Familia
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Urgencias y turbulencias

Mario Sergio Cortella

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Urgencias y turbulencias

Mario Sergio Cortella

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Hoy en día existen una serie de urgencias y turbulencias, en torno a la cuestión familiar, que no pueden ser aplazadas. Es mejor actuar rápidamente antes de que sea tarde. Los adultos deberemos situarnos como una fuerza-tarea para no perder a esta nueva generación, que es exuberante en muchos aspectos, capaz de acciones maravillosas, pero también capaz de producir flaquezas éticas y distorsiones en la convivencia.La relación afectiva, la relación de formación es, en esencia, una relación de amor. En la relación de padres y madres o de responsables de niños y jóvenes, existe un amor que visibiliza el esfuerzo realizado y las horas invertidas a lo largo de la trayectoria. Y es en ese momento cuando la familia se siente orgullosa de su capacidad de generar vida y de permanecer.Seamos hombres. Seamos mujeres. "Levántate, sacúdete el polvo y sigue adelante". El hombre que es hombre, la mujer que es mujer, "reconoce la caída y no se desanima". La finalidad de este libro es que seamos capaces de seguir adelante y llegar a un lugar en el que nos sintamos felices y satisfechos por el trayecto recorrido.

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Información

Año
2019
ISBN
9788427724747
Edición
1
Categoría
Pedagogía
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Angustias por
una crianza
turbulenta

 
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Siento que, hoy en día, en las familias, especialmente en aquellas con padres y madres con menos de 50 años, existe un malestar ante la convivencia intergeneracional. Son personas que viven angustias relacionadas con la crianza de los hijos y también derivadas de las preocupaciones por sus mayores, los abuelos.
En este contexto, el dato más preocupante es la incapacidad que parte de esta generación demuestra en la confrontación de cuestiones relacionadas con las nuevas generaciones. Queriendo ser muy amigos de los hijos, los padres y las madres promueven un clima de camaradería excesivo que roza la complacencia y puede ser peligroso, en cuanto que rompe algunos vínculos de autoridad. Se observa una dificultad por llegar a una situación de equilibrio, en la que se dé una vida armónica pero disciplinada. Una vida con libertad de convivencia pero que no descuide la ética del esfuerzo. Que no sea opresiva, pero tampoco desordenada.
Mis padres —es decir, los padres de los padres para la generación actual— no se preocupaban por estas cuestiones porque los modelos eran más obvios, bastaba con repetirlos. Mis padres hicieron lo que hicieron mis abuelos. La lógica era que el niño u obedece o se queda castigado. Mis padres vivieron esto sin tanto peso. Las actividades paternas y maternas se regían por la idea de cuidar con disciplina. En mi generación, en cambio, fue el turno de formar a los hijos con más derecho a la libertad: el niño o el joven podía dar su opinión. Este hecho retiró de la palabra “infantil” su sentido original, puesto que infante, en latín, es “aquel que no puede hablar”. Por lo tanto, disminuyó la infantilización de la infancia y se abrió un espacio para que el hijo o la hija tuvieran voz. Aunque no toda la voz.
En la generación de mis abuelos era “ninguna voz”; en la de mis padres era “quizás alguna voz”; mi generación crió a sus hijos pensando que “sí, ellos tienen derecho a alguna voz”; la generación actual les da “toda la voz”. Cuando hablo de “voz” no estoy hablando de libertad de expresión sino de la posibilidad de escoger de manera autónoma, a veces incluso soberana.
Estas angustias son compartidas por las generaciones que conviven de modos diferentes. La actual generación de padres en la franja de los 50 años tiene nostalgia de algunas prácticas: “A mi padre le bastaba con solo mirarnos para que nosotros obedeciéramos”, “mi madre decía ‘basta’ y bastaba”. Un tipo de nostalgia quejumbrosa.
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Este malestar que genera angustia es el resultado del desconocimiento de saber cómo lidiar con las nuevas generaciones. Proviene más de la falta de formación para hacer frente a este nuevo modo de convivencia que de una cuestión de principios.
No se trata de “yo no sé qué hacer” en el sentido de desistir, sino de puro desconocimiento.
Una de las frases que más oigo últimamente en boca de los padres y de las madres (cabe aclarar que en este libro “paternidad” y “maternidad” se refieren a los responsables de la formación de alguien, y no exclusivamente a los padres biológicos) es “estos chicos son así” o “esta juventud es de esta manera”, como si los chicos de hoy fueran una fatalidad, como si hubieran sido concebidos en otro lugar y no de nosotros. Existe una caída de la expectativa y, en consecuencia, de la acción, en una conformidad muy dañina. Es la suposición de que “ellos son así, ¿qué puedo hacer yo?”. Los padres se convierten casi siempre en rehenes. “Si no se lo doy, llora”, “si no lo hago, grita”, “si se lo prohíbo, se enfada”. Como si esos niños y jóvenes fueran poseedores exclusivos de derechos continuos. No es que no tengan derechos, pero no los tienen ni todos ni de manera continuada.
La principal angustia es la sensación de fracaso. “Mis padres me formaron bien, para trabajar, para ser autónomo, y yo no estoy consiguiendo hacer lo mismo”. “Mi hijo no quiere estudiar, se pasa el día entero en internet y no hay nada que yo pueda hacer”.
Claro que existen causas para que se dé esta situación, y la principal es la disminución de la convivencia. Los padres gastan parte considerable de su tiempo en el trabajo, incluyendo las horas que pasan en los desplazamientos, principalmente en las grandes ciudades, y en el trabajo que se llevan a casa. Esta reducción drástica del tiempo de convivencia hace que las personas no se conozcan. Y, de manera general, aquel que tiene la responsabilidad de formar a otro, al no conocer a aquel con quien está tratando, se aleja de él. Tengo la sensación de que algunos padres y madres quedan limitados a algunos espacios de la casa. Es como si prácticamente todo el territorio de la familia perteneciera a los hijos, que llevan a los amigos, que hacen lo que quieren, que, cuando quieren, también se encierran en sus “castillos” que son sus habitaciones.
Es como si la familia fuera apenas un criadero, no un lugar de formación, de aprendizaje, de convivencia, de alegría, de afecto.
Mira qué frase curiosa: “Ellos tienen su vida”, usada predominantemente por padres de adolescentes. Es como si “tener su propia vida” significara que ellos pudieran seguir sin ningún tipo de control, de supervisión, esto es, padres y madres renunciando a la responsabilidad que tienen. Esto hace que quedemos marcados por la angustia, ya que corremos el riesgo de minar la formación ética de las nuevas generaciones. Y esta generación perdió un poco la capacidad de entender que la vida colectiva es una construcción que exige esfuerzo, dedicación y, por lo tanto, requiere también de normas.
La generación que está criando a la actual ha establecido la libertad como un valor. Libertad de pensamiento, de conducta, de llevar la ropa que quiera: “Me hago un piercing y un tatuaje si quiero, mi cuerpo es mío”. Esta idea de ser dueño de uno mismo es muy fuerte. Sin embargo, es una regresión cuando de formar personas se trata, porque la ausencia de fronteras puede transformarse en algo absolutamente dañino, esto es, la incapacidad de tener límites, de contenerse.
La vida es también renuncia. La vida y la convivencia también demandan contención. Cuando Sigmund Freud escribe El malestar en la cultura (1930) habla de las potencias internas, lo que él llamaría “impulso”. Lo que hace que, en última instancia, piense tan solo en mí mismo. Mi gran temor en relación a las nuevas generaciones es que se refuerce el individualismo en exceso. Como ya he dicho en varias ocasiones, deseos no son derechos.
¿De dónde proviene esa angustia? De la fuerte sensación de que “no sé qué hacer”. Angustia porque refleja la ruptura de la responsabilidad de un adulto sobre los suyos. Existe una confusión sobre este no saber qué hacer, que no procede únicamente del hecho de no tener claridad en el asunto, sino también porque los modelos existentes vienen de un pasado que no está tan alejado si contamos en años, pero que lo está si contamos en velocidad de la vida. Los modelos son, de hecho, del siglo pasado. Tenemos una generación que durante este siglo se convertirá en adulta con 17 a 18 años. El siglo XXI, que para muchos parecía un tiempo lejano y distante, ha llegado. Ahora es el siglo XX el que parece alejado, pero todavía despierta cierta añoranza entre muchos padres, por haber sido el tiempo en el que la autoridad se ejercía sin miedo, sin desespero.
Actualmente, habita entre nosotros la percepción de que ser amigo de los hijos implica una camaradería excesiva. Se observa un asambleísmo en relación a la toma de decisiones familiares, en que todo tiene que ser decidido conjuntamente, con igualdad de fuerzas. Esta disolución de las energías relacionadas con la disciplina, la autoridad y la organización puede estar anunciando una condición de colapso.
La disciplina es necesaria para no dejar la vida al azar. La disciplina organiza el estudio, el placer, el trabajo y demás actividades. No es una limitación: es una forma de ordenar las cosas. Una generación que se forme de modo indisciplinado no tendrá un comportamiento saludable en la convivencia con el otro. El niño o el chico tienen que entender que existen los límites, y que esos límites son fronteras, no barreras. La frontera marca hasta dónde se puede ir. La barrera es aquello que impide el avance.
Por ejemplo, a mí me gusta cocinar para la familia. Y esta tarea no me trae sufrimiento, justamente porque soy disciplinado. Planifico, coloco los ingredientes en la encimera, organizo los tiempos de preparación y cocción de cada plato y, al final de la comida, la sensación es de felicidad. Pero ese bienestar tan solo es posible porque existe disciplina.
En el campo de la educación escolar es cada vez más común oír la frase: “No consigo dar clase”. Lo que se consigue, especialmente en el sistema público, por ser mayoritario en los países, es usar las estructuras de control masivo durante todo el tiempo. Hoy en día se considera un gran mérito que un docente impida que los alumnos se rebelen. Si se quedan dentro del aula y no salen rompiéndolo y destruyéndolo todo ya es un mérito. Si están aprendiendo o no, eso pasa a un segundo plano, siempre y cuando el docente consiga mantener mínimamente la disciplina.
Nunca surgió este problema con tanta fuerza. Durante mucho tiempo, el área de la educación escolar estaba marcada por rituales. Este ritualismo hacía que, más que la idea de respeto, se tuviera la noción de temor, aunque se le diera el nombre de respeto. La profesora entraba y todo el mundo se levantaba. El adulto llegaba y los alumnos se ponían derechos con las manos atrás como en una formación. Esto ya ha desaparecido, aunque queden remembranzas en las escuelas de base militar.
“No sé lo que hago”. Esta idea es absolutamente angustiosa porque un adulto que ronde los 35 años sabe que tiene responsabilidades, pero no sabe qué hacer para cumplirlas. Existen dos posibilidades, citadas en Enrique IV de William Shakespeare: “hundirse o nadar”.
Está claro que el colapso de esa convivencia familiar puede emerger con la idea de “estos chicos son imposibles”. Ellos no son imposibles. Si lo fueran, no existirían. La expresión está muy mal empleada. No surgieron por generación espontánea. Estás sentado y, de repente, aquel chico aparece en tu casa. Tiene 12 años y parece que hubiera sido criado en otro lugar, y tú estabas ahí parado y ahora no sabes qué hacer con él. Este extrañamiento en la convivencia es extremadamente angustiante.
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El cuidado en
una ciudad
turbulenta

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En las grandes ciudades más de la mitad de la población vive en regiones metropolitanas. Uno de los hechos de la hipertrofia de las ciudades es la demanda cada vez mayor de tiempo para el desplazamiento. Debido a ello, la proximidad física entre las personas de una misma familia ha disminuido. La condición de vivir cerca de un pariente, de tener a alguien cerca para dejar al hijo, ha dado lugar a un sentimiento de desespero. Actualmente, una parte de los padres y de las madres tiene dificultades en criar a sus hijos porque no ha tenido manera de aprender a hacerlo. En las generaciones anteriores, como existía una convivencia más próxima, algunas niñas y niños, a los 10 o 12 años, aprendieron a lidiar con los niños ayudando a cuidar a un primo, estando cerca de las tías o de la abuela. Más tarde, se convirtieron en padres y madres y ya tenían algunas nociones de en qué consistía cuidar de un niño.
Las generaciones anteriores se beneficiaron de un ambiente pedagógico no formal, del espacio de aprendizaje que era la convivencia familiar.
Hoy en día, la dinámica de las ciudades ha alterado estas relaciones. Un ejemplo: mi familia se trasladó a São Paulo en 1967. Hace medio siglo mi padre, que era director de un banco, trabajaba en la Avenida Paulista. Vivíamos en la Avenida Angélica, cerca del parque de Buenos Aires. Mi padre salía del banco, situado en la esquina de la calle Itapeva, a mediodía. Subía al autobús en la Avenida Paulista a las 12:05. Diez minutos después estaba en el parque Buenos Aires. A las 12:30 nos sentábamos todos a la mesa. Comíamos y cenábamos juntos todos los días. Como no existía el microondas, la comida tenía que calentarse una única vez. A las 13 terminábamos de comer. Durante esa media hora se hablaba de la vida, del trabajo, de la familia, de la escuela, se reía, se recibía alguna bronca.
Mi padre todos los días nos preguntaba y se interesaba por saber si mi hermano y yo estábamos bien y estábamos aprendiendo. Al salir de casa, por la mañana, nos decía: “Cuando vuelva, os voy a preguntar la lección”. Al terminar la comida, preguntaba: “¿Qué has leído hoy? ¿Qué está pasando en la política?”. Hablábamos hasta las 13:20, un tiempo que servía para el afecto y la disciplina. De las 13:20 a las 13:40 daba una cabezada en el sofá. Después despertaba, iba al autobús y a las 14 estaba de vuelta en el banco. En aquella época la ciudad de São Paulo tenía 1,2 millones de habitantes. Actualmente tiene más de 11 millones. Para hacer ese trayecto, se necesita como mínimo una hora. El desplazamiento en las grandes ciudades, en el que se invierten dos o tres horas en el día a día, reduce las posibilidades de convivir. Y, cuando llegas a casa, estás tan cansado por la pérdida de tiempo en el transporte, por las discusiones en el trabajo, por las demandas profesionales, que no tienes paciencia para tratar con los tuyos.
Cuando los padres dicen “no tengo tiempo” no podemos despreciarlos. Para quien tiene que sobrevivir, no existe la posibilidad de decir “voy a quedarme en casa con mis hijos”. Esa persona necesita llevar comida a casa. En ese caso, no se trata tan solo de una elección del uso del tiempo. Así pues es necesario entender que cuidar de alguien implica abdicar de algunas cosas para poder tener tiempo para los hijos. “Pero si ni siquiera tengo tiempo para tomarme una cerveza con los amigos o para jugar un partido el sábado por la tarde”. No lo tendrás. “Pero yo no quería tener hijos”. De acuerdo, pero ahora que los tienes, debes ser decente. Asume las consecuencias de tus actos. “Pero necesito un tiempo para mí”. Ahora no puedes tenerlo. “Necesito ir a...

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