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Memoriales de petición. Qué, quién, cuándo, cómo, por qué
Las diligencias del procedimiento para obtener una licencia y/o un privilegio de impresión arrancaban con la presentación de un memorial de petición encaminado al Rey en su Consejo Real y que se encabezada con un Muy poderoso señor (MPS) como ordenaba la Pragmática de los tratamientos y cortesías de 1586. Dichos memoriales de pedimento eran similares a los que se empleaban para solicitar la concesión de cualquier otra clase de licencias o privilegios reales, esa concreta forma de expresión de la liberal gracia regia altomoderna.
Por ello, las peticiones de licencia y privilegio para imprimir libros pueden encontrarse junto a otros memoriales de la más variopinta condición. Van éstos de licencias para pedir limosna o pescar con redes y en ríos públicos a permisos para poner compañía de comedias, como el presentado sin éxito por Hernán Sánchez en 1609, o para que se permitiese entrar en la de Antonio de Villegas a una hija suya de ocho años en 1612, pasando por la licencia que requirió al Consejo poco después un saludador santanderino, mostrándose dispuesto a «hacer las esperiencias que se mandaren».
Los solicitantes de estas y otras peticiones semejantes –vender curativos aceites medicinales, por ejemplo– debían, en efecto, demostrar la utilidad común que redundaría si se concedía lo que suplicaban, sin importar si se trataba de un libro nuevo o, como en el caso del saludador, del ejercicio de una particular gracia natural. La semejanza mayor la presentan, no obstante, con las peticiones relativas a nuevos ingenios mecánicos que, a la manera de las posteriores patentes, sufrían un proceso de aprobación similar al que deberían superar los libros, pues junto a la licencia también se podía pedir la extensión de un privilegio real de exclusividad.
Así, por poner sólo dos ejemplos, en 1610 un tal Sarran du Tausin pidió que se le concediese licencia y privilegio por diez años para utilizar una «nueva invención de hornos para cocer pan, bizcocho, pasteles, empanadas y cualquier suerte de viandas», asegurando en el memorial que «bendrán a comer el pan y otras cosas más barato y limpio y perfeçionado». Siete años antes, en 1603, el arquero Juan Rameo había hecho lo propio para construir un ingenio hidráulico para subir agua, cuya vista y examen fue cometido a Andrés García de Céspedes y a Julio Ferrufino, quienes aprobaron la máquina porque, después de haberla visto, «nos pareció muy a propósito para la economía y policía destos reynos, pues servirá para fuentes y regar jardines y dará agua para los más servicios». A la luz de estas probanzas, el Consejo concedió licencia y privilegio por diez años al solicitante.
En buena medida, el procedimiento en su práctica parece remitir, a la postre, al modelo de examen –vista y examen– por el que los particulares pedían ser examinados para poder practicar una determinada actividad en público y de cuyo ejercicio cabría la obtención de un beneficio económico. El caso mejor conocido, sin duda, es el de los maestros de primeras letras, quienes, como se sabe, tenían que demostrar su capacidad a través de muestras de su arte.
En 1613, Pedro Díaz Morante suplicó al Consejo Real que su examen para enseñar en la corte se realizase en presencia de un miembro de dicho consejo, una vez que algunos maestros madrileños pidieron que se le revocase la licencia que para ello había concedido el corregidor de Madrid. Con su habitual pericia documental, Emilio Cotarelo publicó el auto por el que:
En la villa de Madrid, a veintitrés días del mes de Marzo de mil y seiscientos y trece años. El licenciado Gil Ramírez de Arellano, del Consejo de S.M., a quien por los señores del dicho Consejo se ha cometido el examen de Pedro Díaz Morante, maestro de enseñar a leer, escribir y contar, habiendo visto las letras que hace el dicho Pedro Díaz Morante e informándose de su suficiencia y habilidad, vida y costumbres de personas peritas en el dicho arte, dijo: Que le había por hábil y suficiente para enseñar el dicho arte de leher, escrevir y contar, y mandó que se guarde el auto proveído por D. Pedro de Guzmán, corregidor desta villa, por el qual le dio licencia para que por término de seis meses pueda poner en ella escuela y enseñar en ella a leher, escreuir y contar, para que en este tiempo se vea su suficiencia y habilidad, y ansí lo mandó y firmón y que Navarro le visite y vea cómo enseña e informe. El licenciado Gil Ramírez de Arellano.
Como se ve, Ramírez de Arellano, a quien Morante dedicó su Nueva arte de 1616, vino a sentenciar favorablemente sobre la suficiencia del calígrafo después de haber examinado sus letras y en atención a informaciones recabadas de peritos en la materia. También Cotarelo da cuenta de cómo Morante hizo entonces presentación ante el Consejo de una serie de informaciones que vendrían a aprobar su capacidad.
Es cierto que la entrada del Consejo Real en este asunto se debió a la súplica del interesado ante la enemiga que le mostraron sus nuevos colegas de la corte poco después de llegar a Madrid desde Toledo, en un gesto característico de gremialismo local. No obstante, interesa recalcar que los pasos del examen responden en lo fundamental a la mecánica propia de la concesión de licencias de imprenta, es decir, petición y entrega de informaciones probatorias por parte del interesado sobre las que se realiza un juicio o consideración de un miembro del Consejo, quien, a su vez, se asesora de peritos tenidos por inteligentes en la materia. Sin olvidar la voluntad de la Monarquía de reclamar para sí la autoridad en materias de imprenta como una regalía, tanto frente a Roma como en consecuencia de su condición de garante superior del bien comunitario –para entonces hondamente teñido de confesionalidad–, si cambiamos la escala del estricto ejercicio local a la general difusión en el Reino se puede concluir que las licencias de impresión eran una suerte de examen real con vista.
Tras superarlo, autores y obras quedaban, así, examinados, pero no para un ejercicio gremial, sino para que se hiciesen públicos de forma masiva y general en los territorios del Reino y pudiesen hacerse comunes. La responsabilidad que de ello le cabía a la Monarquía en lo que, en consecuencia, se daba a leer u oír leer sale a relucir en la voz del ventero cervantino quien, en un pasaje justamente célebre, no podía admitir que se tuviese por disparate lo que estaba «impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fuesen gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta» (Quijote I, 32).
Dejando a un lado, por supuesto, las ediciones contrahechas y otras piezas de similar linaje bibliográfico, existe, sin embargo, algún caso en el que una obra fue eximida oficialmente del procedimiento de concesión de licencia. Por ejemplo, el tratado sobre la peste de Luis de Mercado de 1599 no hubo de pasar por aprobación alguna en atención a que la necesidad imperiosa del avance del contagio hizo que el rey Felipe III encargase a su médico de cámara la composición de la obra para que pudiera ser distribuida con urgencia «sin que aya dilación ni sea necessaria otra diligencia» para que la llevara a la imprenta.
Los expedientes de escribanías de cámara del Consejo dan buena cuenta de las que eran diligencias habituales y ciñéndonos a los memoriales de petición relacionados con la imprenta, lo conservado en ellas respondería al siguiente esquema:
• licencias y privilegios de impresión de una o varias obras nuevas;
• licencias para las adiciones al texto de obras que ya han sido aprobadas, pero que todavía no han sido impresas;
• licencias para desmembrar una parte de una obra cuyo privilegio está en vigor y llevarla a la imprenta;
• licencias para la reimpresión de una o...