Apéndice a la segunda edición en rústica
Injusticia perfecta
Respuesta a Imperfect Justice: Looted Assets, Slave Labor, and the Unfinished Business of World War II, de Stuart E. Eizenstat
Creo que el legado más duradero del esfuerzo que dirigí fue sencillamente que la verdad haya salido a la luz… (p. 346)
I
La presidencia de Clinton coincidió con un curioso capítulo de los anales de la diplomacia estadounidense: la campaña en pro de la compensación por el Holocausto. Actuando de común acuerdo con toda una variedad de poderosas organizaciones e individuos judeo-estadounidenses, la Administración Clinton extrajo miles de millones de dólares a los países europeos, un dinero que presuntamente había sido robado a las víctimas del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra. Stuart Eizenstat desempeñó un papel clave en esta iniciativa de Clinton. Eizenstat desempeñó diversos cargos importantes de la Administración Clinton y, al parecer, dedicó la mayor parte del tiempo que los ocupó a la compensación del Holocausto. (Anteriormente, en su calidad de asesor principal de Política Interior de la Casa Blanca en tiempos del presidente Carter, recomendó y medió en la creación del Museo del Holocausto de Estados Unidos; el objetivo era aplacar la furia de los judíos desatada por el reconocimientos de los «derechos legítimos» de los palestinos por parte de Carter y por la venta de armas a Arabia Saudí). En Imperfect Justice, Eizenstat, gracias a su información privilegiada, ofrece una visión bien fundada de las negociaciones con los gobiernos y la industria privada europea y de las presiones a que se les sometió. Este análisis de Eizenstat, que contiene revelaciones cruciales y también omisiones cruciales, confirma que la campaña en pro de la compensación por el Holocausto en realidad constituyó una «doble extorsión» a los países europeos y a las víctimas del Holocausto; y su legado más duradero ha sido contaminar la memoria del holocausto nazi aún con más mentiras e hipocresía.
Con escasas pretensiones de imparcialidad y practicando claramente el arte de congraciarse con los poderosos, Eizenstat retrata a los protagonistas principales de la extorsión del Holocausto en término elegíacos. Edgar Bronfman, el multimillonario heredero de la fortuna de la industria de las bebidas alcohólicas Seagram y presidente del Congreso Judío Mundial (CJM) «era una presencia deslumbrante: alto, guapo y gallardo» (p. 52). En su testimonio ante el Congreso, este vendedor de licores resultó ser un diplomático megalómano que aseguraba representar a todo el mundo judío, tanto a los vivos como a los muertos. El rabino Israel Singer, secuaz de Bronfman y director ejecutivo de CJM, era «encantador, aunque también díscolo […] brillante, de verbo rápido, un orador de talento, magnético» (p. 53). Otros recuerdan a este vulgar cínico, con su inseparable kipá de lana negra inclinada sobre la cabeza, en términos menos halagüeños. «Nos hablaba de una manera increíble, menudo tono y menudos modales», exclamaron los banqueros suizos, rompiendo sus reservas habituales (p. 134). Incluso uno de los principales abogados de las demandas colectivas llegó a la conclusión de que para Singer «la verdad era un suceso aleatorio» (p. 226). Abraham Foxman, director nacional de la Liga Anti-Difamación, que está especializado en difamar a los demás cuando no se encuentra enredado en algún nuevo escándalo, gozaba de la «admiración general» según Eizenstat (p. 125); al notoriamente corrupto exsenador de Nueva York, Alfonse D’Amato, lo elogia por su «impresionante energía, su entusiasmo y un instinto político que le sale directamente de las entrañas»; y Lawrence Eagleburger, que se embolsa 360.000 dólares al año (por una media aproximada de un día de trabajo a la semana) en calidad de presidente de la Comisión Internacional de Seguros de la Era del Holocausto, tiene en opinión de Eizenstat un gran «sentido del deber» (pp. 62, 267). Por otra parte, Eizenstat vitupera al presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, por ser un dictador de «puño de hierro» (p. 37). En realidad, el mayor pecado cometido por Lukashenko a ojos de Eizenstat y los de su especie es que «no es dado a aceptar órdenes» de Washington; ni tampoco de la industria del Holocausto, que ha tratado en vano de chantajear a Bielorrusia para obtener una indemnización por el Holocausto.
Repleto de medias verdades e hipérboles, el libro de Eizenstat lleva las señales características de las publicaciones de la industria del Holocausto. Habla del «asesinato de 1.600 judíos en 1941 en el pueblo [polaco] de Jedwabne» (p. 42), pese que la cifra total (ya de por sí espantosa) fue casi con certeza de unos centenares y declara retóricamente que «como el propio Holocausto, la eficacia, la brutalidad y la escala del pillaje nazi de obras de arte no tiene parangón en la historia» (p. 187). Informa asimismo de las reclamaciones de supervivientes del Holocausto sobre activos robados o cuentas suizas, dándolas por buenas aunque no se hubieran verificado; así, por ejemplo, nos habla de un líder judío eslovaco que alegó que «su madre tenía tantas ganas de olvidar la devastadora experiencia de la guerra que tiró el recibo de sus efectos personales» (p. 36), o de testimonios no demostrados de testigos fundamentales en el litigio contra los bancos suizos, como Greta Beer (pp. 4, 46-48; en la p. 183, Eizenstat reconoce que «nunca se sabrá la verdad» con respecto a la historia francamente ridícula que contó Beer). Por último, Eizenstat repite lugares comunes de la industria del Holocausto, como que «es curioso que se invoquen las leyes sobre el secreto bancario [suizas] para actuar contra las familias que quieren recuperar sus cuentas, siendo así que estas leyes se promulgaron en 1934 con objeto de proporcionar un refugio seguro contra los nazis» (p. 48), cuando en realidad el objetivo fundamental de la ley de 1934 «no era […] proteger los activos de los clientes judíos de la confiscación por el régimen nazi».
Para explicar el interés público por la compensación por el Holocausto que se despertó súbitamente a mediados de la década de 1990, Eizenstat en un principio sostiene que «los supervivientes del Holocausto […] empezaron a contar historias largo tiempo ocultas y a intentar que se les hiciera justicia en alguna medida por lo que se les había arrebatado» (p. 4). «Empezaron a contar…» da que pensar; ¿dónde se habría metido Eizenstat durante el boom de los años de la industria del Holocausto del último cuarto de siglo? No obstante, más adelante reconoce que «Edgar Bronfman, el multimillonario que preside el Congreso Judío Mundial, estaba bien relacionado políticamente y era un firme partidario del Presidente y de la Primera Dama. Les instó a […] tomarse un interés personal en que por fin se hiciera justicia a los supervivientes del Holocausto» (p. 5); y que Bronfman era «uno de los mayores donantes de la campaña presidencial de Bill Clinton» y «Edgar Bronfman sometió a una fuerte presión política a la Administración Clinton» para que «restituyera las propiedades judías confiscadas» (pp. 57, 25). En efecto, Bronfman se encontraba entre los cinco donantes individuales principales (si no era el número uno) del Comité Nacional Democrático para el ciclo electoral de 1996, y, por otra parte, «se pensaba que el “dinero judío” había servido para cubrir aproximadamente la mitad de la financiación del Comité Nacional Democrático» y «también aproximadamente la mitad de la financiación de la campaña presidencial democrática –y algo más en el caso de un candidato tan popular entre los judíos como Bill Clinton». La campaña en pro de la compensación por el Holocausto estaba tan estrechamente vinculada a los poderosos intereses de los judíos norteamericanos que uno de los principales congresos sobre el oro robado por los nazis se convocó a propósito en Londres, «para que no diera la impresión de que todo el esfuerzo de restitución no era más que una idea norteamericana impulsada por la comunidad judía norteamericana» (p. 112).
Ahora bien, Eizenstat pone un gran énfasis en negar que la Administración Clinton actuara movida solo por motivos mercenarios. Aunque «la realpolitik, el propio interés político y económico, es el impulso básico que mueve la política exterior europea», comenta Eizenstat, «las cosas son distintas en Estados Unidos. Incluso los europeos más sofisticados no consiguen comprender que la política exterior estadounidense es una mezcla única y compleja de moralidad e interés propio» (p. 5; cfr. p. 272). ¿Quién puede dudar de los impulsos éticos de Clinton? Una de las cosas que hizo Clinton durante sus últimas horas de mandato presidencial fue indultar a Marc Rich, un comerciante multimillonario que se fugó a Suiza en 1983 teniendo pendiente un juicio en el que se presentaban contra él cincuenta y un cargos por evasión de impuestos, asociación ilícita y violación de las sanciones comerciales impuestas a Irán. Desde su refugio suizo, Rich levantó un emporio empresarial y se convirtió en un gran benefactor de las organizaciones judías e israelíes, a la vez que cultivaba –con gran coherencia– una relación lucrativa con la mafia rusa. Los beneficiarios de la generosidad de Rich, como Abraham Foxman, presidente de la Liga Anti-Difamación (que promovió la idea del indulto presidencial), el rabino Irving Greenberg, presidente del Museo del Holocausto de Estados Unidos, o Ehud Barak, Shimon Peres y posiblemente Elie Wiesel, mediaron ante Clinton en favor de Rich. Claro está que solo los europeos poco sofisticados dudarían de que el impulso que llevó al presidente a conceder un indulto «prácticamente sin precedentes en la historia norteamericana» (Clinton) fuese la clemencia.
II
El plato fuerte del relato de Eizenstat es el litigio contra los bancos suizos, inicio y modelo de la campaña de chantajes. La industria del Holocausto aducía que, después de la guerra, los bancos suizos habían negado acceso a sus cuentas a las víctimas del Holocausto y a sus herederos. Eizenstat informa de que en la primera reunión celebrada entre los principales protagonistas en septiembre de 1995, Edgar Bronfman declaró que «no le interesaba un acuerdo de un pago único, sino que se estableciera un proceso serio para determinar qué había realmente en las cuentas y pagárselo a sus propietarios legítimos», y los banqueros suizos aceptaron en principio dicha propuesta (p. 59); de que en diciembre de 1995, la Organización Judía Mundial para la Restitución (OJMR, una escisión del CJM) y la Asociación de Banqueros Suizos (ABS) «trazaron el bosquejo básico de un acuerdo» según el cual «los bancos abrirían sus archivos para que se revisaran las cuentas inactivas y la parte judía del acuerdo los inspeccionaría confidencialmente» (p. 63); de que antes de que el senador D’Amato compareciera ante el senado en abril de 1996 para hablar de los bancos suizos, la ABS «envió por fax a Singer la propuesta de que se hiciera una auditoría independiente» y «escribió a D’Amato ofreciéndole una auditoría independiente» (p. 66); y de que el representante de la ABS en las comparecencias ante el Senado «hizo todo lo posible para indicar que los bancos suizos tratarían de buscar más cuentas inactivas y anunció que los bancos estaban dispuestos a someterse a una auditoría independiente» (p. 68). En mayo de 1996, se formalizó una auditoría independiente en un «Memorando de acuerdo» entre la ABS y los representantes judíos y, pese a las crecientes presiones de la industria del Holocausto para abortarla, los banqueros suizos apoyaron firmemente la auditoría «para restablecer nuestro honor y la confianza en los bancos al demostrar la falsedad de las alegaciones» (p. 153; cfr. p. 119). Sin embargo, Eizenstat recurre insistentemente a la distorsión de la cronología y la dinámica de estas negociaciones para demostrar la renuencia de los suizos. Afirma que si los bancos suizos se hubieran mostrado en un principio «abiertos […] a una auditoría independiente, todo el asunto habría concluido rápidamente» (p. 59), cuando la realidad es que los bancos dieron el visto bueno a la auditoría en la primera reunión con Bronfman; que la comparecencia de D’Amato «impulsó […] la idea de auditar las cuentas de la época de la guerra» (p. 69), cuando lo cierto es que los bancos suizos ya habían acordado las condiciones de la auditoría antes de la comparecencia; que el apoyo a la auditoría manifestado por los bancos suizos en la comparecencia ante el Senado no «fue más que un reflejo de la línea de actuación de los bancos» (p. 68), como si hubieran si los bancos y no la industria del Holocausto los que hubieran reclamado la auditoría; y que los bancos suizos temían una auditoría «debido a sus tácticas obstruccionistas de posguerra y al tratamiento que habían dado a las cuentas inactivas» (p. 65), cuando en realidad respaldaron con toda firmeza que se terminase la auditoría pese a la oposición de la industria del Holocausto.
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«A finales del verano de 1996», nos dice Eizenstat, «la controversia de la banca suiza ya se había aplacado. El Comité Volcker se había puesto en marcha y pronto comenzaría una auditoría independiente de las cuentas bancarias suizas, lo cual era el objetivo del CJM y del gobierno de Estados Unidos» (p. 74). La pregunta obvia es: ¿Por qué no terminó todo ahí? Eizenstat da una respuesta simple: «Los abo...