Capítulo V
Solo un Dios sufriente puede salvarnos
Slavoj Žižek
En la actualidad, la cuestión esencial que cabe plantearse en torno a la religión es la de intentar saber si todas las experiencias y prácticas religiosas tienen cabida dentro de la conjunción de verdad y sentido. El mejor punto para comenzar esa investigación es aquel en el que la religión se enfrenta a un trauma, a un golpe que disuelve el vínculo entre verdad y significado, a una verdad tan traumática que se resiste a quedar integrada en el universo del sentido. Antes o después, no hay teólogo que no se enfrenta al problema de reconciliar la existencia de Dios con la Shoah o con un mal excesivo similar. ¿Cómo reconciliar la existencia de un Dios bueno y todopoderoso con el aterrador sufrimiento de millones de inocentes, como los niños asesinados en cámaras de gas? Sorprendentemente (o no), las respuestas teológicas ofrecen una extraña sucesión de tríadas hegelianas. Los que quieren mantener intacta la soberanía divina y, por tanto, deben atribuir a Dios la responsabilidad plena de la Shoah ofrecen primero (1) la teoría «legalista» del pecado y el castigo (la Shoah tiene que ser un castigo a los pecados cometidos por la humanidad –o por los propios judíos– en el pasado); a continuación, pasan a (2) la teoría «moralista» de la formación del carácter (hay que comprender la Shoah como la historia de Job, es decir, como la prueba más radical planteada a nuestra fe en Dios: si la superamos, seremos inconmovibles…); por último, se refugian en una especie de «juicio infinito» que salvará las cosas después de que toda medida común entre la Shoah y su sentido se haya derrumbado, apelando a (3) la teoría del misterio divino (en la que hechos como la Shoah atestiguan el abismo inconmensurable de la voluntad divina). De acuerdo con el lema hegeliano de un misterio redoblado (el misterio que es Dios para nosotros tiene que ser también un misterio para Dios mismo), la verdad de este «juicio infinito» solo puede radicar en negar la soberanía plena y la omnipotencia de Dios.
La siguiente tríada es la propuesta por quienes, incapaces de combinar la Shoah con la omnipotencia divina (¿cómo pudo dejar Dios que aquello sucediera?) optan por alguna forma de limitación divina: (1) Dios se plantea directamente como finito, o, al menos, como limitado, no como omnipotente ni omniabarcador: se ve abrumado por la densa inercia de su propia creación; (2) esta limitación se refleja luego en Dios mismo como si fuera un acto libre: Dios se ha autolimitado, ha constreñido voluntariamente su poder para dar vía libre a la libertad humana, de modo que los responsables del mal en el mundo somos nosotros, los seres humanos; en resumen, fenómenos como la Shoah son el precio que en última instancia hay que pagar por el don divino de la libertad; (3) por último, la autolimitación se exterioriza, los dos momentos se plantean como autónomos: Dios se ve acosado, en el mundo existe una fuerza que le hace frente, un principio maligno, demoníaco (la solución dualista).
Esto nos lleva a la tercera posición, que va más allá de las dos primeras (el Dios soberano, el Dios finito): la de un Dios sufriente; no un Dios triunfal, que al final siempre gana, porque, aunque «sus caminos sean inescrutables», maneja siempre los hilos, ni un Dios que ejerce una fría justicia, porque, por definición, tiene razón siempre, sino un Dios que agoniza como Jesucristo en la cruz, que asume la carga del sufrimiento, en solidaridad con la miseria humana. Ya Schelling escribió: «Dios es una vida, no solo un ser. Pero toda vida tiene un destino y está sujeta al sufrimiento y el devenir […]. Sin la idea de un Dios que sufre como un ser humano […] la Historia entera resulta incomprensible». ¿Por qué? Porque el dolor de Dios entraña que forma parte de la historia, que la historia lo afecta, que no es solo un Amo trascendente que maneja los hilos desde arriba. El dolor de Dios entraña que la historia humana no es solo un teatro de sombras, sino el espacio de la lucha real, una lucha en la que participa lo Absoluto y se decide su destino. Este es el trasfondo filosófico de la profunda idea de Dietrich Bonhoeffer según la cual, después de la Shoah, «solo un Dios sufriente puede ayudarnos», atinado suplemento del «Ya solo un Dios puede salvarnos» de Heidegger en su última entrevista. Por tanto, hay que entender de forma literal la afirmación de que «el sufrimiento indescriptible de los seis millones de muertos es también la voz del sufrimiento de Dios»: el exceso de este sufrimiento comparado con toda medida humana lo hace divino. Recientemente, Jürgen Habermas expresó de forma sucinta esa paradoja: «El efecto de los lenguajes seculares que simplemente eliminan lo que una vez quiso decirse es la irritación. Cuando el pecado se convirtió en culpa y la falta a los mandamientos divinos se transformó en contravención de leyes humanas, algo se perdió».
Por eso, las reacciones seculares-humanistas ante fenómenos como la Shoah o el gulag (entre otros) nos parecen insuficientes: para alcanzar el nivel de dichos fenómenos, necesitamos algo mucho más fuerte, muy similar a la idea religiosa de una catástrofe o perversión cósmica en la que el propio mundo queda dislocado. Cuando nos enfrentamos a un fenómeno como la Shoah, la única reacción apropiada consiste en preguntarse por qué los cielos no se oscurecieron (como reza el título del libro de Arno Mayor). Ahí reside la paradoja de la importancia teológica de la Shoah: aunque se la suele concebir como el problema teológico por antonomasia (si existe Dios y es un dios bueno, ¿cómo pudo permitir tamaño horror?), solo la teología puede proporcionar un marco que nos permita aproximarnos a las dimensiones de la catástrofe. El fracaso de Dios no deja de ser el fracaso de Dios.
Recordemos la segunda de las tesis sobre la filosofía de la historia de Benjamin: «El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra». ¿Es posible seguir afirmando este «débil poder mesiánico» ante la Shoah? ¿En qué sentido señala la Shoah a una redención que está por llegar? ¿Acaso el sufrimiento de las víctimas de la Shoah no es una especie de gasto absoluto del que no cabe explicación, redención, atribución de sentido? En este punto entra en juego el sufrimiento de Dios: lo que señala es el fracaso de toda Aufhebung del sufrimiento. Aquí resuena, más que la tradición judía, la enseñanza protestante por antonomasia: no hay un acceso directo a la libertad/autonomía; entre la relación de intercambio amo/esclavo del hombre y Dios y la afirmación plena de la libertad humana, tiene que darse un estadio intermedio de humillación absoluta en el que el hombre quede reducido a la condición de puro objeto del insondable capricho divino. ¿Acaso no constituyen las tres grandes versiones del cristianismo una especie de tríada hegeliana? En la serie formada por la Iglesia ortodoxa, el catolicismo y el protestantismo, cada nuevo término es una subdivisión, un desgajamiento de una unidad previa. Es posible designar esta tríada (Universal-Particular-Singular) mediante tres figuras fundadoras representativas (Juan, Pedro, Pablo) y tres pueblos (el eslavo, el latino y el alemán). En la Iglesia ortodoxa, tenemos la unidad sustancial del texto y el cuerpo de creyentes, razón por la que a estos se los permite interpretar el Texto sagrado: el Texto vive en ellos, no está fuera de la Historia viva como su modelo ejemplar; la sustancia de la vida religiosa es la propia comunidad cristiana. El catolicismo representa la alienación radical: la entidad que media entre el sagrado Texto fundador y el cuerpo de creyentes, la Iglesia, la institución religiosa, recupera plena autonomía. La autoridad suprema reside en la Iglesia, razón por la que tiene el derecho de interpretar el Texto; el Texto se lee durante la misa en latín, una lengua que la mayoría de los creyentes no comprende, e incluso se considera un pecado que estos lo lean directamente, prescindiendo de la guía del sacerdote. Por último, para el protestantismo, la única autoridad es el Texto mismo, y todos los creyentes deben entrar en contacto directo con la Palabra de Dios recogida en el Texto; el mediador (lo Particular) desaparece, se vuelve insignificante, lo que permite al oyente adoptar la posición de un «Singular universal», del individuo en contacto directo con la Universalidad divina, eludiendo el papel mediador de la Institución particular. Estas tres actitudes cristianas suponen también tres formas distintas de presencia de Dios en el mundo. Empezamos con el universo creado, que refleja directamente la gloria de su Creador: toda la riqueza y la belleza de nuestro mundo atestigua el poder creativo de la divinidad, y las criaturas, si no están corruptas, dirigen naturalmente su mirada hacia Dios… El catolicismo abraza una lógica más sutil, la de «la figura de la alfombra»: el Creador no está directamente presente en el mundo, hay que discernir sus huellas en detalles que escapan a una mirada superficial; Dios es como un pintor que se separa de su obra una vez acabada y señala su autoría con una firma apenas distinguible en la orilla del cuadro. Por último, el protestantismo afirma la ausencia radical de Dios del universo, de este mundo gris que se mueve como un mecanismo ciego y en el que la presencia de Dios solo resulta discernible en las intervenciones directas de la gracia, que perturban el curso habitual de las cosas.
Sin embargo, esta reconciliación solo resulta posible cuando la alienación ha llegado al extremo: a diferencia de la idea católica de un Dios protector y amante con el que podemos comunicarnos e incluso negociar, el protestantismo parte de la idea de que Dios carece de toda «medida común» con el hombre, de que Dios es un Más Allá impenetrable que distribuye la gracia de forma completamente contingente. Es posible descubrir las huellas de esta plena aceptación de la autoridad caprichosa e incondicional de Dios en una de las últimas canciones que Johnny Cash grabó poco antes de morir, «The Man Comes Around», que presenta de manera ejemplar la angustia propia del baptismo del sur de los Estados Unidos:
Ha venido un hombre que se dedica a apuntar nombres
y decide a quién liberar y a quién condenar
no todo el mundo será tratado igual
una escalera dorada descenderá
cuando venga el Hombre
Los pelos de tus brazos se te pondrán de punta
por el terror que cada sorbo te provocará
¿beberás de la última copa que te ofrecerán
o desparecerás en la fosa común
cuando venga el Hombre?
Escucha las trompetas y las gaitas
el canto de cien millones de ángeles
las multitudes marchan al son del gran timbal
voces que llaman, voces que lloran
unos nacen, otros mueren
es el juicio final del alfa y el omega
Y el torbellino está en el espino
las vírgenes están recortando las mechas
el torbellino está en el espino
te resulta difícil rebelarte
Hasta el Armagedón no habrá shalam ni shalom
entonces la gallina llamará a sus polluelos
el sabio se inclinará ante el trono
y a Sus pies arrojarán sus coronas doradas
cuando venga el Hombre
Que el injusto lo siga siendo
que el recto lo siga siendo
que el inmundo lo siga siendo
La canción trata de Armagedón, el fin del mundo, en el que Dios descenderá y celebrará el Juicio Final, que la letra presenta como un acto de terror puro y arbitrario: Dios parece el Diablo en persona, una especie de delator político, un hombre que «ha venido» y provoca consternación «apuntando nombres», decidiendo quién se salva y quién se condena. La descripción evoca la escena de una fila de personas a las que les aguarda un interrogatorio brutal, y al delator apuntando a los que hay que torturar: no hay piedad, perdón de los pecados, júbilo; cada cual permanece atrapado en su papel: el hombre justo y el hombre inmundo siguen siendo lo que son. En esta proclamación divina, no se nos juzga de manera justa; se nos informa desde fuera, como si nos enteráramos de una decisión arbitraria, de si somos justos o pecadores, de si estamos salvados o condenados; la decisión nada tiene que ver con nuestras cualidades intrínsecas. Y, una vez más, este oscuro exceso de un despiadado sadismo divino –excesivo frente a la imagen de un Dios severo pero justo– es un negativo necesario, un envés del exceso del amor cristiano sobre la Ley judía: el amor que suspende la Ley se acompaña necesariamente de la crueldad arbitraria que también suspende la Ley.
Lutero propuso directamente una definición excremental del hombre: el hombre es como una mierda divina, salida del ano de Dios. Por supuesto, cabe plantearse la pregunta de si Lutero no elaboró su nueva teología porque estaba atrapado en un ciclo superyoico violento y extenuante: cuanto más actuaba, se arrepentía, se castigaba, se torturaba, hacía buenas acciones, etc., más culpable se sentía. Eso le convenció de que las buenas acciones son acciones calculadas, viles, egoístas: lejos de agradar a Dios, provocan su ira y llevan a condenarse. La salvación procede de la fe: solo nuestra fe, la fe en Jesucristo como salvador, nos permite salir del atolladero superyoico. Sin embargo, su definición «anal» del hombre no es simplemente el resultado de la presión superyoica que le llevó a humillarse. Estamos ante algo más complejo, porque solo dentro de esta lógica protestante de la identidad excrementicia del hombre se puede formular el verdadero significado de la encarnación. En la Iglesia ortodoxa, Jesucristo pierde en última instancia su condición excepcional: su propia idealización, su elevación a la categoría de noble modelo, lo reduce a no ser...