Allende y la experiencia chilena
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Allende y la experiencia chilena

Las armas de la política

Joan E. Garcés

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  1. 400 páginas
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Allende y la experiencia chilena

Las armas de la política

Joan E. Garcés

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40 años después de la insurrección armada contra las instituciones y libertades republicanas de Chile, esta nueva edición de la clásica obra de Joan E. Garcés sobre el gobierno del presidente Salvador Allende, traducida a varios idiomas, quiere recordar los hechos acaecidos en el periodo comprendido entre las elecciones presidenciales de 1970 y el asalto armado al Palacio de La Moneda del 11 de septiembre de 1973. Hechos analizados por un analista excepcional y testigo directo, Joan E. Garcés, a quien la gran amistad y confianza de Salvador Allende lo situaron en una posición de responsabilidad singular en este periodo histórico, que se convirtió en la experiencia más moderna hasta la fecha de democratización de las estructuras sociales, económicas y políticas que contenía los gérmenes de una transición al socialismo en pluralismo y libertad nunca antes tan ampliamente desarrollados.Análisis detallado y relato vívido, no puede comprenderse plenamente la experiencia histórica que Chile viviera de la mano del presidente Allende sin conocer los elementos revelados a lo largo de este libro, condicionantes de las opciones estratégicas y tácticas de uno de los procesos revolucionarios que más ha influido en las izquierdas de todo el mundo con posterioridad a la Revolución rusa y a la Guerra de España.

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Información

Año
2013
ISBN
9788432316494
Edición
1
Categoría
History
II. El plan ITT-CIA-FREI de 1970
Las intervenciones militares en la política interna son frecuentes. Excepción son los países que no han vivido esta experiencia en las últimas décadas, y el resto del mundo se limita, por lo general, a mencionarlos y llevar el registro de ellas. Sin embargo, la que tuvo lugar en Chile en 1973 ha tenido repercusiones singulares.
La forma brutal y sangrienta como se inició, así como la represión física y económica desencadenada después, llamaron la atención de la opinión pública internacional, por más que esta se encuentra ininterrumpidamente enfrentada a las manifestaciones de violencia que se dan en todas las latitudes. Con todo, detrás de los trágicos acontecimientos chilenos hay algunos elementos que trascienden el marco estrictamente nacional y, por su carácter, merecen ser puestos de relieve.
No estamos ante una «conspiración de palacio» o un «cuartelazo». Ni ante una intervención militar exógena del tipo «desembarco de marines» en el Santo Domingo de 1965 o derrocamiento de Makarios en Chipre en 1974 por oficiales de Grecia. Se trata de una irrupción militar en un país en que, a diferencia de muchos otros de América Latina y otras regiones del mundo, las instituciones políticas habían dado prueba de gran estabilidad en medio de la creciente movilización social que ha caracterizado la historia chilena de los últimos cuarenta años.
El golpe de Pinochet comparte algunos rasgos dominantes de las intervenciones militares más modernas en los países dependientes de Norteamérica. Se sitúa dentro de la línea operativa aplicada por Estados Unidos desde 1961 a la defensa hemisférica: instrumentar a las instituciones militares como fuerzas de orden interno y conservación social[1]. El gobierno de la Unidad Popular intentó evitar que la doctrina difundida en las Fuerzas Armadas del continente durante los años sesenta, encomendándoles como tarea dominante mantener la Seguridad Nacional, tuviera en Chile el contenido conservador que le dieron en Brasil después de 1965 y en Argentina después de 1966: preservación de la estructura social y económica tradicional, subordinada a los intereses mundiales de los Estados Unidos. Por el contrario, Allende se esforzó en identificar Seguridad Nacional con régimen político democrático –paz civil– nacionalización de la economía frente al capital foráneo –socialización del poder político y económico–. Tres años de gobierno de la UP no pudieron contrabalancear el peso ideológico del pasado ni, menos, la ininterrumpida dependencia estructural de las Fuerzas Armadas chilenas respecto de las norteamericanas.
De hecho, de forma deliberada y sistemática las instituciones militares latinoamericanas, como las de muchos países de Europa Occidental, han venido siendo adoctrinadas para enfrentar a un supuesto «enemigo interno» –las organizaciones sociales populares antioligárquicas o prosocialistas– cuya forma de lucha tradicionalmente se teme que sea la insurreccional. Ello contribuye a comprender que la Junta Militar chilena haya querido aprovechar esta fundamentación ideológica para justificar el derrocamiento del gobierno. Dado que en 1973 lo que se da en Chile es una insurrección cívico-militar de la oposición al gobierno legalmente constituido, después del 11 de septiembre los propagandistas de la CIA y los jefes militares de la sublevación centraron su campaña publicitaria en la denuncia de una imaginaria «insurrección armada» –Plan Zeta– que habría estado preparando la propia coalición de partidos de la Unidad Popular[2]. Naturalmente, la negación por el sector militar representado por Pinochet del concepto democrático de Seguridad Nacional asumido por el sector militar encabezado por el general Prats, ha significado que el régimen surgido del 11 de septiembre de 1973 se caracterice por las normas opuestas a las defendidas por el gobierno derrocado: destrucción y negación del régimen democrático; guerra civil (ejército en guerra contra el pueblo); desnacionalización de la economía en provecho del capital extranjero; monopolización del poder político y económico por la burguesía.
Es erróneo limitar la razón de ser y vigencia de la doctrina militar en torno del «enemigo interno» a los solos países de África, Asia o América Latina. Bien al contrario, el desarrollo de la coexistencia pacífica entre la URSS y los Estados Unidos se fundamenta en el supuesto de que la solución estratégica a nivel mundial de la pugna entre el socialismo y el capitalismo se orienta hacia formas distintas de la del enfrentamiento armado. Esto, en el interior de los países capitalistas tiene su equivalente en el desarrollo de formas de lucha social distintas de la armada. En particular, en los países con industrialización más avanzada esta etapa se corresponde con la consolidación del desplazamiento de las tácticas insurreccionales de lucha obrera por otras propias de la vía no armada.
Chile aparece hasta la fecha como la manifestación más completa de la posibilidad de acceso al gobierno de un movimiento socialista revolucionario utilizando los mecanismos legales, y, a su vez, del hecho de que es la reacción proamericana la que se ve obligada a destruir la democracia representativa para detener la continuidad del proceso revolucionario. Lo que ha venido a mostrar una laguna en los dispositivos militares de preservación del statu quo. Preparados ideológicamente para hacer frente a la insurrección popular, se vieron desorientados cuando el movimiento revolucionario buscó y logró el gobierno a través de los cauces legales.
Con la sustitución del estado de Guerra Fría por el de coexistencia pacífica operada en la década de los sesenta, en los regímenes políticos de democracia representativa la doctrina militar antisocialista no encuentra a su adversario potencial más inmediato en el extranjero, sino que tiende a buscarlo en el interior mismo del país. Lo identifica en aquellos movimientos organizados y con potencialidad suficiente para aspirar a la dirección del Estado pero que, a su vez, se proponen transformar en profundidad las estructuras socioeconómicas sobre las que reposa el funcionamiento del sistema capitalista.
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Cuando el general Jacques Beauvallet, secretario general de la Defensa Nacional francesa hasta mayo de 1973, se pregunta: «Por qué no considerar como la amenaza más inmediatamente peligrosa todo aquello que afecta a la cohesión del país, puesto que la guerra nuclear continúa siendo la más fundamentalmente peligrosa pero de posibilidades reducidas…»[3], está vislumbrando un eventual enfrentamiento de las instituciones militares con aquellas organizaciones cuyo proyecto político contempla alterar una cohesión social basada en la subordinación de los trabajadores al capital y sus representantes.
La sublevación militar chilena vuelve a confirmar, por un lado, que una formación ideológica conservadora impide a las instituciones militares asumir un proyecto nacional autónomo respecto de Estados Unidos. Por otro lado, prueba que cuando la estructura interna tradicional está amenazada de transformación por la asunción del poder real por los trabajadores, las Fuerzas Armadas se definen de acuerdo con los intereses reales de los sectores sociales con los que se identifican. Y ambos hechos se dan tanto en circunstancias de tensión internacional entre los bloques socialista y antisocialista, como en ausencia de aquella.
El aparato militar del Estado no es autónomo, ni social ni políticamente. En el caso de Chile, era bien sabido que por su composición social se hallaba integrado a los sectores medios, y que por su formación ideológica estaba mayoritariamente adscrito a los valores dominantes del sistema político. Es decir, Estado de derecho y democracia representativa. La trayectoria seguida por las Fuerzas Armadas en relación con el gobierno popular está enmarcada dentro de la evolución de estos factores sociales e ideológicos. A medida que los sectores medios fueron entrando en conflicto con el bloque social de la UP, el aparato armado del Estado fue desarrollando su contradicción con el gobierno. Y en la misma medida que la evolución del proceso revolucionario hizo entrar en conflicto los intereses específicos de los sectores burgueses, y también de los proletarios, con un régimen legal que permanecía estático, el conjunto de las instituciones del sistema político representativo tradicional se mostró cada vez más incapaz de continuar cumpliendo su función canalizadora y ordenadora de la dinámica social.
Fenómeno general que, en su correspondencia dentro de las instituciones militares, se tradujo en el debilitamiento, aislamiento y, finalmente, derrota del sector ideológicamente identificado con el régimen político democrático. Evolución esta que no se puede comprender sino en función del desarrollo del conflicto entre los sectores medios y el centro de gravedad del aparato estatal chileno –el ejecutivo–, lo que repercutía sobre el sector conservador del aparato militar. El propio general Leigh, cabecilla de los insurrectos, reconocía la influencia de la definición ideológica predominante dentro de las Fuerzas Armadas al declarar, el 22 de septiembre de 1973, que el principal obstáculo que encontraron para arrastrar al grueso de las Fuerzas Armadas detrás de sus planes golpistas fue el tener que derrocar a «un gobierno...

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