PARTE I
La pragmática de la dinámica narrativa en los procesos de conflictos
Introducción
Los relatos son importantes. Tienen seriedad, son serios. Tienen peso. Son concretos. Materializan las políticas, las instituciones, las relaciones y las identidades que circulan en el nivel local y mundial, en cualquier parte y en todas partes. El relato de Israel sobre Hamás no es sólo un conjunto de palabras: es un «re-contar» la historia, en el presente, hacia un escenario elegido o preferido que racionaliza los muros, la continuación de los asentamientos y las humillaciones permanentes en el mosaico de puntos de control, y que autoriza la violencia. Del mismo modo, el relato palestino sobre «Nabka», el «evento catastrófico» que estableció el Estado de Israel y privó de derechos a los palestinos, constituye un relato, no en el sentido de una representación de los eventos en sí mismos sino en el sentido de que crea túneles subterráneos y autoriza una red de insurgencia, a la vez que legitima a Hamás por su rol para reducir el sufrimiento de la comunidad palestina y define los contornos de su identidad. El conflicto en Medio Oriente, como relato, es fundamental y mítico, primordial, tanto para Medio Oriente como para Occidente. Ayuda a fijar las divisiones en todo el mundo, entre las regiones, las naciones y las culturas, además de ser perjudicial para la paz mundial por esta misma razón.
Este conflicto, como todo conflicto, es una función de los relatos que se cuentan, se vuelven a contar y se predicen acerca del conflicto.4 De hecho, uno puede argumentar que la persistencia de este conflicto representa nuestra falencia colectiva para tratarlo como la lucha mítica por la vida y la legitimidad que nos es revelada en los relatos acerca del conflicto. No se trata tan sólo de un conflicto sobre asuntos específicos, de los que existen muchos. Aun si pudiera haber un consenso sobre el «derecho al retorno» o sobre los asentamientos, las narrativas del conflicto permanecen y generan relaciones crispadas. En efecto, las cuestiones específicas relacionadas con el conflicto, tales como las fronteras, los asentamientos y el destino de Jerusalén, nacen de las narrativas del conflicto, los relatos superpuestos y complejos que generan una secuencia en el argumento, un grupo de personajes y marcos morales que autorizan y legitiman una historia en particular, una identidad dada. Y esos relatos no son meras representaciones de la historia, aunque funcionan como si no fueran más que eso. Por el contrario, esos relatos proveen la arquitectura para el odio y la desconfianza en todos los niveles de las relaciones sociales, desde los conflictos internacionales hasta los interpersonales.5
En el escenario mundial, la guerra entre Al Qaeda y Occidente yace en el relato (algo incompleto) de cada lado acerca del Otro. Inmediatamente después del 11/9,6 el Gobierno de Estados Unidos empezó a generar un relato acerca de «por qué nos odian»: la causa del odio es su miedo a nuestra libertad y la envidia a nuestra riqueza. En lo que Jackson llama «el mito del sufrimiento excepcional», el Gobierno norteamericano y los medios de comunicación presentaron un relato en el que Estados Unidos era una víctima excepcional.7 Ese relato no sólo presentaba una lógica para la guerra en Afganistán, sino que también la utilizaba en retrospectiva, luego de la invasión, para justificar la guerra y la continua ocupación estadounidense en Irak. En simetría con la fuerza destructiva de lo que esta narrativa hace posible o permite, en términos de violencia, es igualmente violenta, en función de las limitaciones que nos impone: nosotros, en Occidente, no podemos explorar al otro en toda su complejidad y estamos condenados, en un sentido muy trágico, a crear al enemigo que más tarde buscamos destruir. Y, desde luego, en el otro lado, los «terroristas» musulmanes, una categoría de Otros en gran medida indefinida e integrada por cualquier persona (presumiblemente musulmana) decidida a ejercer violencia contra Occidente y especialmente contra los Estados Unidos, siguen resistiendo y enfrentándose a Occidente en Gaza, Irak, Pakistán, Afganistán y el Sudeste Asiático. En un terrible ciclo de ironía, las narrativas crean la evidencia para su propia presencia y persistencia.8
Sin embargo, las intervenciones que tenían como objetivo la eliminación o el control de los terroristas, desde las guerras hasta las prisiones como Guantánamo, los bombardeos aéreos y las estrategias contrainsurgentes, han incrementado de forma evidente la antipatía dentro del mundo musulmán hacia Estados Unidos y, en efecto, contamos con cierta evidencia empírica de que la Guerra Mundial Contra el Terrorismo (GWOT, por sus siglas en inglés), en realidad es responsable de haber aumentado los ataques terroristas.9 Lake10 también afirmó que la política de «prevención» ha movilizado a los extremistas y ha contribuido a su consolidación, lo que permitió incrementar los recursos y la fuerza de su organización.
Occidente ha intentado «hacerse entender» dentro del mundo musulmán. Esos intentos aparecieron bajo la bandera de la «diplomacia pública» y buscaron promocionar a Estados Unidos, en particular, y a la democracia, en términos generales. Esos esfuerzos por obtener un «poder blando»11 no se centran en entender mejor a los «terroristas» por parte de Estados Unidos, sino que buscan influir en «los corazones y las mentes» para disminuir los actos de insurgencia y la cooperación con los enemigos de Occidente. No obstante, la diplomacia pública aún no ha dirigido su atención a las dinámicas de las narrativas culturales más amplias que dan forma a los conflictos entre estas dos culturas. Sin embargo, sin una comprensión, no sólo de las narrativas de los extremistas y de los defensores del terrorismo sino de la consciencia reflexiva de cómo esas narrativas son a su vez alimentadas por las narrativas contadas por Estados Unidos (Occidente), las estrategias para debilitar el terrorismo seguirán centrándose en el control y la contención, al mismo tiempo que se utiliza la diplomacia pública como un esfuerzo por incrementar el poder blando. Evidentemente, estas narrativas globales que pueblan el mundo juegan un papel fundamental en la producción de violencia, así como en las políticas y en las prácticas internacionales que procuran contenerla o reducirla.
Los conflictos locales también pueden entenderse en términos de narrativas contadas una y otra vez por las partes del conflicto. En la región del Delta del Níger, para explicar la violencia en la región, las partes involucradas se valen de lo que podemos llamar «narrativa criminal», que se refiere al robo de petróleo por parte de las milicias, el cual dio origen a un mercado negro en el que la venta ilegal de armas y petróleo causa un conflicto entre el Gobierno, apoyado por las compañías petroleras multinacionales, y los grupos armados. En ese relato, las milicias constituyen una fuerza criminal, motivadas por la codicia y el deseo de obtener el poder. Por el contrario, la narrativa de la «justicia social» contada por los lugareños y los líderes de las milicias autoriza el uso de la fuerza para reparar el daño causado a las comunidades del Sur durante los últimos sesenta años. Según dicho relato, durante ese tiempo, el Gobierno y las empresas petroleras multinacionales robaron al Sur ese recurso natural, contaminaron las comunidades y no...