La Europa de la Reforma
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La Europa de la Reforma

1517-1559

G.R. Elton, Jesús Fomperosa Aparicio

  1. 384 páginas
  2. Spanish
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La Europa de la Reforma

1517-1559

G.R. Elton, Jesús Fomperosa Aparicio

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El eco de los martillazos retumbó por toda Europa: Lutero había colgado sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Ese sencillo gesto de Lutero, la divulgación de su protesta, fue el principio de la Reforma, el comienzo de la reinterpretación de la fe y la salvación. Esta vuelta a un pretendido cristianismo originario no solo se dejó sentir en el arte, la literatura o la ciencia de la época, sino que convulsionó los cimientos del orden político: detrás del enfrentamiento entre la Iglesia católica y los protestantes se escondían un grave y complejo conflicto político y el derramamiento de sangre en distintas guerras que asolaron Europa.G. R. Elton, autoridad de este periodo reconocida internacionalmente, relata la época de Lutero y de Carlos V, de Calvino e Ignacio de Loyola, de Copérnico y Erasmo, el momento en el que Europa se vio perturbada por la disputa por la autoridad religiosa y agitada por la guerra que España mantenía contra gran parte de Europa para cimentar su hegemonía.

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Información

Año
2016
ISBN
9788432317972
Edición
1
Categoría
Historia
X. LA ÉPOCA
LA REVOLUCIÓN RELIGIOSA
Aunque es fácil ver que la Reforma fue una revolución, no es menos fácil comprender mal la verdadera naturaleza de esa revolución. Con demasiada frecuencia se considera al protestantismo como un mero ataque contra los abusos que había en la iglesia: la inmoralidad de los papas, la corrupción del clero, la ociosidad de los monjes, la débil y vacilante cristiandad. Especialmente los enemigos del luteranismo ven en él un movimiento exclusivamente preocupado por los aspectos puramente exteriores de la conducta de la iglesia, como si sus diferencias con la tradición se refiriesen solo a los defectos y debilidades que todos los seguidores de la vieja religión estaban, con recto juicio, acordes en denunciar. Si esto hubiera sido todo, o incluso si hubiera sido el principal motivo de la Reforma, esta no podría considerarse ni necesaria ni exitosa. Los abusos del clero y del laicado siguieron perturbando a los miembros más sinceros y devotos de las iglesias protestantes, con la misma intensidad que antes de la ruptura, y por lo menos a partir de la última parte de la década de 1540 en adelante, el resurgir interno de la iglesia contribuyó más a remediar estos viejos defectos que todo lo que pudieran haber hecho los reformadores. Si Lutero hubiera en verdad roto la unidad de la iglesia solo porque despreciaba su forma de vida, la falta de auténtica piedad, la explotación de la fe popular para fines personales y para sacar dinero que tanto daño hacían a la iglesia de principios del siglo XVI, entonces tendría mucho de verdad la acusación que le hacían los humanistas erasmistas y los reformadores católicos, que después se ha venido repitiendo con frecuencia, de que Lutero ponía en peligro, de forma insensata, todo aquello que era esencial en beneficio de lo que era solo accidental. Y dicha acusación podría, además, subrayarse alegando, con pleno derecho, el fracaso que habían experimentado los protestantes en su intento de cambiar la naturaleza humana de la noche a la mañana y de hacer a la gente «piadosa»: el fracaso, precisamente, de la iglesia de Calvino en Ginebra, tan aleccionador ejemplo para aquellos que creían en la posibilidad de fundar repúblicas santas en la tierra. Los reformadores no solo habían rasgado la túnica inconsútil de Cristo sin necesidad, simplemente porque habían exagerado la importancia de unas cuantas manchas insignificantes que había en ella, sino que, además, ni siquiera habían limpiado aquellas motas en el trozo de túnica que, al rasgarla, habían retenido en sus manos.
Esta insistencia en los «abusos» pierde totalmente de vista el verdadero problema y la verdadera revolución, aunque, desde luego, es cierto que la indignación ante las inmoralidades contribuyó a apartar a muchos de Roma. Lo mismo Lutero que, después de él, Calvino eran hombres profundamente religiosos y además versados en teología; su revolución se desarrolló precisamente en el campo de la teología y de la religión. Y este es el hecho por el que hay que empezar la historia, sean cuales fueren los subproductos y efectos secundarios que, además, pueda haber en ella. Lutero no riñó con la iglesia solo porque la consideraba enferma y corrupta, sino porque veía en ella algo diabólico, algo que no era cristiano. En opinión de Lutero, la religión papista no quería «dejar a Dios ser Dios» (para usar su forma de decirlo), sino que trataba de adaptar a Dios a las necesidades del hombre. El concepto medieval de la religión partía del hombre para llegar a Dios, hacía hincapié en la relación de lo humano con lo divino y se servía de la razón para descubrir a Dios. Su teología presentaba un universo comprensible y útil para el hombre. Esta concepción teológica no solo es perfectamente compatible con la auténtica piedad, sino que, además, hay razones para considerarla prudente y consoladora. Pero puede, igualmente, pensarse que no acierta a ver lo que constituye la esencia del cristianismo (lo que representa al mismo tiempo su fuerza y su punto débil), es decir, su fe en un Dios que no tiene nada que ver con todo lo que es humano. Lutero, sin embargo, parte de la primacía de Dios y hace hincapié en su relación con el hombre. Lutero saca del concepto judeocristiano de la omnipotencia de Dios su conclusión lógica: el hombre no puede influir, ni persuadir, ni sobornar, ni amenazar a Dios; lo único que puede hacer es abandonarse, rendirse a la omnipotencia divina. La salvación del hombre no es, por tanto, consecuencia de la justicia de Dios, que recompensa así los esfuerzos del hombre para evitar el pecado, o para arrepentirse si sus fuerzas no fueron suficientes para evitarlo, sino de la misericordia y el amor de Dios, que concede su gracia sin tener en cuenta ni los méritos ni los esfuerzos del hombre, en un acto de amor, del único amor puro que existe –sin rastro de egoísmo ni de autosatisfacción[1]– y del que solo Dios es capaz, pero que Él pide a los hombres. Toda la compleja y con frecuencia oscura teología de Lutero parte de la experiencia religiosa en que encontró la paz que inútilmente había procurado conseguir antes con «las buenas obras». Lutero se sabía incorregible pecador, incapaz de evitar lo que llamaba concupiscencia (pecado que consiste en obrar bien, pero no solo para complacer a Dios, sino buscando los intereses del propio yo). Pero Dios le había asegurado que estaba «justificado» y perdonado. De acuerdo con esto, Dios ha de ser puro amor, amor irracional que ni paga una deuda ni hace justicia, sino que se complace en dar la vida eterna a todos aquellos que quieran abrir sus almas a la fe en Él. De esto se seguía la total aniquilación de la estructura de la iglesia católica, en cuanto instrumento del Dios juez. Los medios que la iglesia ofrecía al hombre para conseguir la salvación tenían que parecerle a Lutero simples formas de tratar de ejercer coacción en Dios, o de intentar sobornarlo para que concediera su amor divino, por lo que había de considerarles blasfemos.
No es tema de este libro examinar hasta qué punto tenía razón Lutero en entender de esta manera la iglesia de finales de la Edad Media, pero, desde luego, su forma de enfocar el problema estaba justificada, y los temas a que se refería eran pertinentes. En todo caso, no cabe duda que su concepto de la salvación, fundamentado en su idea de Dios, representaba o una total innovación doctrinal o una vuelta igualmente revolucionaria al primitivo cristianismo, como Lutero personalmente creía. Sus simpatías por una fe más sencilla se refleja en su desconfianza ante la filosofía. La Reforma protestante creó su propia dialéctica y tuvo sus propios escolásticos, pero nunca pudo llegar a rivalizar con los logros metafísicos e intelectuales de Roma ni del pasado ni del futuro. Era natural que para Lutero la razón resultara un instrumento presuntuoso. En su teología de Dios y de Cristo –aunque debe precisarse que no repudiaba la razón en el estudio del hombre y del mundo– la razón no tiene cabida, porque la razón es humana y porque todo razonamiento acerca de Dios le fuerza a desplazarse de su posición de centro de las cosas. Este volver a hacer de Dios el centro vital de la religión y la teología fue un logro cierto de la teología de la Reforma, que resultó posible gracias a su forma de entender a Dios como amor, y que eliminó la necesidad, tan imperiosamente sentida durante la Edad Media, de intermediarios e intercesores. La Reforma tenía que condenar, en consecuencia, todos los demás cultos de los santos y de la Virgen María por idólatras, puesto que menoscababan la dignidad única de Dios, y por blasfemos, puesto que demostraban falta de fe en la inconmensurable bondad divina. Lutero se sentía tan seguro de la gracia que no veía ni la necesidad ni el sentido de recurrir a medios subsidiarios de llegar a Dios. Pero esta seguridad no la ha podido tener siempre todo el mundo. Desde el principio, el protestantismo fue una religión más difícil que aquella de la que se había separado.
Naturalmente, la teología afectó también las doctrinas acerca del mundo real, del mundo de los hombres pecadores, y en este campo la Reforma influyó, hasta cierto punto, en sentido inverso. En religión, Lutero y sus seguidores intensificaron, purificaron e incluso espiritualizaron el problema fundamental del sentido de Dios y su relación con el hombre. En la vida corriente de todos los días suprimieron todos los signos visibles de lo espiritual. Como todos los hombres estaban a igual distancia de Dios y todos dependían igualmente de su misericordia –eran igualmente capaces o incapaces de llegar a Él–, en la concepción protestante no podía haber un lugar especial para un tipo especialmente espiritual de personas. No solo son sacerdotes todos los creyentes, sino que ningún creyente puede ser monje. Todos los hombres pueden y deben vivir una vida religiosa cualquiera que sea la situación en que se encuentren o la profesión que desempeñen, y vivirán esa vida religiosa si emplean su «llamada» (su lugar en el mundo) para hacer obras de amor al prójimo. La religión medieval repudiaba al mundo y admiraba a los que renunciaban a él para buscar la perfección del espíritu. En la Edad Media un «religioso» era un miembro de una orden ascética. Los protestantes tampoco consideraban, desde luego, al mundo como algo bueno. Al igual que para el resto de los que se llaman cristianos, el mundo tenía que ser para los protestantes una consecuencia de la caída. De hecho, la nueva religión adoptó un concepto mucho más humilde de la natural perfectibilidad del hombre en relación con la absoluta bondad del Ser divino, que el que podría aceptar una iglesia poseída de su poder para atar y desatar. Empero, el mundo era para el protestantismo un habitáculo apropiado para el hombre en su peregrinaje hacia la vida eterna; una mansión que ningún hombre puede ni debe esquivar. Por otra parte, al negar la utilidad de las buenas obras perdían su sentido los servicios comunitarios (si así puede llamárseles) que realizaban los monjes medievales, con sus plegarias y misas, que eran eficaces porque, por haber renunciado al mundo, estaban en vías de adquirir méritos para el cielo. Dicho en pocas palabras, el protestantismo procuró difundir la religión por todos los aspectos y actividades de la vida y, por ello, todas las manifestaciones de la vida eran aspectos de la vida religiosa. Para utilizar la famosa frase de Max Weber, su ascetismo funcionaba dentro de este mundo, no fuera de él[2], lo que equivale a decir que era en el trabajo y en las ocupaciones de cada día donde había que llevar una vida que fuera grata a Dios y conforme con la ley divina. La natural consecuencia de esta doctrina no sería tanto, dadas las necesidades y tendencias humanas, la santificación del mundo como la secularización y la «privatización» de la religión. En todo caso, contribuyó a terminar con el ascetismo puramente formal, vacío de verdadera espiritualidad e incluso de honradez e integridad, que era uno de los peligros que acechaban constantemente a la vida monástica.
En términos generales, los resultados que produjo la auténtica renovación religiosa provocada por Lutero no fueron siempre los que él hubiera deseado. La religión institucionalizada, a la que él atacó, se veía debilitada por su propensión a la corrupción, por su excesiva manga ancha para las debilidades humanas y su condescendencia con el altanero orgullo jerárquico. Sin embargo, su fortaleza radicaba en que brindaba una organización visible, un personal especializado y un apoyo para las incertidumbres y la ansiedad de los hombres. Además, constituía un principio supremo de orientación y una norma positiva, lo que libraba a la religión de los caprichos y altibajos de la conciencia individual. Las explosiones de militante entusiasmo y misticismo que acosaron a la Reforma desde el principio eran una advertencia (que, en todo caso, Lutero tuvo bien presente); aquellas excentricidades pudieron ser dominadas, sin embargo, y tan injustificado estaría juzgar al protestantismo exclusivamente por sus Müntzers y Jans de Leyden como condenar globalmente a la iglesia de Roma por sus prelados acomodaticios o por sus frailes mujeriegos. Pero había un peligro más grave que acechaba al protestantismo, por ser este una religión que ponía enteramente su confianza en la obra de Dios en el alma de cada persona; las nuevas iglesias tuvieron que hacer frente desde el principio a las constantes divisiones que ellas mismas habían provocado al rechazar la autoridad de una única iglesia universal. El peligro, tan aireado por sus adversarios, de que las personas que se creyeran distinguidas con la gracia de Dios no harían caso en absoluto de la ley moral, no llegó a constituir nunca un problema. Ni en esta época ni en las siguientes abandonaron nunca los protestantes en su conjunto la observancia de la moralidad que regía en su tiempo. Y, lo que es más, si acaso, tuvieron siempre mayor tendencia al rígido puritanismo que al hedonismo despreocupado. Lo que sí pasó, desde luego, fue que cada vez se insistió más en lo personal y en el derecho del individuo a formar sus propios juicios. De todas formas, no se debe asociar con excesiva ligereza el protestantismo con el culto a lo personal (como con tanta frecuencia ocurre), porque, en términos generales, los vínculos sociales de las sociedades reformadas resultaron tan eficaces para proporcionar uniformidad como los edictos de la iglesia en el anterior sistema organizativo. En cualquier caso, es cierto que, por su propia naturaleza, la doctrina protestante animaba al individuo a depender de sí mismo y a guiarse por sus propios criterios, y no deja de estar justificada la tradicional opinión que relaciona la religión protestante con los movimientos de libertad política y de cambio social. Pero estas cosas son difíciles de probar y justipreciar, porque es igualmente cierto que el protestantismo presentaba un especial atractivo para aquellas personas y sociedades en que existía una fuerte tradición de derechos individuales y de instituciones libres. Después de todas estas consideraciones, lo único que puede decirse, en resumen, es que el fracaso de Lutero y Calvino en ganar para su causa a toda la cristiandad hizo que se subrayaran los aspectos de sus doctrinas que atacaban a la autoridad o animaban al hombre a buscar dentro de sí mismo las últimas razones de todo, en detrimento de aquellos otros en los que se aconsejaba la sumisión al orden establecido.
Esta levadura de personalismo e individualismo sería la que con el tiempo haría volver a la revolución religiosa sobre su misma esencia para promover una nueva causa en el mundo. No se puede tener sometida a la razón indefinidamente, y el respeto que el protestantismo sentía por el alma individual podía hacerse extensivo, y de hecho se hizo, a la forma de pensar individual. Si es cierto que la Reforma, lo mismo a nivel teórico que en el plano de los hechos inmediatos, fortaleció –y hasta renovó– la preocupación por la religión y la teología, no es menos cierto que su ruptura con los viejos moldes constituyó la necesaria fase preparatoria para la secularización de Europa. Poco importa que esto nos parezca bien o mal. Lo que debe contar es el hecho de que sin el protestantismo, sin la destrucción en tantos países del instrumento (por poco efectivo que fuera) de control de las actividades intelectuales, serían impensables los grandes progresos que el pensamiento secular haría pronto. Aun cuando la Reforma partía de supuestos y actitudes que son esencialmente ajenos a los vigentes en la Europa moderna, la revolución científica y la liberación de la religión del control político deben mucho a un movimiento que no se propuso ninguna de esas cosas. Análogamente, también tiene su origen en la Reforma la idea de la tolerancia en cuestiones de creencias, cosa que, en sí misma, es un aspecto necesario del estado secularizado. Indudablemente, a corto plazo, la Reforma sirvió para agudizar el radicalismo y el fanatismo, para dar mayor vigor a las fuerzas represivas y partidistas, para alegrar y dar la razón a los rígidos e intolerantes. El cisma hizo que todas las partes adoptaran una actitud beligerante y aniquiló rápidamente aquella buena disposición a permitir diferencias de opinión que algunas veces había habido en la iglesia medieval. Sin embargo, el mismo hecho del cisma empezó pronto a influir en sentido inverso. Las guerras ideológicas se agotan pronto en sí mismas. Es cierto que los hombres luchan con mayor ardor por una idea que por conseguir una ventaja material; pero también es verdad que luchan más tiempo por el pan que por una idea. El pan desilusiona menos. Tanto como de las ideas, la tolerancia sería consecuencia de la indiferencia, y cada vez había más gente indiferente, porque cada vez eran más los que se daban cuenta de que las cuestiones en litigio no merecían una guerra o no podían decidirse con una guerra.
Hablando con propiedad, la Reforma no fue un movimiento en pro de la libertad de conciencia y de pensamiento. En aquellos lugares en que triunfó de forma más completa, en Ginebra o en Massachusetts, por ejemplo, sometió la mente de los hombres a un control aún más feroz que el que existía en el antiguo orden, o hizo que Roma montara un sistema represivo aún más temible. Lo mismo que la iglesia católica, los reformadores pensaban que estaban en posesión de la única verdad que existía, y, por otra parte, estos reformadores trabajaban en colaboración con príncipes que consideraban las discrepancias religiosas como necesariamente equivalentes a la sedición. No obstante, la Reforma evocaba el mensaje personal del cristianismo primitivo; la Reforma creó dos bandos y en cada uno de ellos podían encontrar refugio los exiliados del otro, y como ninguno de estos bandos pudo destruir al contrario, en último término, las guerras y la persecución religiosas resultaban evidentemente absurdas. Por todo esto puede, con verdad, decirse que la tolerancia, la diversidad de opinión y el respeto por las creencias de los demás no podían ser realidad hasta que no se hubiera destruido el poder monolítico de la iglesia.
De todas formas, en la época en que Lutero escribía sus tratados doctrinales todos estos acontecimientos no eran más que sombras de un futuro insospechado y, además, hay razones para sostener que el efecto inmediato de la Reforma, efecto posiblemente perseguido de modo deliberado, fue el amordazamiento del libre pensamiento y de la libre investigación. ¿Ahogó el protestantismo al humanismo? Evidentemente, el protestantismo no destruyó la mecánica de los estudios humanistas que, de forma latente, inspiraban todo el pensamiento y especialmente l...

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