De Orwell al cibercontrol
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De Orwell al cibercontrol

  1. 232 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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De Orwell al cibercontrol

Descripción del libro

Las recientes revelaciones sobre las prácticas ilegales de la Agencia Americana de Seguridad (NSA), o el descubrimiento por parte de un usuario del rastreo digital masivo realizado por Facebook testimonian la magnitud de la hipervigilancia a la que estamos sometidos. Sin embargo, lejos del modelo disciplinario tradicional sobre el que alertaba George Orwell en su Gran Hermano, ahora los controles se ejercen desde múltiples y sofisticados frentes, en los que cada vez es mayor la participación involuntaria de los ciudadanos. Armand Mattelart y André Vitalis nos proponen reflexionar sobre un novedoso e inquietante concepto: el perfilado, esto es, el control indirecto de los individuos —a menudo con el propósito de anticipar sus comportamientos— a través del estudio y explotación sistemáticos de sus datos —ya sean sus desplazamientos o sus pautas de consumo—. Mientras que el modelo de vigilancia totalitario exhibía su control, en el mundo post-orwelliano éste se nos impone sin plena conciencia por nuestra parte; es invisible, y esta invisibilidad, potenciada por la desmaterialización de los soportes, garantiza su efectividad en una población crecientemente fascinada por las nuevas tecnologías que, sin embargo, no perciben como tecnologías de control.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788497848855

1. «Ir y venir»:
la paradoja de una libertad

«Me obstino en encontrar acertada la expresión de Marx esfera de la circulación […]. Si bien la palabra circulación, importada por la economía de la fisiología, engloba demasiadas cosas a la vez, por lo menos posee la ventaja de ser fácilmente observable. Todo se mueve y señala sus movimientos».1 Son palabras del historiador Fernand Braudel en la introducción de su estudio sobre los «juegos del intercambio» como característicos de la civilización material del capita­lismo.
Al enjuiciar, en nombre de la utilidad económica, las tasas, los vallados y otras trabas —que desde hace más de tres siglos el mercantilismo imponía a la circulación—, la economía política moderna deja entrever en los últimos decenios del siglo xviii un modelo de sociedad regido por la libertad de los intercambios. Corolario del derecho de la propiedad, el laissez-faire es también el derecho del individuo a disponer libremente de su cuerpo y de sus facultades. La liberación de todos los caminos de comunicación y de todo tipo de circulación —producción, mercancías y mano de obra— se instala como símbolo de un orden en donde el mercado es la medida de la sociedad y en donde la división internacional del trabajo es la garante del espacio cosmopolita (cosmópolis) de los productores y de los consumidores
—que intercambian entre ellos—; al mismo tiempo aquella liberación se erige en garantía de un nuevo orden mundial regido por la paz. Es por eso que no se puede comprender la aversión que Adam Smith (1723-1790) tenía respecto al principio de la intervención del Estado en los asuntos económicos si no se la relaciona con su crítica de las lógicas de poder desarrolladas por un sistema mercantilista que se había dedicado a acumular un potencial de guerra para debilitar el poder económico de otros países y así asegurar la unidad y la fuerza de la nación.2 Un sistema asentado sobre la creencia de que «nadie gana lo que otro no pierde».

La instauración del libre intercambio

«Producir es mover» sostiene John Stuart Mill (1806-1873) en sus Principios de economía política. Cuando en 1848 escribe esto, no sospecha todavía que «los transportes pronto iban a ordenar la producción hasta el punto de invertir su frase»:3 consecuencia de la importancia de la revolución logística que las redes de comunicación y de transporte van a permitir durante la segunda mitad del siglo xix. Es durante ese período que realmente toma forma el modo moderno de comunicación y de circulación de los cuerpos, de los bienes y de los mensajes.4 En su Crítica de la economía política, Marx analiza el significado del desarrollo exponencial de los medios de la movilidad: «El capital, por naturaleza, tiende a superar todo límite espacial. Por consiguiente, la creación de condiciones físicas del intercambio —de medios de comunicación y de transporte— se convierte, para él, en una necesidad absoluta: necesita aniquilar el espacio y el tiempo».5 El análisis de Marx corresponde a 1857-1858; es decir, en un momento en el que el comercio de libre-cambio acaba de eliminar los últimos vestigios del sistema protector. Sólo queda para su firma el tratado de libre comercio anglo-francés. Lo hará, en 1860, Napoleón III, sin aprobación de las Cámaras. Las condiciones de este tratado las negocia Michel Chevalier —un tránsfuga del sansimonismo— que llegó a ser un acerbo crítico de las teorías de la igualdad. En 1846, Inglaterra había derogado los aranceles sobre los granos. Tres años más tarde, ésta renuncia a la Navigation Act que, desde 1660, confería el monopolio del comercio a los navíos y marinos ingleses. De esta forma, proclamaba la igualdad de todos los pabellones en un mar abierto a todos. En 1851, en Londres, la primera exposición universal significó el paso al libre intercambio. La idea que allí predominaba era que «el intercambio libre e ilimitado de las mercancías entre las naciones contribuye a la ventaja y a la riqueza de todos».6 El príncipe Alberto inauguró en aquella ocasión el primer cable submarino, el Transmancha, que une Calais con Douvres y París con la City londinense y que constituye el primer eslabón de una red telegráfica que medio siglo más tarde habrá rodeado el globo bajo la hegemonía del Imperio victoriano. Comunicación y exposición se relevan para celebrar los beneficios del nuevo universalismo. En el prólogo al catálogo oficial, el príncipe señalaba: «Vivimos el período de transición más admirable. El que a gran velocidad nos lleva a la consecución del gran Fin hacia el que apunta la historia, que es la realización de la unidad de la humanidad».7
La exposición, que tiene lugar tres años después del aplastamiento de las revoluciones en el continente europeo, ante todo significa la victoria simbólica de una versión singular de la doctrina liberal: la defendida por la Liga de Mánchester, ciudad en la que tienen la sede los grandes manufactureros del algodón, ávidos de ventas, de mano de obra barata y de materias primas. Durante los años 1830-1840, industriales y economistas de aquella coalición eran la vanguardia de iniciativas destinadas a poner límites a las leyes de asistencia, sobre todo a los pobres, y de reducir la función del Estado al papel de guardián de la seguridad pública, así como eliminar las barreras a todas las libertades económicas —desde los intercambios a la producción, pasando por los contratos y, en particular, el contrato de trabajo—. Los economistas de la escuela de Mánchester hacen de la creencia en el determinismo armonioso de los mecanismos de mercado el fundamento de la hegemonía de una clase y del Imperio victoriano. Si bien comparten con Adam Smith el principio fundador del pensamiento liberal, que es la autonomía de los individuos, libres e iguales, que se juntan en el mercado, invierten de manera contundente el sentido. Por un lado, llevan al extremo su aversión al Estado, confinando la potencia pública al papel de Estado gendarme, de forma que cualquier injerencia es vista como regresión. Por otro lado, la esfera económica es vista como absolutamente autónoma respecto a las relaciones sociales. Esta fe exagerada en los mecanismos del libre intercambio anuncia otro fundamentalismo, aquel que surgirá a finales del siglo siguiente: el capitalismo ultraliberal de la escuela de Chicago.

La movilidad a prueba de la seguridad

Durante los siglos xvii y xviii, la extensión progresiva de las disposiciones y de los dispositivos de la disciplina a través de todo el cuerpo social dio forma a la «sociedad disciplinaria». Los muros, los cerrojos, las celdas conformaban «toda una empresa de ortopedia social» cuya misión era domar los cuerpos para corregir las almas.8 Los mecanismos de la coerción se materializan en una organización espacial: el panóptico. En este edificio-máquina, una torre central se encuentra constantemente a la vista del detenido, quien no puede saber si el guardián le observa. En esta torre se ve todo sin ser visto jamás y, en el anillo periférico en donde está encerrado, el individuo es observado sin que él lo vea. Esta arquitectura disciplinaria se revela polivalente en sus aplicaciones, sea para reeducar a los delincuentes, curar a los enfermos, instruir a los escolares, vigilar a los obreros, cuidar a los enfermos psiquiátricos o hacer trabajar a los ociosos. Esta arquitectura y esta geometría con una clara función normativa tienen como objetivo «mantener bajo inspección un cierto número de personas» y fueron teorizadas por Jeremy Bentham (1748-1832) en la obra Panopticon, publicada en Londres en 1787. Desde el comienzo, el filósofo fundador de la moral utilitarista ofrece una definición diáfana del objetivo perseguido por la vigilancia en su dimensión disciplinaria: «Un nuevo medio de obtener poder, un poder de la mente sobre la mente, en cuantía hasta entonces sin precedentes».9 Este tipo de organización potencia al poder de manera exponencial. «El ojo del dueño está por doquier» y el individuo «bajo inspección» es a la vez objeto y sujeto, actuando en su propio formateo.
Durante el siglo xix, los obstáculos que impedían el desarrollo de la movilidad desaparecen. Los mecanismos de mercado, que se han instalado de manera natural, tal y como lo evoca Michel Foucault, vienen acompañados de una nueva razón gubernamental: «Una especie de reflexión general sobre la organización, la distribución y la limitación de los poderes en una sociedad».10 Se constituye «un patrón de la verdad, que va a permitir discernir las prácticas gubernamentales que son correctas de las que no lo son».11 La economía política instituye un nuevo régimen de la verdad, que es más que una ciencia del gobierno:
No quiero decir, precisa el filósofo, que con este régimen de la verdad se alcance una especie de umbral epistemológico a partir del cual el arte de gobernar pudiera llegar a ser considerado científico. Lo que quiero significar es que este momento, que actualmente intento caracterizar, está marcado por la articulación de una serie de prácticas con un cierto tipo de discursos que, por un lado, lo constituye como un conjunto relacionado por un lazo inteligible y, por otro lado, legisla y puede legislar sobre estas prácticas, en términos de verdadero y falso.12
Esta racionalidad que subyace en el gobierno de las poblaciones es designada por Foucault mediante el concepto de gubernamentalidad.
En esta nueva forma de gobernar, la puesta en práctica de la libertad de circulación dibuja un universo paradójico. En efecto, el nuevo sistema de relaciones económicas y sociales anuncia el fin del aislamiento de las realidades locales, regionales y nacionales, de forma que para sus habitantes se crea la posibilidad de sustraerse a las fronteras y a...

Índice

  1. Índice
  2. Prólogo a la edición española
  3. Introducción: Las libertades a expensas del control
  4. 1. «Ir y venir»: la paradoja de una libertad
  5. 2. La gestión del tiempo y de la fuerza de trabajo
  6. 3. La doble cara del Estado: providencial y securitaria
  7. 4. La informática al rescate de un déficit de gobernabilidad
  8. 5. Anticipación y gestión política del riesgo de violencia
  9. 6. La captación y la explotación mercantil de las identidades
  10. 7. La condición postorwelliana: cibercontroles invisibles y móviles
  11. Principales siglas utilizadas
  12. Bibliografía