
- 383 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El ritmo perdido
Descripción del libro
Así como el rock es producto de otros géneros musicales, pero con un fuerte componente de origen africano, las distintas vertientes de la música española también tienen su origen en los ritmos que llegaron con los esclavos africanos en la Edad Media, los cuales se fueron amalgamando con los primitivos ritmos ibéricos, las sensuales danzas paganas de las puellae gaditanae, los cantos árabes y judíos, y posteriormente con las canciones gitanas.
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Información
El negro a escena
La africanía deja su impronta en el Siglo de Oro español a través de bailes que en el imaginario popular se vuelven personajes de piel blanca o mulata, pero también por la configuración de un tipo literario propiamente negro caracterizado –entre otros rasgos esquemáticos– por su musicalidad contagiosa. Recurso favorito del público, el tipo cómico del negro, representado por actores blancos con el rostro tiznado, se convierte en presencia habitual en coplas y entremeses entre los siglos xv y xvi. Mientras los bailes se blanquean, los autores y actores de teatro se ennegrecen. A comienzos del xvii el negro sale a escena como protagonista de algunas comedias. Deja de ser entonces parte de un colectivo marginal y evoluciona hacia papeles más graves que expresan la inquietud de los literatos en relación con el problema de la integración de los esclavos.1 Las letras sacan a relucir sólo una parte de la verdad acerca de la presencia y de las actividades de la negritud en la Península. En las coplas y en el teatro menor, donde se gesta el tipo burlesco, sus prácticas musicales empiezan por ser directamente aludidas mientras resultan novedosas, pero luego van quedando en trasfondo. Con el desarrollo del héroe negro cristianizado acaban siendo obviadas casi por completo, cuando ya su influjo se ha extendido a todas las capas de la sociedad. La novela recién inventada y la poesía más esteticista, apartadas de intereses ideológicos inmediatos, preservarán sin embargo su huella.
Los esclavos negros peninsulares intervienen decisivamente en coplas y en piezas de teatro menor, en comedias y en novelas, como personajes casi siempre burlescos, lenguaraces, que frecuentemente cantan y bailan o hacen referencia a su relación con una u otra actividad musical. Los poetas imitan su jerga y parecen querer reproducir también su rítmica en el verso. Aun caricaturizados de forma grotesca, dejan ver comportamientos reales, tendencias rítmicas de las que apenas tenemos otra huella. Desde su tenebrosa marginalidad, reflejan por otra parte las inclinaciones más oscuras de sus amos, a quienes los autores satirizan con mayor libertad cuando se expresan por medio de las réplicas descaradas y falsamente crípticas del habla negroide. El esclavo africano viene a encajar hasta cierto punto en moldes preestablecidos, siendo comparable al fámulo gracioso de la comedia clásica, pero los modifica con expresiones lingüísticas y musicales inauditas. De manera tan enigmática como reveladora, el tipo cómico del negro acompaña durante un tiempo al teatro nacional en su desarrollo, su alteridad radical pone hasta cierto punto en cuestión la identidad dominante con la que tiene que enfrentarse cotidianamente en el ámbito doméstico. Al singularizarse como protagonista serio de algunas comedias, deja de emplear el «habla de guineo», de hacer patente su inclinación por la música, de hacer insinuaciones provocadoras. A la vez que expresa su voluntad de ser reconocido socialmente, asume la dependencia con respecto al modelo del sujeto heroico tradicional y contribuye a afirmar la ideología del Imperio. Más que un proceso de integración social, que en realidad es imposible, esa idealización cristiana del negro augura su desaparición paulatina del ámbito peninsular. Cuando el negro sale de escena, la identidad nacional se queda, por así decir, en figura plana, sin efecto de contraste.
La negritud y su música aparecen primero, de forma todavía borrosa, en la literatura gallego-portuguesa: don Lopo Lias, a quien se considera nacido en Lugo, escribió quizá en la primera mitad del siglo xiii unas coplas que empiezan: «En este son de negrada / haré un cantar». 2 Se trata de una cantiga de escarnio dedicada a un infanzón de Lemos a quien se reprocha su falta de aliño, la silla rota y mal atada de su montura, el vestir un brial o falda de tejido arábigo importado de Sevilla, ciudad recién reconquistada a los musulmanes.3 «Son de negrada» tiene en este contexto un carácter despectivo y se refiere quizá a la música de gente de piel oscura en general, moros de origen norteafricano o esclavos negros. Si aceptamos el comienzo de la cantiga en sentido literal, esa música era reconocible y contrahecha para cantar coplas de escarnio en lengua de cristianos, aunque fuese con intención de producir un efecto grotesco. Resulta sugestiva la comparación con el famoso poema de Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania, primer trovador conocido, escrito siglo y medio atrás: «Haré un verso sobre absolutamente nada / [...] / que fue trovado durmiendo sobre un caballo».4 El paralelismo formal, la retórica declaración de intenciones de que parten ambos poemas, aumenta el vértigo de las diferencias en cuanto al contenido. La gratuidad altanera del noble aquitano, capaz de versificar dormido mientras cabalga, desligado hasta de la obligación cortés de cantar el amor de su amiga, pero consciente y orgulloso de su vigor poético, contrasta fuertemente con el motivo burlesco del mal caballero, carente de hombría, a quien el poeta gallego satiriza sirviéndose de un influjo musical oscuro, sin que le preocupe mucho su bajeza. De un lado tenemos la pura virtud formal sin otro contenido que la capacidad de lanzar un reto intelectual a todos los valores tópicos; de otro el contenido más bien grueso de unas coplas que, pese a refugiarse en las convenciones de casta, se alimentan de un son ajeno. Hacia el noreste, pasados los Pirineos, la identidad principesca del poeta se sustenta al borde del vacío; hacia el oeste, mirando al sur, el poeta cortesano experimenta más bien una atracción ambigua por la alteridad que rechaza. Horizontes perpetuamente alejados, estos dos extremos dibujan el marco en que se ha de mover –por fuerza siempre algo enloquecida– la poesía española.
En algunas cantigas de Alfonso x el Sabio, escritas poco después también en lengua gallego-portuguesa, la figura del negro aparece de forma simbólica, como presencia demoníaca. Un monje «bueno, casto y muy fiel» se ve atacado en su lecho por unos puercos a las órdenes de «un hombre negro de color», que les incita a que no dejen dormir en paz al pobre clérigo.5 Los puercos responden que no pueden hacer nada en contra de su gran santidad, pero «aquel diablo» replica que lo va a deshacer con unos garfios, por mucho hábito que vista. El diablo sabe cómo adentrarse en las carnes del más pintado. El monje pide auxilio a la Virgen María, que aparece como si fuera una pastora amenazando con una vara a «aquella compaña del malvado demonio», les insta a retornar al infierno y la legión maligna se deshace «como humo». El tema de la tentación del monje por unos diablos era tradicional en los relatos de los padres eremitas. La cantiga alfonsí elige a un negro como mejor representante de Satanás. Es quizá la primera vez que un negro habla en nuestras letras, pero no es hombre, sino diablo, y se expresa en gallego-portugués. En otra cantiga alfonsí, el obispo de Siena manda construir un altar de mármol blanco «rico y hermoso», labrado con figuras entre las que hay un demonio de gesto horrendo.6 La Virgen decide que esa representación del demonio no es adecuada, porque no revela sus malignas intenciones «como lo hiciera si fuera negro», y torna milagrosamente su imagen «como la pez». El obispo, enterado de las chanzas que provoca la imagen –de pronto muy notoria– entre los feligreses, manda que la laven y la rasquen, pero como la operación no da resultado, el prelado reconoce la intervención milagrosa y su propio error, haciendo finalmente caso al estribillo de la cantiga: «No conviene a la imagen / de la Madre del glorioso / Rey que bajo ella esté / figura del diablo astroso». Se trata de una austera recomendación que denuncia como excesivo y acaso pecaminoso el gusto del obispo por la iconografía del mal. El color negro sirve para hacer evidente ese exceso disimulado en la blancura del mármol italiano. Aunque no se trata de personajes reales, las figuras de ambas cantigas asocian al demonio con el color de piel oscuro. En el marco de la poesía gallego-portuguesa, la negritud es todavía una presencia distante, son extranjero o alteridad que simboliza el pecado.
Hacia 1335, Don Juan Manuel, sobrino de Alfonso x el Sabio, recoge en El Conde Lucanor un cuento de origen árabe que siglos más tarde habría de servir de inspiración para El retablo de las maravillas de Cervantes.7 Un rey avaricioso e incauto se deja engañar por «tres omnes burladores» y «muy diestros en fazer paños» con la propuesta de financiar la fabricación de un rico tejido que solamente será visible para «todo omne que fuesse fijo daquel padre que todos dizían». El rey acepta la propuesta calculando el beneficio que obtendrá al quedarse con los bienes de los súbditos –previsiblemente numerosos– que no alcancen a ver el vestido milagroso, «ca los moros non heredan cosa de su padre si non son verdaderamente sus fijos». Los tejedores se encierran en un palacio con «mucho oro e plata e seda e muy grand aver» para urdir el engaño. El rey envía a sucesivos emisarios para comprobar el paño, pero ninguno de ellos se atreve a decir que no ha visto nada, por no ser acusados de falso linaje. Cuando el rey se decide a comprobarlo por sí mismo, los tejedores le muestran una labor inexistente, ensalzando figuras y colores invisibles, ante lo cual el rey, creyendo que todos los testigos anteriores han visto lo que él no acierta a ver, teme perder su reino y exagera a su vez entre los suyos las maravillas del tejido. Lo mismo le ocurre a su alguacil, a su privado y al resto en suma de habitantes del reino, por miedo a que se ponga su honra en entredicho. Llegado un día de festejo señalado, todos aconsejan al monarca que vista el paño maravilloso. Los tejedores hacen de sastres para cortar y coser el traje, de mayordomos para ayudar a vestirlo, con malicioso esmero. El rey, «vestido tan bien commo avedes oído» –es decir, desnudo– se pasea luego a caballo por toda la villa sin que nadie ose desengañarle, lo cual –dice el infante socarrón– «le avino bien, que era verano». Hasta que «un negro, que guardava el cavallo del rey e que non havía que pudiesse perder, llegó al rey e díxol: –Señor, a mí no me empeçe que me tengades por fijo de aquel padre que yo digo, nin de otro, e por ende, dígovos que yo so çiego, o vos desnudo ides».
El cuento está lleno de implicaciones. Se anuncia la futura obsesión por la limpieza de sangre en la sociedad española. Los tejedores muestran artes y mañas corrientemente atribuidas a los judíos, pero el rey no es menos avaricioso ni menos mentiroso que ellos. Para agrandar su fortuna especula con el derecho musulmán, hace cuentas con el número de vasallos que verán descubierto su falso linaje, provocando la consiguiente deshonra de sus madres. Pero la misma amenaza vuelve su dedo contra él y contra sus cortesanos. La mentira se generaliza, agranda su significación, se convierte en alegoría del edificio social completo. Tiene que ser un negro el único que diga la verdad. No le importa que se dude acerca de su verdadero padre, quizá porque no lo conoce a ciencia cierta, porque le queda lejos, o porque del conocimiento de su linaje no puede resultar beneficio. Es una función de responsabilidad, la suya. No puede fingir honra ninguna, está fuera del juego social, pero a la vez detenta el único papel noble del cuento. En la tendencia natural a identificarse momentáneamente con la verdad, el lector o el oyente sospechan que, en el fondo, todos somos de algún modo como el negro. Es la primera vez que un negro verídico toma la palabra –y con sentido común– en castellano. Su papel escueto no hubiera podido ser superado, si no fuese porque la verdad nunca aparece tan desnuda como el rey del cuento.
La incipiente prosa española hace hablar tempranamente a un negro en un cuento tomado de los árabes, pero la poesía portuguesa se anticipa en la elaboración del tipo cómico en coplas y...
Índice
- Voces en lo oscuro
- Filosofía o rocanrol
- De un país perdido
- El gato encerrado
- Panteón de la rumba
- Tango africano
- El demonio majurí
- Tras la celosía
- El canto esclavo
- Compás sin tierra
- Expulsión de la semilla
- La tierra del compás
- La fiebre oscura
- Personajes rítmicos
- El negro a escena
- Fantasmas en el verso
- Luz que no alumbra
- Collar de cuentas
- Epílogo junto al río