Antígonas
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Antígonas

La travesía de un mito universal para la historia de Occidente

George Steiner

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La travesía de un mito universal para la historia de Occidente

George Steiner

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La tragedia Antígona de Sófocles no sólo sacudió la conciencia de los espectadores del teatro griego. A lo largo de los siglos ha dado lugar a incontables relecturas, desde la antigua Roma hasta el surrealismo del siglo xx. George Steiner –para quien "la crítica literaria debiera nacer de una deuda de amor para con la obra comentada"– reconstruye el proceso de transmisión del mito de Antígona en todas sus formas de expresión, no sólo en el teatro, la ópera o el ballet, sino también en la reflexión filosófica, antropológica y política. En las diferentes lecturas se perciben los cambios de ideas políticas y sociales a lo largo del tiempo, pero también la invariable admiración por el heroísmo incondicional de una figura que trasciende todas las épocas.Este libro es una de las contribuciones más extraordinarias a la historia de la cultura y una fascinante aventura lectora para todos aquellos que se apasionan por los temas más profundos de la humanidad.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418193248

Capítulo I

1
Nosotros somos «sólo los intérpretes de interpretaciones», decía Montaigne, que se hacía eco de la descripción que daba Platón del rapsoda como εJρμηνεvων εJρμηνη§ς en el Ion.
Entre alrededor de 1790 y 1905 poetas, filósofos e intelectuales europeos sustentaban la difundida opinión de que la Antígona de Sófocles era no sólo la más excelente de las tragedias griegas sino una obra de arte más cercana a la perfección que cualquier otra producida por el espíritu humano. La argumentación era concéntrica. La Atenas del siglo v había concebido la preeminencia del hombre y le había dado expresión. Ese momento marcó el cenit de su genio secular en las realizaciones filosóficas, poéticas y políticas. La supremacía ateniense era un lugar común tanto para Kant como para Shelley, tanto para Matthew Arnold como para Nietzsche. Es una exageración afirmar que la historia del pensamiento y la sensibilidad de todo el siglo xix obtiene su fuerza esencial de una reflexión sobre el helenismo, reflexión que, en una actitud a la vez analítica y mimética, trataba de discernir las fuentes de las realizaciones áticas y de clarificar la fragilidad política de Atenas. El idealismo alemán, los movimientos románticos, la historiografía de Marx y la mitografía freudiana de la vida psíquica (con sus raíces en Rousseau y Kant) son en definitiva activas meditaciones sobre Atenas. Ernest Renan habló en nombre de su siglo cuando consignó la revelación de sensibilidad que había experimentado al visitar por primera vez la Acrópolis en 1865; era la admiración ante le miracle grec, une chose qui n’a existé qu’une fois, qui ne s’était jamais vue, qui ne se reverra plus, mais dont l’effet durera éternellement, je veux dire un type de beauté éternelle, sans nulle tache locale ou nationale («el milagro griego, algo que sólo existió una vez, que nunca se había visto y que ya no se volverá a ver, pero cuyo efecto durará eternamente, quiero decir, un tipo de belleza eterna sin ninguna tacha local o nacional»). Sage, wo ist Athen? («Dime, ¿dónde está Atenas?») preguntaba Hölderlin en su himno Der Archipelagus. Renan respondió que Atenas se hallaba oculta dentro del hombre moderno y que el mundo sólo se salvaría cuando retornara al Partenón y rompiera sus vínculos con la barbarie: Le monde ne sera sauvé qu’en revenant à toi, en répudiant ses attaches barbares.1
El sentimiento barroco y neoclásico había situado el corazón del «milagro griego» en la épica homérica, en la perdurable capacidad de Homero para instruir al hombre civil en las artes de la guerra y del orden doméstico. El siglo xix identificó la esencia del helenismo con la tragedia ateniense. Los motivos de esta identificación van mucho más allá de las preferencias estéticas o didácticas. Los grandes sistemas filosóficos a partir de la Revolución francesa fueron sistemas trágicos. Pusieron en metáforas la premisa teológica de la caída del hombre. Las metáforas son varias: los conceptos fichteanos y hegelianos de autoalienación, la descripción marxista de la servidumbre económica, el diagnóstico de Schopenhauer sobre la conducta humana regida por la voluntad coercitiva, el análisis nietzscheano de la decadencia, la versión freudiana del advenimiento de la neurosis y de la desazón después del crimen edípico original; la ontología heideggeriana de una caída respecto de la primigenia verdad del ser. Filosofar tras Rousseau y Kant, encontrar un medio conceptual para expresar la condición psíquica, social e histórica del hombre, es pensar «trágicamente» Es encontrar en la obra trágica, como Nietzsche encontró en Tristán, el opus metaphysicum par excellence. Esto significa que el discurso filosófico formal, desde Kant a Max Scheler y Heidegger, implica o articula una teoría del efecto trágico y que, casi instintivamente, recurre a pasajes de la tragedia para dar decisivas ilustraciones. Los puntos de referencia están expuestos en la famosa Décima carta de Schelling, en Philosophische Briefe über Dogmatismus und Kriticismus, de 1795. La tragedia griega «honra la libertad humana por cuanto hace que sus héroes luchen contra la fuerza superior del destino» (die Übermacht des Schicksals). Las «exigencias y limitaciones del arte» piden la derrota del hombre en su lucha, aun cuando la culpabilidad que acarrea la derrota esté rigurosamente dispuesta por el destino (auch für das durch Schicksal begangene Verbrechen). El fatum en la tragedia griega es un «poder invisible, inaccesible a las fuerzas naturales» y ejerce su imperativo hasta sobre los dioses. Pero la derrota del hombre cristaliza su libertad, su lúcida compulsión a obrar polémicamente, lo cual determina la sustancia de su yo. Las categorías de Schelling «libertad», «destino», la dinámica del «yo», la economía de la mortal pugna que el filósofo aduce son las constantes de la metafísica y de la psicología poskantianas. Precisamente a estas categorías, a esta dialéctica de la autorrealización, las obras trágicas griegas habían dado una forma primaria y perdurable.2
La imaginación idealista y romántica elevó a Sófocles a la supremacía entre todos los trágicos griegos. Al hacerlo era aristotélica, como lo era en buena parte de su biología vitalista y de su estética. En sus esbozos previos para la Historia de la tragedia ática (1795), el joven Friedrich Schlegel se preguntaba: «De manera que ¿sólo Sófocles es perfecto?» (Also nur S ist vollkommen?) y había respondido afirmativamente: «Los más grandes poetas griegos son como un coro en armonía y Sófocles es el director del coro, así como Apolo Μoυσηγεvτης dirige el coro de las musas». En sus lecciones sobre la historia de literatura clásica (dadas entre 1796 y 1803), A. W. Schlegel caracterizaba a Sófocles como el primero entre sus pares por su «excelencia y perfección». Sófocles fue –en el original el pasaje aparece en cursiva– un poeta «de quien es casi imposible hablar salvo en adoración» (anbetend). Para Schelling, en sus lecciones sobre La filosofía del arte (1802-1805), este juicio tenía la autoridad de lo que es evidente por sí mismo: «La elevada moral, la pureza absoluta de las obras de Sófocles fueron objeto de admiración a través de las edades». Por grande que sea el genio de Shakespeare, Sófocles continúa siendo «la verdadera cúspide del arte dramático». F. Schlegel en su Geschicte der alten und neuen Literatur (1812-1914) dice además: «Sófocles es supremo, no sólo en el teatro sino en la totalidad de la poesía griega y del desarrollo espiritual» (Geistesbildung). Goethe convirtió en canónica la opinión de que Sófocles había llevado a eterna perfección aquellos elementos de terror y sufrimiento que Esquilo había desarrollado de manera tan tremenda pero a veces enigmática y arbitraria y que Sófocles había dominado aquellas intuiciones psicológicas que insinuarían, hasta en lo mejor de Eurípides, un elemento de esteticismo y de espuria modernidad. Para George Eliot, al escribir sobre «La Antígona y su moral» (1856), Sófocles era «el único poeta dramático del que se podía afirmar que estaba al nivel de Shakespeare».
Dentro del conjunto de las siete tragedias de Sófocles que llegaron a nosotros se asignaba la primacía a Antígona. Esta estimación, a menudo hiperbólica, correspondía tanto al personaje de la heroína como a la obra misma o a ambas cosas a la vez. «Tiene usted razón sobre Antígona», escribía Shelley a John Gisborne en octubre de 1821, «¡Qué sublime retrato de mujer! ¿Y qué piensa usted de los coros y especialmente de la queja lírica de la víctima semejante a una diosa? ¿Y de las amenazas de Tiresias y su rápida rea­lización? En una existencia anterior algunos de nosotros hemos estado enamorados de una Antígona y eso no nos permite hallar plena satisfacción con ningún vínculo mortal.» En sus lecciones sobre estética (1820-1829), Hegel se refería a la tragedia considerándola «una de las más sublimes y en todos los aspectos una de las obras de arte más consumadas que el empeño humano haya jamás creado». Sus lecciones sobre la historia de la filosofía, dictadas entre 1819 y 1830, llaman a la heroína «la celestial Antígona, la más notable de las figuras que haya aparecido en la Tierra». Durante toda la década de 1840 estas estimaciones son generales. Friedrich Hebbel, que consideraba su propia obra dramática Agnes Bernauer como «un...

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