Disonancias / Introducción a la sociología de la música
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Disonancias / Introducción a la sociología de la música

Obra completa, 14

Theodor W. Adorno, Gabriel Menéndez Torrellas

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Disonancias / Introducción a la sociología de la música

Obra completa, 14

Theodor W. Adorno, Gabriel Menéndez Torrellas

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En Disonancias e Introducción a la sociología de la músicaAdorno expone sus consideraciones sociológico-musicales sobre las que desarrolló su filosofía sobre la nueva música. En ambos escritos, el filósofo expone su visión sobre las transformaciones sufridas por la música ante la pujanza de la sociedad industrial y de masas, así como la posición que debe adoptar el músico ante tales cambios.

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Información

Crítica del músico aficionado[1]
1
Ciertas aspiraciones semejantes entre sí y conocidas como música juvenil, música de legos, movimiento vocal[2], círculos de intérpretes, y que yo llamo música de pedagogía musical, se apoyan dentro de su sector particular en una necesidad antigua y muy generalizada. Se alzan como paladines musicales de aquello que cae víctima del progreso técnico-civilizador, de lo que tiene que pagar el precio del progreso. Hoy en día, puesto que el concepto de progreso comienza a transformarse e incluso a convertirse en regresión, es menos conveniente que nunca el hecho de reírse de tales emociones con una soberbia que se sabe del lado del históricamente más fuerte. No sólo está en entredicho qué es lo que en realidad se sostiene como más fuerte, sino que además la victoria histórica no garantiza en modo alguno la verdad. Desde la revolución industrial, el sufrimiento por el extrañamiento de los seres humanos entre sí, por la cosificación de sus relaciones, ha llegado a la autoconciencia. Los seres humanos, los cuales sienten en lo más hondo de su ser el derecho de determinar su propia vida, son prisioneros de un mundo cuyas formas tradicionales ciertamente perecieron, pero en el cual están igualmente supeditados a una ley anónima, la del intercambio, carente de protección y de calidez. Amputada la esperanza de ocasionar una situación de humanidad real, desconfían atemorizados de la dinámica de la historia, que les usurpa el último bien y no les proporciona nada mejor. De este modo, su anhelo retrocede y se estanca en el pasado. Como el movimiento juvenil, el movimiento musical en general siguió siendo esencialmente un movimiento de la pequeña burguesía ilustrada y refleja su necesidad histórica[3]. Durante los últimos treinta años se les ha inculcado que no son capaces de hacer retroceder la propia realidad. Y por ello, con tenacidad aún mayor, se aferran a la música como sucedáneo, pues ésta se recomienda antes que nada como zona protegida y autorizada de la irracionalidad. En el caso de aquellos que proceden del viejo movimiento juvenil, resuena siempre la ilusión de que lo deseado musicalmente incide en la realidad: Georg Götsch llama al objetivo del movimiento de canto «más sociológico que meramente musical»[4]. Pero, como expliqué en mis tesis de Darmstadt, resulta «imposible quitar de en medio mediante la voluntad estética de la comunidad una situación fundamentada en las condiciones económicas reales. Quien crea en ello, él mismo está cegado precisamente por esa división del trabajo que desea eludir el anhelo de una “comunidad”. Únicamente el que tiene interés en un ámbito particular, sin reconocer su relación con la totalidad del proceso vital de la sociedad, puede imaginarse que mediante prácticas aisladas se supera el aislamiento y que puede restablecerse algo parecido a auténticas relaciones entre los seres humanos. No está en manos de la actitud musical o de los programas musicales el poder infundir en la música algo de aquella objetividad, pretendidamente universal y fomentadora, que la música aparentemente perdió en el curso de los últimos doscientos años, de manera que, como Hindemith anhelaba hace treinta años, se pudiese encontrar un “estilo” que vinculase de nuevo a todo el mundo. La substancia objetiva interna de la música y su aceptación general no deberían coincidir nunca. Hoy en día, aquélla es lo contrario de ésta. Sólo cuando el arte sigue su propia ley de movimiento, hace algo auténticamente social».
Contra ello se ha defendido el movimiento musical juvenil. Así, Wilhelm Twittenhoff[5] rechazó por su vaguedad el concepto de voluntad estética de la comunidad, como si yo lo hubiese puesto en circu­lación y no los ideólogos de la música juvenil. En su lugar, según Twittenhoff, se trataba meramente de una voluntad de construir «comunidades estéticas»: «Como tales podemos designar, sin duda, sociedades de conciertos, orquestas de aficionados, coros, ligas de cantantes, asociaciones de música juvenil, círculos de intérpretes, grupos de acordeonistas, etc. En Alemania hay incontables sociedades de este tipo; a todas ellas es común la voluntad de superar la “alienación” social ocasionada por las “condiciones económicas reales” por medio del canto, la interpretación musical y la escucha de música en común. Hay, por lo tanto, un insoslayable número de asociaciones humanas que tienen poco o nada que ver con las condiciones económicas rea­les, pero sí con la voluntad de contribuir a una comunidad de seres humanos o incluso con la voluntad de un obrar “estético” común. Ninguna de estas sociedades cree poder hacer retroceder con su obrar el desarrollo económico; sólo quieren proporcionar a los seres humanos de hoy –junto con su existencia económica– otras formas de experiencia». Esta ágil formulación oculta lo específico de la música juvenil. Si no se tratase de otra cosa que del hecho de que los seres humanos se reúnan para hacer música, entonces no habría ninguna diferencia esencial entre los intérpretes de música de cámara del siglo XIX y la práctica de los círculos de cantantes e intérpretes. Pero éstos no sólo consideran su obrar supraeconómico, aun cuando reaccionen a una ley económica, sino también supraestético; Twittenhoff confirma que desearía superar la alienación social mediante la actividad musical común, mientras que los cuartetos de cuerda privados del siglo XIX querían menos y quizá más: conocer obras significativas y llevarlas a efecto de alguna manera. Sin embargo, la creen­cia de que allí donde unos pocos seres humanos se reúnen para realizar algo en común se destierra el extrañamiento y se hace presente la comunidad es engañosa. Tan cierto como que hoy perdura la posibilidad de relaciones reales y de intimidad humana, igualmente poco transforma esta posibilidad, ni su metódica conservación, el fundamento social de la calamidad. Por el contrario: los grupos primarios planteados atentan contra su propio concepto. Ellos mismos conforman una parte de la administración.
Teóricos del movimiento de cantantes como Wilhelm Ehmann y Wilhelm Kamlah han criticado desde hace mucho tiempo la contaminación entre la actividad musical y la comunidad. Pero mientras el movimiento se imputa este parecer como propio, no se deja impugnar por él. Una y otra vez se asegura que la inserción en comunidades es mejor que el aislamiento. Si tal inserción fuera mejor por sí misma, su legitimación no dependería solamente de lo que ella proporciona anímicamente a sus miembros. Muchos de los entonces jóvenes dicen haber tenido en la juventud hitleriana el tipo de vivencias en comunidad que añoran hoy algunos líderes del movimiento musical. No obstante, aquella comunidad lo era desde su base negativa y falaz, porque movilizó la proximidad y la camaradería con fines de opresión y de violencia. La relación entre el individuo y las comunidades está sujeta a la dinámica histórica. Tan a fondo ha degenerado en ideología el defendido individualismo limitado al propio interés, como cierto es que, desligado de toda atadura, puede servir mejor en ciertas ocasiones a una comunidad dignamente humana, que aquel que acepta lo decretado y todavía encuentra en ello una satisfacción moral. El individuo entregado a su integración en colectivos lleva a efecto en éstos no la propia libertad, pues se somete a un principio que a él mismo le es ajeno y casi siempre impenetrable, aun cuando se hable de estar de acuerdo. La felicidad procurada por los colectivos es la felicidad deformada de identificarse con el propio sometimiento. Musicalmente hablando, la inserción en formas de vida ya existentes es incompatible con el estado de desarrollo de las fuerzas productivas musicales. Autores como Ehmann no desconocen las dramáticas limitaciones que se derivan de ello. Para éstos, no se puede mencionar nada más atinado que el mero hecho de la propia inserción colectiva. Pero con ello penetra en la imperturbable y ética música juvenil un factor de estrechez de miras y de falsedad.
Wilhelm Ehmann y Wilhelm Keller, de manera más decidida que Wilhelm Twittenhoff, me han respondido que yo me contentaría resignado frente al extrañamiento y a la cosificación de las relaciones humanas, en tanto en cuanto confío en las leyes de movimiento inmanentes a la música, en la autonomía de la obra de arte. Pero la propia autonomía del arte, a través de la cual éste se opone al mundanal ruido, es ya, según su sentido más íntimo, la negación de las relaciones petrificadas. Quien desdibuja por ello los límites del ámbito estético y lo confunde con la práctica actual, ajusta aquel ámbito a dicha práctica y con ello a la cosificación dominante. Sin excepción, la música juvenil pone de relieve con aguda intención formas y condiciones pulimentadas, mientras monta un gran alboroto contra todo rastro de indisciplina, todo lo que no fue preformado por el mecanismo social. El sonido humano no capturado se convierte en tabú. De ello desvía la atención la frase autorizada en el ámbito de las human relations manipuladas, según la cual ello «depende de los seres humanos». Uno sólo podría actuar en contra de la cosificación mediante la humanización, dice con una sensación de resonante seguridad Wilhelm Keller. Pero, ¿mediante la humanización de qué? En realidad solamente mediante la de la sociedad misma, no de sus formas impotentemente particulares. El arte debería obedecer de manera tan insobornable a su propia experiencia que con ello se abriese camino a través de la trabazón ofuscadora que lo rodea: sólo el distanciamiento responde a la alienación. Pero no se resiste a la realidad un arte que gesticula humanamente, que simula una situación correcta en medio de una falsa, al prepararse para efectos colectivos o al aparentar falsamente la necesidad de sus propias formas. La música juvenil, definida con predilección por Herman Erpf, existe por causa de los seres humanos. Frente a ello puedo recordar diversas frases de mi conferencia de introducción al coloquio en Darmstadt sobre organización e individuo de 1953: «Una y otra vez se tropieza uno con la afirmación de que depende únicamente de los seres humanos. Y si uno expresa lo que ello significa para los seres humanos bajo la presión del mundo petrificado, entonces se alza una contrarréplica y al crítico se le tacha de inhumano. Que únicamente dependa de los seres humanos es... una de esas frases abstractas y por ende difícilmente atacables, en las que no obstante se mezclan de manera funesta lo verdadero y lo falso. Es verdad en la medida en que la fatalidad rehúye a los seres humanos, a la sociedad humana, y se aparta de ellos. Pero es falso que dependa directamente de los seres humanos el hecho de que por una vez cambien su parecer, de manera que el mundo encajado en todas las hendiduras y, por consiguiente, desencajado de todas ellas pueda ser de nuevo llevado a un orden. Se trata de una vieja ilusión ya reprobada por Hegel y Goethe, el autoengaño de la sociedad individualista sobre sí misma, por el cual el interior de los seres humanos se despliega a partir de sí mismo, sin consideración de la configuración del exterior. Pero si uno quisiera expresar que la amenaza que se cierne sobre los seres humanos por parte de la organización podría superarse cuando los seres humanos mantuviesen para sí la libertad interior de decidir, o participasen de lo intelectual, o diesen sentido a partir de sí mismos a todo el sinsentido que han de soportar, ello sería vano e infructuoso. Los esfuerzos por humanizar la organización, por muy bienintencionados que pretendan ser, serían capaces de suavizar y engalanar la actual violencia de la contradicción social, pero no de abolirla»[6].
2
El cortocircuito del movimiento juvenil consiste en que la música no tiene una finalidad humana en sí misma, sino en su aplicación pedagógica, de culto y colectiva. Wilhelm Ehman pone en duda mi relación con las «fuerzas supraestéticas». Pero en el arte sólo a través de éstas se realiza lo que es más que arte, la satisfacción de su exigencia inmanente, y no arriando las velas y subsumiéndose bajo fines o categorías ajenos a él mismo. Su carácter supraestético se transmite estéticamente. Incluso su seriedad es, de acuerdo con Kant, al mismo tiempo una apariencia: el arte parece «ser, en tanto que conmoción, no un juego, sino algo serio»[7]. Uno se cae de espaldas cuando se agudiza la polémica contra la autonomía estética dentro del estrecho concepto finisecular de l’art pour l’art, el cual se forjó únicamente como protesta contra el adecentamiento del intelecto de cara al mercado, cuando toda clase de música que, desde la era de la Revolución francesa, haya participado de la idea de libertad según su contenido y su configuración ha tenido como condición previa la emancipación con respecto a fines heterónomos. Cuando la música une más fuertemente a los seres humanos en una comunidad es cuando menos cumple consigo misma. Los mecanismos que propician esto son, en tanto que propios de la identificación irracional, demasiado familiares a la psicología, a partir de los fenómenos de masas descritos por Le Bon y explicados por Freud. Una y otra vez, la música ha ejercido la función disciplinaria que le atribuyeron Platón y san Agustín. Después de que la autoridad eclesiástica se hubiese esfumado en la idea de una sociedad de iguales y libres, esta función ha transmigrado a la propia música. Lo que a la mirada ingenua le parece su fuerza generadora de comunidad no es en buena medida sino la repetición secularizada de la antigua disciplina, trasladada ahora de su finalidad ritual a la densa estructura de la urdimbre musical. Esta representación colectiva de la música sólo es legítima cuando la unidad de su autoridad conlleva la unidad de la obra de arte: de otro modo sólo sirve como sugestión. La obra obtiene su verdad en aquello que expresa su unidad, fuerza e integridad, en definitiva en la idea de una humanidad solidaria, pero no donde haga creer a los oyentes que forman ya parte de una comunidad, y ciertamente no cuando la obra, en lugar de procurarse una autoridad interior, proclama otra exterior o inculca a los seres humanos a través de su estructura una autoridad despojada de su contenido. En la fuerza integral de la gran música pueden éstos experimentar lo que es más que una mera existencia, mientras que la música juvenil reduce el arte, que devuelve la vida a los seres humanos, asimismo a la mera existencia, y en absoluto aproxima a éstos, a quienes se jacta de hacer un servicio, a las experiencias centrales del arte. La consigna, enunciada una y otra vez, de la comunidad contra la sociedad no altera nada en este punto. Por el contrario, cuanto más se propaga el mundo administrado, tanto más son de su agrado las organizaciones que expiden el consuelo de que «la situación no es tan grave». La nostalgia por lo no deteriorado por la socialización se confunde con su existencia y sobre todo con entidades supraestéticas. La objetividad de la actitud musical se rebasa a sí misma, pues la objetividad que proclama es un mero producto deseado por el sujeto impotente.
En el caso de las «fuerzas supraestéticas» se piensa, probablemente, en fuerzas religiosas. Pero el movimiento musical juvenil adopta la religión en cierto modo en bloque, desde fuera, como garante espontánea del propio comienzo. Su verdad se investiga tan poco como la legitimación de sus formas tradicionales; incluso lo incondicionado es enfocado desde la función, desde el sostén que lo incondicionado debe proporcionar. Mientras que, desde los altos puestos de mando de la teología, Bultmann predica la desmitificación, la música juvenil busca compulsivamente su salvación en la Iglesia institucional e ignora violentamente el proceso global de la Ilustración. La religión se acepta como vínculo por el vínculo, con dispensa de toda otra reflexión. Con la comunidad elige uno la devoción y la obediencia, como si éstas pudieran elegirse sin consideración del contenido religioso específico. Únicamente los portavoces de la Iglesia se toman en ocasiones la libertad de oponerse y de prevenir contra la música como sustituto de la religión. «En el movimiento vocal se trata, sin embargo, esencialmente de actuar en el interior de formas concretas de vida y de construir y mantener estas formas de vida a través de medios de sensibilidad artística, precisamente por la tremenda amenaza que se cierne sobre ellas. Desde este punto de vista ha de entenderse.» Ésta es la clave tanto de la relación entre la música juvenil y la religión como, en su conjunto, de su carácter supraestético. El concepto de lo concreto, degenerado dominio de la antropología filosófica de moda hace treinta años, paga todavía el pato por ello, al hacer invulnerable frente a las críticas las formas respectivamente existentes y al justificarlas frente a una igualmente vaga «amenaza». Uno se pone voluntariamente a las órdenes de lo establecido. Pero ello contradice el principio del orden que se evoca, no menos que el propio principio de autonomía. Los oídos musicales deberían horrorizarse de una expresión del tipo «con sensibilidad artística»: la sensibilidad artística que se recomienda a sí misma como medio se convierte inmediatamente en sensibilidad antiartística. Uno puede hablar de se...

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