Líneas
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Una breve historia

Tim Ingold

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Una breve historia

Tim Ingold

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¿En qué se parecen caminar, tejer, observar, narrar, cantar, dibujar y escribir? La repuesta es que, de uno u otro modo, todo lo anterior se lleva a cabo a través de líneas. Visto así, la Historia entera es una línea, compuesta por pequeñas líneas. En este libro Tim Ingold imagina un mundo en el que todos y todo se compone de líneas entrelazadas o in-terconectadas y sienta las bases de una nueva disciplina: la ar-queología antropológica de la línea. El argumento de Ingold nos lleva a través de la música de la antigua Grecia y del Japón contemporáneo, por laberintos de Siberia y vías ro-manas, por la caligrafía china y el alfabeto impreso, tejiendo un camino entre la antigüedad y el presente. Ingold revela cómo nuestra percepción de las líneas ha cambiado en el tiempo, con la modernidad antes de convertirse en recta, la línea es un conjunto de puntos, pero el mundo posmoderno la rompe y fragmenta para estudiarla mejor. Tim Ingold utiliza para su estudio muchas disciplinas, como la Arqueolo-gía, Estudios Clásicos, Historia del Arte, la Lingüística, la Psicología, la Musicología, la Filosofía y muchos otros. Este libro nos lleva por un viaje intelectual estimulante que va a cambiar la manera en que vemos el mundo y la forma en que vamos por el mismo.

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Información

Año
2015
ISBN
9788497848015
Categoría
Antropología
1
Lenguaje, música y notación
«Las canciones son pensamientos cantados con el aliento cuando la gente se deja mover por una gran fuerza… Cuando se disparan las palabras que necesitamos, tenemos una canción.»
Orpingalik, anciano de los netsilingmuit (esquimales netsilik) (citado en Adams, 1997: 15)
Sobre la diferencia entre habla y canción
El problema que trato de resolver en este capítulo tiene sus raíces en el acertijo de las diferencias y semejanzas entre el habla y la canción. Los que, como yo, están formados en la tradición «clásica» occidental se inclinan a comparar estos usos de la voz bajo los ejes de la diferencia entre lenguaje y música. Cuando escuchamos música, ya sea instrumental o vocal, seguramente prestamos atención al sonido en sí mismo. Y si tuviéramos que preguntar por el significado de ese sonido, la respuesta sólo podría darse en términos de la sensación que nos evoca. En tanto el sonido musical impregna la conciencia del oyente le da forma y figura a su misma percepción del mundo. Sin embargo, la mayoría de nosotros, creo, estamos convencidos de que escuchar hablar es una cosa bien distinta. Pensamos que el significado de la palabra hablada no se encuentra ni en su sonido ni en los efectos que tiene sobre nosotros. Más bien suponemos que yace bajo los sonidos. Así que la atención del oyente no se dirige a los sonidos del habla sino a los significados que transmiten y que, en cierto sentido, alumbran. Parece que cuando se escucha hablar nuestra comprensión penetra en el sonido hasta llegar a un mundo de significado verbal más allá. Pero, por seguir con la misma metáfora, se trata de un mundo absolutamente silencioso; silencioso como las páginas de un libro, de hecho. En suma, mientras el sonido es la esencia de la música, el lenguaje es mudo.
¿Cómo se ha llegado a esta peculiar visión del silencio del lenguaje o, del mismo modo, a la de la naturaleza no verbal del sonido musical? No es el mismo punto de vista que valía para nuestros antepasados de la Edad Media o de la Antigüedad clásica. En un citado pasaje de La República de Platón, Sócrates afirma que la música «se compone de tres cosas: palabras, harmonía y ritmo».12 Las palabras no son sólo una parte integral de la música: son su parte principal. «La harmonía y el ritmo», continúa Sócrates, «han de seguir a las palabras». Evidentemente, para Platón y sus contemporáneos, la música culta era un arte esencialmente verbal. Pensaban que quitarle a la música las palabras era reducirla a mero adorno o acompañamiento. Esto da cuenta del bajo estatus que se le otorgaba a la música instrumental en aquel tiempo. Por la misma razón, el sonido de las palabras, ya fueran recitadas o cantadas, era central para entender su significado.
Adelantándonos en el tiempo hasta los clérigos medievales encontramos casi la misma idea. Como observó Lydia Goehr, la mayor parte de la música antigua eclesiástica se cantaba «en un estilo declamatorio pensado para dar prioridad a la palabra» (Goehr, 1992: 131). Se consideraba que la voz humana, en tanto es la única capaz de articular la Palabra de Dios, era el único instrumento musical adecuado. Era, por decirlo así, una portavoz de la palabra, no su creadora. En el siglo iv, san Jerónimo aconsejaba a los fieles cantar «con el corazón antes que con la voz». Uno debería cantar, explica, «no a través de la voz, sino a través de las palabras que pronuncia» (Strunk, 1950: 72). La argumentación de Jerónimo, con claros ecos del aforismo del viejo netsilingmuit que encabeza este capítulo, se centraba en que la palabra es intrínsecamente sonora y que el papel de la voz no es tanto el de producir el sonido de las palabras sino, a la hora de cantar, dejar que surjan, «dispararlas desde sí mismas», como decía Orpingalik.
Este punto de vista se mantuvo a lo largo de toda la Edad Media, incluso más allá. El dictamen de Platón era citado con aprobación por el director de coro veneciano Gioseffe Zarlino, con mucho el teórico musical más importante del Renacimiento, en su Istituzioni armoniche de 1558, así como también lo hacía el florentino Giulio Caccini, compositor de la primera ópera jamás impresa, en un texto de 1602 (Strunk, 1950: 255-6, 378). Con todo, resulta extraño para las sensibilidades modernas. Por poner un ejemplo del modo moderno de entender el lenguaje redirigiré mi atención al trabajo de uno de los padres fundadores de la lingüística contemporánea, Ferdinand Saussure, tal y como quedó fijado en su afamada serie de conferencias impartidas en la Universidad de Ginebra entre 1906 y 1911 (Saussure, 1959).
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A primera vista, Saussure parece coincidir con sus antepasados premodernos en el principio de la sonoridad de la palabra. «El único verdadero vínculo», insiste, «es el vínculo del sonido» (1959: 25). Mediante un diagrama explica que, en el lenguaje, el pensamiento y la conciencia flotan sobre el sonido como el aire sobre el agua. Pero prestando más atención parece más bien que las palabras, para Saussure, no existen en tanto sonido. Después de todo, señala, podemos hablar con nosotros mismos o recitar versos sin emitir sonido alguno, incluso sin mover la lengua o los labios. Entendido desde un punto de vista puramente físico o material los sonidos no pueden pertenecer al lenguaje. Estos son sólo, dice Saussure, «algo secundario, una sustancia que es objeto de uso» (1959: 118). No hay, por tanto, en el lenguaje sonido como tal; sólo existe lo que Saussure llama imágenes del sonido. Mientras el sonido es físico, la imagen sonora es un fenómeno psicológico, existe como «impresión» del sonido sobre la superficie de la mente (ibíd.: 66). El lenguaje, de acuerdo a Saussure, organiza la propia configuración de las diferencias, desde el plano del imaginario sonoro hasta el plano del pensamiento, en tanto toda fracción del pensamiento —o concepto— se corresponde con una imagen específica. Cada par de concepto e imagen sonora es una palabra. De ello se sigue que el lenguaje, en tanto sistema de relaciones entre palabras, está dentro de la mente y se da al margen de su preferencia física como acto de habla.
Una consecuencia de la argumentación de Saussure es que una vez las palabras se incorporan a la música, como en el caso de la canción, desaparecen completamente como palabras. Ya no pertenecen al lenguaje. «Cuando palabras y música se unen en una canción», escribe Susan Langer, «la música se traga las palabras» (Langer, 1953: 152). Del mismo modo, en tanto los sonidos sirven a la expresión verbal, se mantienen extraños a la música. Como dice el contemporáneo compositor japonés Toru Takemitsu: «Cuando los sonidos son poseídos por ideas en lugar de tener su propia identidad la música se resiente» (Takemitsu, 1997: 7). De modo opuesto a las concepciones clásicas y medievales, en la época moderna la música pura pasa a verse como canción sin palabras, siempre mejor instrumental que vocal. Así que la pregunta que lancé hace un momento se podría volver a formular de la siguiente manera: ¿cómo es que la esencia musical de la canción pasó de sus componentes verbales a sus componentes no verbales de melodía, harmonía y ritmo? Y, a la inversa, ¿cómo se eliminó el sonido del lenguaje?
Walter Ong (1982: 91) ha defendido una posible respuesta de una manera muy convincente. Afirma que ésta se apoya en nuestra familiaridad con la palabra escrita. Cuando percibimos las palabras sobre el papel, estáticas y abiertas a un prolongado examen, en realidad las percibimos como objetos con una existencia y significado muy alejados de su sonido como actos de habla. Es como si escuchar fuera una especie de visión, un forma de mirar con el oído —una visionoridad—, en la que escuchar la palabra hablada es semejante a mirarla. Tomemos el ejemplo de Saussure. De estudiante, inmerso en un mundo de libros, no era menos que natural que hubiera modelado su aprensión de la palabra hablada a partir de su experiencia indagando a sus homólogas escritas. ¿Es posible que su idea de la imagen sonora como «impresión psicológica» se desarrollara sin enfrentarse a la página impresa?
Ong piensa que no, y es precisamente en este punto en el que entra en discusión con Saussure. Del mismo modo que una hueste de lingüistas en la misma estela, Saussure consideraba que la escritura era un soporte alternativo para el habla, para la expresión externa de las imágenes sonoras. Y es ahí donde Ong piensa que Saussure se equivoca no reconociendo que la visión de la palabra escrita es necesaria en primer lugar para la formación de la imagen (Ong, 1982: 17; Saussure, 1959: 119-20). Los efectos de nuestra familiaridad con la escritura son tan profundos que nos resulta muy difícil imaginar cómo experimenta el habla la gente entre la que se desconoce por completo la escritura. Tal gente, habitante de un mundo que Ong llama de «oralidad primaria», no sería capaz de pensar las palabras separadas de su sonido. Para ellos las palabras son sus sonidos, no son cosas transmitidas mediante sonidos. En lugar de usar sus oídos para ver, a la manera de la gente en las sociedades alfabetizadas, los usan para oír. Escuchan las palabras como se escucha la música y la canción, centrándose en los sonidos en sí mismos y no en los significados que supuestamente se ocultan bajo los sonidos. Y por esta precisa razón, la distinción que nosotros —gente alfabetizada— hacemos entre habla y canción, y que nos resulta tan obvia, no tiene sentido para ellos. Para la gente en un estadio de oralidad primaria, tanto en el habla como en la canción, lo que vale es el sonido.
El escrito y la partitura
Si Ong lleva razón cuando dice que la escritura tiene como efecto fijar el lenguaje como un dominio independiente de palabras y significados desligado de los sonidos del habla, la división entre lenguaje y música está inscrita desde el origen en la misma escritura. Si desde entonces la historia de la escritura ha desarrollado su propio camino, sería razonable que se tratara ésta —y generalmente así se ha hecho— como un capítulo de la historia del lenguaje. Y sin embargo, la afirmación de Ong ha resultado ampliamente polémica. De hecho, hay un buen montón de pistas que nos sugieren que la distinción entre lenguaje y música, al menos en la forma en que ha llegado hasta nosotros, no tiene su fuente en el nacimiento de la escritura sino en su defunción. Luego explicaré a qué me refiero con el final de la escritura. Mi siguiente punto es éste: si durante gran parte de la historia de la escritura la música fue un arte verbal, si la esencial musical de la canción reposa en la sonoridad de las palabras de las que está compuesta, la palabra escrita ha tenido que ser también una forma de música escrita. Hoy día, para aquéllos que estamos formados en la tradición occidental, la escritura nos parece muy diferente de la notación musical, aunque, como veremos en un momento, no es fácil especificar exactamente en dónde reside la diferencia, parece que ésta no se daba desde un comienzo sino que más bien ha ido apareciendo en el mismo curso de la historia de la escritura. Por decirlo de otro modo: no puede haber una historia de la escritura que no sea a su vez una historia de la notación musical, y una parte importante de esta historia ha de versar sobre cómo llegaron a diferenciarse ambas entre sí. Lo que no podemos hacer es retornar al pasado una distinción moderna entre lenguaje y música y asumir que para entender cómo una llegó a ser escrita no tenemos que tener en cuenta la escritura de la otra. Sin embargo, por lo general, es precisamente esto lo que se presupone. En mis lecturas sobre historia de la escritura no me he encontrado más que, rara vez, alguna referencia marginal a la notación musical. Lo normal es que no se encuentre nada.
Mi opinión es que toda historia de la escritura ha de ser parte, pues, de una más amplia historia de la notación. Antes de pasar a considerar la forma en la que tomar en consideración esta historia, permítaseme hacer primero la pregunta de cómo —de acuerdo a las convenciones del Occidente contemporáneo— el texto escrito se ha diferenciado de la notación de una composición musical, o como el escrito de la partitura. La pregunta fue realizada por el filósofo Nelson Goodman en sus conferencias Languages of Art (Goodman, 1969). A primera vista puede parecer que la respuesta es obvia: ¿no es acaso posible proponer, afirmar o denotar cosas mediante la palabra escrita de un modo que sería imposible mediante una partitura? Y siguiendo la misma argumentación: ¿no exige el desciframiento de un escrito un nivel de entendimiento mayor del que se necesita para reconocer si una ejecución musical se deriva adecuadamente de una partitura? Sin embargo, como muestra Goodman, ninguno de estos criterios de diferenciación aguanta un escrutinio más pormenorizado. Más bien parece que el tema gira en torno al lugar en el que colocaríamos la esencia de una composición o texto para entenderla como «obra». No voy a explayarme en torno a los argumentos de Goodman, sino que me limitaré a mencionar de nuevo su conclusión, a saber, que mientras que «una partitura musical es una notación que define una obra... un escrito literario es tanto una notación como una obra en sí mismo» (Goodman, 1969: 210). El escritor hace uso de un sistema de notación, de la misma manera en que lo hace un compositor, sin embargo, aquél lo hace para escribir su obra literaria. El compositor, en cambio, no escribe una obra musical: escribe una partitura. Ésta sirve para especificar el tipo de ejecución que se ajusta a la obra. Para completar el cuadro, Goodman toma en consideración los casos de bocetos y el grabado, que contrastan del mismo modo: el boceto es una obra en sí misma, mientras que, en el caso del grabado, la obra es un tipo de impresión a la que se acomoda la plancha original. Pero a diferencia del escrito y la partitura, ni el dibujo ni el grabado emplean tipo alguno de notaci...

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