«La naturaleza no es sino el nombre para el exceso»: aprender de la pandemia
Ricardo Forster
Tal vez para algunos resulte ocioso preguntarse por el impacto de la pandemia. Otros consideran que no vale la pena especular sobre el día después, ni detenerse a analizar tanto las causas como las consecuencias posibles e imaginables que le dieron vida y potencia expansiva al Covid-19 y dedicarse, sobre todo, a preocuparse por cómo se sale de esta situación, muy alterados en especial por la crisis económica y por garantizar la continuidad de sus ganancias sin que les importe el costo en vidas que una vuelta a las actividades productivas y comerciales genere. Hay quienes prefieren quedarse en el día a día, en los cambios que se vienen produciendo en nuestra vida cotidiana, deteniéndose con minuciosidad a describir prácticas y sensaciones que han nacido al calor de esta inédita experiencia colectiva. Ha surgido una suerte de fenomenología del «distanciamiento social obligatorio» que busca indagar en nuestra intimidad, en lo que existencialmente nos está ocurriendo y los diversos modos de enfrentarnos a la angustia, el aburrimiento, el cansancio, la depresión y las recurrentes incertidumbres sobre lo que advendrá una vez que salgamos de la cuarentena. También están los que se dedican a recorrer el amplio catálogo de las mil estrategias que se han ido montando para hacer de la cuarentena la oportunidad de descubrir mejores formas de vivir y de sentir: ejercicios de yoga, meditación, danzas solitarias, pinceladas que nos devuelven a los dibujos de la infancia, lecturas que nos permiten regresar y avanzar por territorios conocidos y desconocidos, videollamadas de todo tipo que simulan una cercanía que no existe, música que regocija el alma y abre los sentidos, cine de ayer y de hoy que multiplica los flashbacks, series que se consumen con la velocidad del rayo, sexualidad compartida o solitaria hasta alcanzar una multiplicidad de prácticas que se dedican a la disección de cada día de nuestras vidas enclaustradas y de las que quizás aprendemos lo que habíamos olvidado o nunca supimos. Hay otros que intentan relacionar lo micro y lo macro, las novedades de una cotidianidad sorprendente con la busca de explicaciones que vayan más allá de los lugares comunes con los que nos atosigan los medios de comunicación; que se afanan por indagar por detrás y por debajo de lo evidente o de lo reiteradamente dicho, que se interrogan por un sistema –el capitalismo– que, a la luz de la pandemia, ofrece su dimensión real con una crudeza que antes no se había visto –o no habíamos querido ver– de modo tan brutal y descarnado. Pero también los que se preocupan por el daño social y ambiental, los que tratan de penetrar en las estructuras productivas que están en el núcleo del interfaz entre los humanos y los no humanos, los que deshacen la madeja de ocultamientos y de responsabilidades tratando de diseñar otras prácticas posibles e imprescindibles si es que se quiere salir de verdad de esta reiteración cada día más virulenta. Es decir, salir tanto de una mirada desdeñosa que no quiere mirar más allá de sus narices ni comprometerse con una crítica a fondo de las causas del Covid-19 y que se vuelve cómplice de los poderes económicos y políticos que buscarán la continuidad de lo mismo como lo hicieron en el 2008, como de cierta perspectiva naïf que se solaza en las transformaciones supuestas de una subjetividad que descubre mundos que desconocía pero sin interrogarse por la violencia sistémica de un capitalismo que nos ha conducido al desastre. ¡Nada más tragicómico que terminar por convertir la cuarentena en un interminable libro de autoayuda!
Estoy convencido de que se trata de abarcar, desde una mirada crítica, tanto la dimensión de la intimidad –sus experiencias novedosas en estas semanas de aislamiento capaces de abrirnos hacia formas de espiritualidad valiosas– como la que intenta preguntar por el orden de las cosas, por la enormidad de lo que está sucediendo y de qué manera impacta en nuestra historicidad social, política, económica, ambiental y cultural. Preguntas que se enfrentan a grandes dificultades porque se han acabado las recetas teóricas, o que se acercan a cuestiones que no pueden ser nombradas bajo el paradigma de la razón científico-técnica y que cuestionan el núcleo de nuestra civilización. Que se preguntan si «hay mundo por venir», si la catástrofe está delante nuestro o si ya ha acontecido. Que indagan por la era del Antropoceno y sus consecuencias más que evidentes: la que comenzó con la Revolución industrial y la explotación a destajo de los combustibles fósiles transformando los hidrocarburos en el eje de la producción de energía barata, y que colocó por primera vez en la historia al ser humano en condiciones de producir una sexta extinción de especies animales y vida vegetal en el planeta como consecuencia del calentamiento global, el dióxido de carbono y todos sus efectos que abarcan la biosfera y los mares. Que no pueden aceptar el azar como respuesta a la infección global ni hacerse los distraídos ante la proliferación de una industrialización cruel y suicida de la vida animal para supuesto beneficio de los humanos. Preguntas que buscan confluencias, cruces, intercambios y diferencias entrelazadas como estrategia para entender mejor la magnitud de lo que nos está ocurriendo y de lo que ya nos ocurrió. Walter Benjamin decía que «había que pasarle el cepillo a contrapelo a la Historia» para, de ese modo, hacer que saltaran las virutas que nos permitiesen comprender lo que el poder buscó siempre borrar: la memoria de los vencidos y la violencia ejercida sobre ellos. Hoy diríamos que se trata de pasarle el cepillo a contrapelo a un sistema de la economía-mundo que nos ha conducido a una encrucijada civilizatoria que, nunca como ahora, nos enfrenta al peligro del fin, pero que también nos provoca, con sus señales, para que aprendamos de lo que nos está conmoviendo y seamos capaces de torcer el rumbo que nos lleva hacia el precipicio. Me gustaría, por lo tanto, regresar sobre algunas de estas cuestiones que han aparecido en páginas anteriores, sabiendo que son posibles las reiteraciones, aunque, eso espero, no sean una mera repetición de lo ya dicho. Aspiro a que sean capaces, en su recurrencia, de ofrecernos otra vuelta de tuerca para aquello que, cada día que pasa, nos toca de un modo semejante y diferente, como si pudiésemos ampliar el campo de la indagación regresando sobre mucho de lo ya señalado. Vayamos, una vez más, hacia la interfaz entre lo humano y lo animal, a lo que moviliza lo invisible –virus, bacterias, microbios– que está en el origen de la vida y de la muerte.
«No es el hecho –escribe la antropóloga Els Lagrou, haciendo referencia a comunidades indígenas, en particular al pueblo de los murciélagos– de que los humanos coman su caza la causa de las epidemias. Las epidemias son el resultado de la deforestación y de la extinción de los animales que antes eran sus hospederos simbióticos. Las epidemias son también el resultado de una relación extractivista de las grandes ciudades con las selvas. Ellas surgen en las franjas de las selvas amenazadas, en los intersticios de la fricción interespecie, y desde allá son rápidamente transportadas al mundo entero a través de camiones, barcos y aviones. No es solamente el estrés causado a la caza lo que provoca pandemias; otros animales también sufren y causan enfermedades. Estos son prisioneros de otra área intersticial entre la selva y la ciudad, el área rural del gran agronegocio alimenticio, notoria por el surgimiento de nuevas gripes virulentas que pueden convertirse en pandemias. Es en los grandes criaderos industrializados de gallinas y cerdos confinados donde surgieron hace algunos años la llamada “gripe porcina” y otras que fueron un anuncio del virus que observamos hoy». Un aquelarre en el que se experimenta con estrategias industriales que han acelerado y potenciado una interfaz que no terminará con el Covid-19 ni con el descubrimiento de la vacuna que supuestamente hará que la humanidad suspire aliviada y crea que puede volver a las andadas como si nada hubiera pasado. Olvidar es criminal. Dar vuelta a la página y seguir ciegamente por el camino hasta ahora recorrido no conduce a otro lugar que hacia el desastre final. Lagrou se adentra en las consecuencias de un proyecto de civilización que hizo de lo humano una máquina insaciable que no se detuvo ante nada. Que transgredió todos los límites allí donde construyó un sistema, el capitalista, capaz de reproducirse a sí mismo sin línea de discontinuidad ni de fin (siempre recuerdo un ensayo de Jean Baudrillard en el que el filósofo francés relata la experiencia con unas células cancerígenas particularmente virulentas que se reproducían de modo infinito, ya que el cáncer supone el “olvido de morir” de las células; fantástica metáfora para reflexionar sobre el capitalismo y su deseo de inmortalidad). Pero sigamos con Lagrou, que extrae algunas conclusiones perturbadoras que nos permiten poner blanco sobre negro las relaciones entre el capitalismo, el daño ambiental y el Covid-19:
La reacción en red planetaria a la nueva pandemia, que se esparce por el aire en gotitas invisibles, transforma nuestros cuerpos en campos de batalla invisibles donde es, a veces, la propia autodefensa, la reacción excesiva de nuestro sistema inmunológico a los invasores, lo que mata las células vitales y acaba destruyendo órganos. O sea, cuando el sistema está muy estresado, se autoconsume. No es el hecho de comer cerdos, murciélagos, gallinas o pangolines lo que causa epidemias mundiales, sino el modo en que la civilización mundial, que se alimenta del crecimiento sin fin de las ciudades sobre las florestas, los árboles y sus habitantes, dejó de escuchar la rebelión, no de los objetos, sino de los animales, de las plantas y de Gaia. O, como diría Ailton Krenak, las personas fueron alienadas y arrancadas de la tierra que está viva y con la cual es preciso dialogar, convivir.
No es posible intentar pensar lo que nos está sucediendo como sociedad y como vivientes en la Tierra compartida con infinidad de otros pueblos, si es que no asumimos una perspectiva holística capaz de permitirnos relacionar e integrar lo que generalmente separamos en función de una racionalidad que opera bajo el principio de la especialización. Así como el capitalismo ha devenido la primera forma global a la que se puede denominar «economía-mundo» –siguiendo las huellas dejadas por los estudios de Immanuel Wallerstein–, forma capaz de integrar con sus redes de producción, de comercialización y de logística a todo el planeta, también ha puesto en evidencia que algo que sucede en el lado opuesto de la geografía planetaria se vuelve inmediatamente mundial, haciendo polvo las fronteras artificiales de las naciones y colapsando diferentes sistemas estatales mejor o peor preparados, por ejemplo, para afrontar la pandemia. Pero también nos muestra el modo como todo está entrelazado, siguiendo, en alguna medida, lo que sucede con la vida. Cada acción que vino desplegando el capitalismo, en los últimos 300 años, ha tenido consecuencias que afectan a la totalidad del planeta y a sus vivientes, del mismo modo que redefinió la travesía de los humanos y sus vínculos con la vida en general. Hoy, cuando los hornos candentes de la economía-mundo se han detenido por causa de un virus, descubrimos, no sin cierto azoramiento, aquello que otros pueblos humanos –los de las selvas y los bosques, los más antiguos que tozudamente resistieron y resisten a la máquina civilizatoria que todo lo aplana volviéndolo homogéneo– saben desde siempre: que somos partes de un todo, de un mundo, que está vivo, con el que tenemos que aprender a «dialogar y a convivir». Cuando la catástrofe se nos presenta en su cruda dimensión, nuestros ojos, acostumbrados sólo a ver lo que el sistema quiere que veamos, de repente comienzan a ver lo que antes no se veía. ¿Se abre un horizonte?
Una de las consecuencias, ahora mismo, del Covid-19 ha sido que estamos en mejores condiciones para escuchar a quienes desde hace bastante tiempo vienen alertando sobre un modo de producción e industrialización propio de una civilización basada en la valorización mercantil, que trae –junto con una supuesta abundancia de bienes listos para ser consumidos– una virulencia autodestructiva que se manifiesta en generar o amplificar las condiciones para este tipo de pandemia. Buscando la inmortalidad, acabamos por encontrarnos con nuestra indefensión. En lo que señala Els Lagrou no sólo encontramos la posibilidad de deconstruir el funcionamiento de un sistema que nos conduce hacia el abismo, sino que también nos desafía a que busquemos, ahora y no mañana cuando sea tarde, otras estrategias de convivencia con la «tierra que está viva». Porque, así como el neoliberalismo ha generado una desigualdad inconcebible que acaba por amplificar todos los problemas de la economía y de su falta de crecimiento, la reducción de la naturaleza a mero objeto de intercambio y extracción acelera la reacción de la vida contra el intento de someterla a una industrialización destructiva. No se trata de convertir la pandemia en una rebelión de lo invisible e infinitesimal, sino de comprender que la Tierra tiene recursos que desconocemos a la hora de recomponer el daño que le causamos. Que si seguimos tratándola como si fuera un mero objeto, algo sin vida, un pedazo de piedra en la vastedad cósmica, la respuesta, como ya lo vamos sintiendo desde que se volvió inconfundible la presencia del calentamiento global, será sacudirse de su seno aquello que la incomoda y molesta. No sabemos, ni nunca llegaremos a saber, cuándo, cómo y por qué –si es que tuviera algo así como una finalidad explícita que pudiera ser comprendida desde nuestro logos– Gaia responderá a la intromisión del Antropoceno. Lo que sí estamos en condiciones de saber, y, por lo tanto, de actuar en consonancia, es que vivimos en el interior de la catástrofe, que no es cuestión de estar a su espera o de negarla, porque lo que hoy nos está conmoviendo y atemorizando no es más que una de las manifestaciones de esa intromisión. «Lo que viene –escribe Bruno Latour–, Gaia, debe aparecer como una amenaza, porque es el único medio para volvernos sensibles a la mortalidad, a la finitud, a la “negación existencial”, a la simple dificultad de ser en esta Tierra. Es el único medio para hacernos conscientes del Nuevo Régimen Climático. Sólo la tragedia puede permitirnos estar a la altura de este acontecimiento.» Más adelante volveré sobre lo que significa esta tragedia –la del Covid-19–, que nos abre los ojos para que aprendamos a mirar de otro modo la vida en la Tierra y a la propia Gaia, ya que «los fuegos de artificio del Apocalipsis no están aquí –continúa Latour– para prepararnos para una elevación extática hacia el Cielo, sino, al contrario, para evitarnos ser expulsados por la Tierra, que reacciona a nuestros esfuerzos de dominación. Hemos comprendido mal el mandato: no había que traer el Cielo sobre la Tierra, sino antes ocuparnos, gracias al Cielo, de la Tierra.» Y concluye el epistemólogo francés de modo tajante: «No podemos seguir creyendo en el antiguo futuro (si queremos tener un porvenir). Eso es lo que entiendo por “afrontar a Gaia”, quedar cara a cara con el planeta». Invertir los términos que fijó la Ilustración burguesa si es que queremos seguir habitando nuestra casa. Y no es cuestión de abrazar ideologías arcaizantes y reaccionarias como respuesta a la «intrusión de Gaia», creyendo que se puede regresar a un mundo que ya no existe ni puede volver a existir. Pero tampoco se puede ni es deseable seguir conjurando el mantra del progreso como si no pudiéramos comprender que por ese camino la barbarie terminará por arrasarnos. Algo inesperado nos ha conmovido hasta el fondo del alma: aprendamos a leer sus señales, que no han dejado de ser abundantes en las últimas décadas.
En su libro ¿Hay un mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro exploraron las literaturas del fin del mundo, las distopías del cine y la literatura, los recurrentes informes de biólogos, climatólogos y científicos en general sobre la inminencia de la catástrofe climática, y las agudas reflexiones de Bruno Latour, que en su obra –como lo acabo de reseñar– viene sosteniendo una mirada muy crítica de lo que él llama la episteme de «los modernos» y su cristalización antropocénica. Hicieron un apretado resumen de los problemas, cada vez más graves, de una civilización agotada en su afán de apropiarse de los recursos del planeta para sostener su ritmo frenético de consumo sustentado en el extractivismo y las energías baratas de origen fósil que están en la base del modo de producción capitalista. «Toda esta floración disfórica –escriben– se ubica a contracorriente del optimismo “humanista” predominante en los últimos tres o cuatro siglos de la historia de Occidente. Preanuncia, si es que no refleja ya, algo que parecía estar excluido del horizonte de la historia en cuanto epopeya del Espíritu: la ruina de nuestra civilización global en virtud de su hegemonía indiscutible, un ocaso que podrá arrastrar consigo considerables porciones de la población humana.» Ya no se trata de una alerta, ni es apenas un gesto cansado de quien habla en el desierto, se trata, antes bien, de una sombría descripción que cada día tiene más interlocutores atentos a la oscura verdad que evidencia una corriente crítica que viene ampliándose desde hace varios años, pero que recién en los últimos tiempos –dominados por el miedo del fin, de las consecuencias horrorosas del calentamiento global y, en estos meses, de la llegada del Covid-19– encuentra resonancias significativas y una atención que crece. Hoy plantear la posibilidad de estar asistiendo al colapso de la civilización no resulta el producto de un grupo de descabellados o de apocalípticos que afirman que llegó nuestra hora y se lanzan en masa al precipicio. Personas confiables y serias, científicos galardonados, políticos con liderazgo, intelectuales reconocidos, prestan atención a las señales, cada vez más alarmantes, del desastre. «[…] por su naturaleza, el colapso inminente –prosiguen nuestros autores– alcanzará a todos, de una u otra forma (y ya no sólo a las poblaciones más pobres y marginales, las que viven en “los guetos y basureros geopolíticos del sistema mundial”). Por eso, no son sólo las sociedades que integran la civilización dominante, de matriz occidental, cristiana, capitalista-industrial, sino...