VII
La naturaleza del medio ambiente
Dialéctica de los cambios sociales y medioambientales
Alrededor del «Día de la Tierra» de 1970, recuerdo haber leído un número especial de la revista Fortune sobre el medio ambiente. Celebraba la escalada de la preocupación medioambiental como una «cuestión no clasista» y el presidente Nixon, invitado a dar su opinión en un editorial, advertía que las generaciones futuras nos juzgarían sobre todo por la calidad del medio ambiente que habían heredado. El propio «Día de la Tierra» asistí a un mitin en el campus en Baltimore y escuché varios discursos entusiastas, principalmente de radicales blancos de clase media, atacando la falta de preocupación por las cualidades del aire que respiramos, el agua que bebemos y la comida que consumimos, y lamentando el enfoque materialista y consumista que estaba provocando el agotamiento de todo tipo de recursos y la degradación medioambiental. Al día siguiente fui a la Left Bank Jazz Society, un lugar popular frecuentado por familias afroamericanas de Baltimore. Los músicos intercalaron entre sus piezas diversos comentarios sobre el deterioro del medio ambiente. Hablaron también de la falta de empleos, las viviendas precarias, la discriminación racial y la decadencia de las ciudades, culminando con la proclamación, que hizo estallar a la audiencia en un paroxismo de vítores, de que su principal problema medioambiental era el presidente Richard Nixon.
Lo que me llamó la atención en aquel momento, y lo que sigue sorprendiéndome, es que la «cuestión medioambiental» significaba necesariamente cosas muy diferentes para distintas personas, y que en conjunto abarcaba literalmente todo lo que existe. Los dirigentes empresariales se preocupan por el entorno político y legal, los políticos por el entorno económico, los ciudadanos por el entorno social, los delincuentes, sin duda, por el entorno de la aplicación de la ley y los industriales contaminantes por el entorno regulatorio. Que una sola palabra se use de tantas maneras demuestra su incoherencia fundamental como concepto unitario. Sin embargo, al igual que sucede con la palabra «naturaleza», cuya idea «contiene, aunque a menudo no se aprecie, una extraordinaria cantidad de historia humana […] complicada y cambiante, del mismo modo que cambian las ideas y las experiencias», los usos que se dan a la palabra «entorno» resultan instructivos. El aspecto «inadvertido» de esto plantea dificultades particulares, no obstante, porque siempre es difícil detectar las «suposiciones insuficientemente explícitas, o los hábitos mentales más o menos inconscientes, que operan en el pensamiento de un individuo o una generación», pero que definen «las tendencias intelectuales dominantes de una era». Lovejoy prosigue:
Debido en gran parte a sus ambigüedades, las simples palabras son capaces de una acción independiente como fuerzas en la historia. Un término, una frase, una fórmula, gana uso o aceptación porque uno de sus significados, o de los pensamientos que sugiere, es compatible con las creencias o las pautas de valor prevalecientes. Los gustos de cierta época pueden ayudar a alterar las creencias, las normas de valor y las preferencias, porque otros significados o implicaciones sugeridas, sin que quienes emplean estas palabras lo aprecien claramente, se convierten gradualmente en elementos dominantes de su significado. La palabra «naturaleza», no hace falta decirlo, es el ejemplo más extraordinario de ello.
La batalla contemporánea sobre palabras como «naturaleza» y «medio ambiente» no es una cuestión meramente semántica, sino uno de los ejes principales del conflicto político, aunque es en el ámbito de la ideología donde «cobramos conciencia de las cuestiones políticas y luchamos por ellas». La lucha surge precisamente porque palabras como «naturaleza» y «medio ambiente» transmiten una comunidad y universalidad de pensamiento, que precisamente debido a su ambigüedad está abierta a una gran diversidad de interpretaciones. «Medio ambiente» es lo que rodea o, para ser más precisos, lo que existe en el entorno de algún ser y es relevante para el estado de ese ser en un momento particular. Dicho sencillamente, la «ubicación» de un ser y sus condiciones y necesidades internas tienen que ver tanto con la definición de su medio ambiente como con las propias condiciones circundantes, mientras que los criterios de relevancia también pueden variar ampliamente. Sin embargo, cada uno de nosotros se halla situado en un «medio ambiente» y todos tenemos por tanto cierta idea de lo que es un problema medioambiental.
Sin embargo, en los últimos años ha surgido cierto consenso que circunscribe los problemas medioambientales a un subconjunto particular de posibles significados, centrándose principalmente en la relación entre la actividad humana y (a) el estado o la «salud» del bioecosistema que sostiene esa actividad; (b) las cualidades específicas de ese ecosistema, como el aire, el agua, el suelo y los paisajes; y (c) las cantidades y calidades de los recursos naturales básicos para dicha actividad, incluidos los activos reproducibles y no renovables. Pero incluso interpretaciones levemente biocéntricas desafiarían la división entre «naturaleza» y «cultura» implícita en ese consenso. La consiguiente división entre «medioambientalistas», que adoptan una actitud externa y a menudo administrativa hacia el medio ambiente, y «ecologistas», que ven las actividades humanas como parte de la naturaleza, se está volviendo políticamente conflictiva. En cualquier caso, hay una creciente aceptación pública de la idea de que gran parte de lo que llamamos «natural», al menos en lo que se refiere a la ecología superficial del globo y su atmósfera, ha sido significativamente modificada por la acción humana. La distinción entre entornos construidos de las ciudades y entornos humanamente modificados de regiones rurales e incluso remotas parece pues arbitraria, excepto como una manifestación particular de una distinción ideológica bastante antigua entre el campo y la ciudad. Sin embargo, ignoramos el poder ideológico de esa distinción y el riesgo que conlleva, ya que bajo mucha retórica ecologista subyace un sesgo generalizado antiurbano.
En lo que sigue trataré de establecer una posición teórica desde la cual intentaré interpretar las cuestiones medioambientales en el sentido más bien circunscrito que ahora atribuimos a ese término.
El problema
Comenzaré con dos citas.
Abusamos de la tierra porque la consideramos como una mercancía que nos pertenece. Cuando veamos la tierra como una comunidad a la que pertenecemos, podemos comenzar a utilizarla con amor y respeto.
Allí donde el dinero no es él mismo la entidad comunitaria, disuelve necesariamente la entidad comunitaria […] El supuesto elemental de la sociedad burguesa es que el trabajo produce inmediatamente el valor de cambio, en consecuencia dinero, y que del mismo modo el dinero también compra inmediatamente el trabajo, y por consiguiente al obrero, pero sólo si él mismo, en el cambio, enajena su actividad […] Por lo tanto el dinero es inmediatamente la comunidad, en cuanto que es la sustancia universal de la existencia para todos, y al mismo tiempo el producto social de todos.
Desde la perspectiva de Marx, la ética de la tierra que preconiza Leopold parece una búsqueda desesperada en una sociedad burguesa donde prevalece la comunidad del dinero; su prevalencia implicaría necesariamente la construcción de un modo de producción y consumo alternativo al del capitalismo. La claridad y las cualidades evidentes de ese argumento no han conducido, curiosamente, a un acercamiento inmediato entre la política ecologista/medioambientalista y la socialista; las dos se han mantenido en general enfrentadas, y el examen de las dos citas revela por qué. Leopold define un campo de pensamiento y acción fuera de las estrechas restricciones de la economía; es una forma de pensar mucho más biocéntrica. La política de la clase trabajadora y su empeño particular en revolucionar los procesos político-económicos se ve entonces como una perpetuación más que como una resolución del problema, tal como lo define Leopold. Lo mejor que la política socialista puede lograr, se argumenta a menudo, es una política medioambientalista (instrumental y administrativa) más que una política ecologista. En el peor de los casos, el socialismo se inclina hacia los llamados proyectos «prometeicos» en los que se supone que la «dominación» de la naturaleza es posible y deseable.
Mi preocupación en este ensayo es ver si hay formas de superar ese antagonismo y convertirlo en un elemento creativo más que en una tensión destructiva. ¿Hay o debería haber algún lugar para una visión claramente «ecológica» de la política socialista progresista? Y si es así, ¿cómo debería ser? Empiezo por la pregunta de cómo puede valorarse socialmente la «naturaleza».
Valores monetarios
¿Podemos adscribir valores monetarios a la «naturaleza»? y, de ser así, ¿cómo y por qué? Hay tres argumentos a favor de hacerlo:
1. El dinero es el medio por el que todos, en la práctica diaria, valoramos aspectos significativos y muy extendidos de nuestro entorno. Cada vez que compramos una mercancía, entramos en un circuito de transacciones monetarias y mercantiles mediante las cuales se asignan valores monetarios (o, lo que es igualmente importante, no se asignan a los bienes libres con precio nulo) a los recursos naturales o las características ambientales significativas utilizadas en la producción y el consumo. Todos participamos (ya tengamos una mentalidad ecologista o no) en esas valoraciones monetarias sobre la naturaleza en virtud de nuestras prácticas diarias.
2. El dinero es la única vara de medir el valor, bien entendida y universal, que tenemos actualmente. Todos lo utilizamos y poseemos una comprensión tanto práctica como intelectual de lo que significa. Sirve para comunicar a los demás nuestras apetencias, necesidades y opciones, preferencias y valores, incluidos los que se adscribirán específicamente a la naturaleza. La comparabilidad de diferentes proyectos ecológicos (desde la construcción de presas hasta las medidas de conservación de la vida silvestre o de la biodiversidad) depende de la definición de un criterio común (implícito o reconocido) para evaluar si uno es preferible a otro. No se ha ideado todavía ninguna alternativa al dinero satisfactoria o universalmente aceptada. El dinero, como señaló Marx, es un nivelador cínico, que reduce un maravilloso mundo ecosistémico multidimensional de valores de uso, deseos y necesidades humanas, así como de significados subjetivos, a un común denominador que todos pueden entender.
3. En nuestra sociedad particular el dinero es el lenguaje básico (aunque no el único) del poder social, y hablar en términos de dinero siempre es hablar en una lengua que los poseedores de ese poder aprecian y entienden. Pretender cualquier acción en cuestiones medioambientales a menudo requiere no sólo que articulemos el problema en términos universales (dinerarios) qu...