horizontal; otro melodrama, «Nostalgia», está atravesado por algunos acordes constantes que, signos de significados emocionales como inamovibles, dominan toda la forma. Sin embargo, todo esto no es lo que esencialmente se quiere decir aquí.
A Schönberg no le resulta fácil comenzar. Nacido en una época funesta, se encuentra en su propia conciencia con aquellos estratos de los que en Beethoven la figura aún brotaba de forma sofocante y necesaria. Lo que antaño era presupuesto formal de la creación se ha convertido para él en contenido material, y así canta en el Pierrot sin rodeos la existencia errabunda de nuestra alma. No es que compusiera una concepción del mundo y embridara de nuevo al Wotan del segundo acto de La valquiria con acordes de cuarta alterados. En ninguna parte expresa con su música un mundo conceptual rígido e interpretable. Y le es dado convertir por fuerza, mediante toda necesidad y todo anhelo, mediante todo el capricho y todo el contrasentido del propio corazón, el asunto más general en una forma única. Esto se muestra ya en la elección de los textos, que esconden en un caso periférico el problema central. Los poemas de Giraud (su sitio está, y ya es raro, entre Verlaine y Morgenstern) callan ciertamente muy poco, y a veces parece como si Schönberg se colgara de la palabra y el acontecimiento y los «representara» de modo que los intransigentes pudieran calificarlo de impresionista decadente. Sin embargo, lo que aquí entra en juego es una profunda intención e ironía: cuando, por ejemplo, en el final del «Dandy» hace que el fantástico rayo de luna haga brillar su mundo con magia de sensualidad enteramente embriagadora, su música se ríe para sus adentros y dice: esto no es así en absoluto; ¡solo prestad más atención para ver si en ella se puede sostener eso otro! en el poema «La mancha lunar» (en la que la música se vuelve a situar en un nivel más elevado en la construcción del todo) se expresa por entero este raro juego entre el acontecimiento en primer plano y la profundidad anímica; el ridículo Pierrot rasca desesperadamente la mancha lunar, que no tiene ninguna realidad espacial en absoluto y, sin embargo, en relación con la interioridad de Pierrot, dominada por el símbolo de la luna, es más real que todo su entorno. Como aquí todo penetra en la interioridad trágicamente aislada, no sucede nada distinto cuando Schönberg compone un «estado de ánimo» que cuando escribe formas rigurosas. Ambas cosas no solo para él sino una máscara delante de un resto, insoluble en este lado del mundo, de lo irracional.
El camino que Pierrot recorre aún se puede exponer en conceptos, por más que al hacerlo todo se haya de tomar cum grano salis. La primera parte es Pierrot, y muestra al extraño en el mundo extraño; se lo designa mediante la indeciblemente solitaria melodía de la flauta de «La luna enferma». La segunda representa la lucha; pero como el mundo del Pierrot aún tiene su lugar en el yo, se convierte en una lucha con demonios, una lucha solamente interior, cuyos puntos de referencia objetuales solo secundariamente se hallan condicionados. Una visión del Apocalipsis constituye el comienzo, y todo es el tormento de la muerte anímica por asfixia en el espacio vacío; sin esperanza se musita una oración, Pierrot sacrifica su corazón, es decapitado por la luna y casado con la ramera de de la horca; en «Las cruces» ya solo un hombre desnudo brama su dolor en la noche. Los poemas, que a veces coquetean sentimentalmente con el tormento creativo del artista, se destacan inconfundibles de la música, en extremo endurecidos y peraltados. — La tercera parte busca la solución, que es toda ella un barrunto y quizá todavía una aventura romántica. En cualquier caso, este Bérgamo de los poemas es un lugar cualquiera al que el alma huye con la dulce sonrisa de la locura. Pero la música es capaz de crear un destello de la verdadera patria, y aquel a quien han sobrecogido los estremecimientos del pasaje que dice
«entonces Pierrot se olvida de sus aflicciones»
nunca lo olvidará. Luego, todo se vuelve descarado, rara vez sereno y distante, y una vez más se abren en «La mancha lunar» todas las profundidades, una vez más brilla en la Barcarola el Verde Horizonte, y con un dulce y peligroso epílogo volvemos a estar solos.
Que, vista desde el arte, la enorme aventura que se ha emprendido en el Pierrot pueda dar frutos, es una cuestión cuya dilucidación iría mucho más allá de la ocasión aquí dada. Pero parece necesario reconocer que ningún contemporáneo ha alcanzado la amplitud, profundidad y rigor de esta obra.
Constituye un hermoso deber dar gracias a los valientes artistas que bajo la incisiva dirección del Dr. Reinhold Merten, que domina con seguridad el difícil material, y con una interpretación exquisita en todos los respectos, cosecharon una inesperada y espontánea ovación e inmediatamente repitieron la obra a la vista de las calurosas peticiones. La actuación del narrador Karl Giebel se ha de valorar tanto más cuanto que, por puro idealismo, realizó con destreza y estilo una tarea seguramente no connatural a sus aptitudes de barítono. El violín de Adolf Rebner ofreció, ora jubiloso ora sollozante, todos los matices de un sentimiento rico en gradaciones; Paul Ludwig tocó la serenata y toda la parte de violonchelo con decidida renuncia a una pintura sonora aquí inadecuada, y encontró una expresión cálida; los señores Meyer (piano), Naumann (flauta) y Liebhold (clarinete) se aplicaron con técnica clara y sincero entusiasmo. — Cabría esperar una pronta repetición en un marco más amplio.
Cuarta velada de música de cámara. En el raramente interpretado y soberbio Cuarteto en fa mayor de Mozart y en la gran obra en do mayor 59, 3 de Beethoven, se oyó por primera vez al señor Gröll, sustituto de Paul Hindemith a la viola. Se incorporó satisfactoriamente al cuerpo sonoro del Cuarteto Rebner; si posee cualidades de personalidad especiales no es posible reconocerlo tras esta primera ejecución. — La interpretación de la Sonata para violín en mi menor op. 9 de Egon Kor­nauth se justifica en la medida en que la obra, por primera vez sometida a discusión, se puede contemplar como típica del sentir y el hacer musicales de una cantidad en cualquier caso numéricamente bastante considerable de compositores contemporáneos. Se trata de aquella tendencia que sin duda puso en circulación sobre todo Josef Marr, y que espera conseguir una revitalización de la inerte corriente de la música poswagneriana mediante la incorporación de momentos armónicos y colorísticos de los jóvenes franceses. Kornauth se muestra moderado, escribe disonancias sobre la base de las más remotas relaciones entre armónicos, sin llegar a formar tonos enteros. La sonata no recibe su impulso de una concepción formal interiormente enraizada, tampoco a de gérmenes temáticos, sino del sonido absolutizado. Ocurrencias sonoras sin un núcleo motor se introducen en formas por así decir acabadas e incapaces de dilatación, y las notas son contrapunteadas por melodías no oídas, sino escritas; a este procedimiento de relleno polifónico no le sirve el hecho de que mediante ritmos fuertemente sincopados se trate de crear una excitación más allá de la concepción y, por tanto, poco creíble. Toda esta música apunta al instante único, sin efecto, y por tanto no puede excluirse que también en su efecto quede adherida al instante y en su forma no domine, como música necesaria, el tiempo, sino que en el tiempo se desmorone como una mera yuxtaposición de fenómenos sin significado, meramente sensibles. A pesar de estar construido desmañadamente y comprometido por un mal segundo tema, el primer movimiento aún pretende ser serio; pero finalmente, con la ayuda de Puccini y Strauss, llega casi sin escrúpulos al salón en el que ese élan y esa excitación nerviosa pueden tener validez. — Ya es menester el temple seguro de Debussy para que algo como el arte pueda crecer en un ámbito espiritualmente limitado. Pero el impresionismo de Kornauth es artesanía, y aun como tal artesanía, cuestionable. — Los señores Rebner y Malata recibieron vivamente los múltiples impulsos violinísticos y pianísticos de la pieza, para la cual obtuvieron un sonoro aplauso.
Mayo de 1922
Tres óperas en un acto de Paul Hindemith. En principio, sobre la aptitud musical de Hindemith y sus tres óperas ya se habló en esta misma publicación antes de la ejecución en Fráncfort de las tres obras escénicas1. Resta añadir que la ejecución confirma absolutamente las impresiones producidas por la partitura y el extracto. Un gran talento ha conquistado su espacio y lo llena con segura maestría, ampliando continuamente sus fronteras; posee suficiente fondo humano para justificar como necesaria una factura técnica ricamente desplegada. La orquesta suena, como era de esperar, convincentemente; mientras que en la obra Asesino, esperanza de las mujeres, procedente de la época de transición, a veces el colorido discurre por su cuenta junto a lo melódico-temático, y no pocas cosas aparecen aún «instrumentadas», y en Sancta Susanna domina un objetivismo riguroso y bello que, sin jamás palidecer hasta convertirse en abstracción, el color lo extrae continuamente del acontecimiento temático. — Pero la orquesta del Nusch-Nuschi, abigarrada como una carcajada, libera de su corriente -rodando, atormentando y goteando- las cien pululantes ocurrencias grotescas que una y otra vez hacen notar sus consecuencias; solo a veces su sonido se encierra en una breve lírica juvenil con brotes de aspereza y de una dulce amargura.
El estreno se ha contado entre los más satisfactorios acontecidos en la Ópera de Fráncfort durante los últimos años. Su éxito se ha de agradecer sobre todo al director de la velada, el Dr. Ludwig Rottenberg, que con delicada entrega y vivo entusiasmo otorgó a las obras existencia sonora. Con la finísima, vaporosa reproducción de las tres piezas de danza del Nusch-Nuschi logró una ejecución maestra. Del reparto cabe destacar a Jessyka Köttrik, que en la ópera de Kokoschka llenó a la mujer de cálido aliento y en la escena decisiva ascendió a una auténtica grandeza, a Emma Holl, a la que le venía muy bien la tesitura de la Susana, y a los señores Schramm y Von Schenk, que revistieron las partes bufas del Nusch-Nuschi de todas las buenas tradiciones de la commedia dell’arte. Con cometidos aún mayores participaron las señoras Spiegel, Bößnicher, Jokl y Franz, y los señores Vom Scheidt, que representó un vigoroso hombre en Asesino, esperanza de las mujeres, y Giebel, sumamente auténtico y sugestivo como criado en Susana. La dirección de escena (del Dr. Lert), apoyada por los cuadros escénicos estilísticamente acertados de Sievert, funcionó siempre bien, y la ópera de Kokoschka resultó de una plasticidad pantomímica (más clara que, en su momento, la representación del drama hablado en el Nuevo Teatro), el juego de marionetas de Blei tenía color y tempo; en Susana, por supuesto, el bochorno de una noche de primavera se podía haber escenificado de una manera menos molesta y ruidosa. — En el pasaje más comprometido, al Nusch-Nuschi se le habían roto los colmillos, y en las otras óperas se había vestido a la obscena bestia, porque debía agitarse con demasiada claridad, con pantaloncitos, en una ocasión incluso provistos de lentejuelas. A pesar de lo cual, la Liga Teatral Popular vio motivo para una protesta cuya justificación objetiva no se puede comprender en absoluto dada la pulcritud artística de la música y la moderación de la dirección escénica.
Septiembre de 1922
Ejecuciones de Bartók en Fráncfort. Tras la inolvidable dirección del Pierrot Lunaire a cargo de Reinhold Merten, en el séptimo concierto de cámara la Sociedad para la Cultura Teatral y Musical tuvo sin duda su velada más exitosa. La colaboración pianística de Béla Bartók dio ocasión a la ejecución de una secuencia cerrada de obras de los más diversos periodos estilísticos del extraordinario músico. La unidad del programa produjo una impresión duradera y plástica. — El acento principal de la velada recayó en la Sonata para piano y violín, que aquí sonó por primera vez. La pieza procede del último periodo creativo de Bartók, y muestra con soberana claridad todos los rasgos de una consecuencia personal sin concesiones. Por eso es muy posible que los amigos del placer musicante y la seguridad inquebrantable en la ejecución la encuentren repulsiva y marcada con el estigma de la arbitrariedad subjetiva. Pero los dispuestos a reconocer su derecho a las aspiraciones del oído interior frente al hábito del exterior no solo detectarán leyes formales de rango superior a las que cualquier obra técnicamente arriesgada debe ajustarse, sino que ya en lo sensiblemente presente del sonido se verán envueltos por una eufonía redonda, extraña, cuya curva puede sin duda conducir, cual puente abigarrado, a la esencia firmemente custodiada de esa música; una eufonía quizá similar a la de un lenguaje extraño cuyo sentido se supone aun cuando no se lo comprenda o solo se adivine por los gestos. — Los elementos constructivos de la sonata se han extraído del Segundo cuarteto, del cual también se encuentra cerca en el aspecto espiritual. Una vez más, Bartók gira en torno al mismo círculo de problemas; pero solo en esta sonata se le ha abierto hasta tal punto que puede penetrar en él, ya no inhibido por el oficio personalmente cultivado, y lo domina con la fuerza madura de su alma. Nada extraño hay ya aquí entre su música y él mismo; su sonido lo ha absorbido por entero y vibra de tensión interior. El primer movimiento comienza con una intensidad frontal: el dualismo temático se refina con una necesidad más profunda que en el cuarteto. Inmerso en el torbellino de una pasión dolorosamente revuelta, la forma audazmente pergeñada encuentra su peso humano. El movimiento lento está en el centro, también él familiar y nuevo al mismo tiempo. Una vez más está configurada la vivencia de la lejanía enraizada en el paisaje. Sin embargo, con el desplazamiento de la frontera espacial ya no se desplaza al mismo tiempo la estructura. Esta es simplemente dominada de una manera eficaz. Desde algún lugar, el violín canta su melodía abandonada solo posteriormente apoyada por el piano con tríadas disonantes que centellean. Una vez más arranca el violín, sigue el piano y la música se aproxima. Un motivo permanece en primer plano, se amplía hasta la parte central y se comprime hasta volverse turbio y angosto. Luego pasa de largo y se desvanece en el comienzo. — El último movimiento intensifica osadamente el tercer tipo formal bartokiano. Es homófono, y tiene el colorido húngaro, pero el vertiginoso juego se convierte en horror, el rondo capriccioso en danza macabra. La espléndida aridez del sonido se inflama bajo martilleantes ritmos hasta convertirse en brasa humeante. — No es descabellado considerar esta obra como la mejor sonata de cámara contemporánea, y esperar a que contribuya modélicamente a la renovación de aquella forma ante cuya férrea exigencia toda una época del sentir musical ha podido envejecer, generaciones enteras de músicos envarar, y cuyo sentido, sin embargo, va mucho más allá del tiempo que la creó.
Con la interpretación de la Sonata, a cuya parte de violín Adolf Rebner se entregó con fervor, Bartók se dio a conocer como un pianista del máximo rango, que con rigurosa seriedad y primorosa técnica dominó las enormes dificultades de su propia obra. Lo cusal se corr...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. I. Críticas de óperas y conciertos
  5. II. Otras críticas de óperas
  6. III. Críticas de composiciones
  7. IV. Recensiones de libros
  8. V. Sobre la praxis de la vida musical
  9. Anexo: Proyectos, comentarios, memorandos
  10. Apostilla editorial sobre los tomos 18 y 19