Ellos no saben lo que hacen
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Ellos no saben lo que hacen

El sinthome ideológico

Slavoj Zizek

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El sinthome ideológico

Slavoj Zizek

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"Ellos no saben lo que hacen": esa es la definición más exacta que se puede dar de la ignorancia fundamentada en cualquier ideología. Tal ignorancia, sin embargo, no es evidencia de una ceguera o un desconocimiento. Al contrario, en realidad refleja un placer, un placer que, paradójicamente, nació de la instrucción de renunciar a todo goce. Cuando no sabemos, nos gusta; y donde uno disfruta (porque no sabemos) hay un "síntoma" (utilizando las palabras de Jacques Lacan), que es un síntoma de la ideología. Así, por ejemplo, el judío es el síntoma del nazi, o el traidor revisionista el síntoma del estalinista. De los totalitarismos fascista y soviético a la economía libidinal de la pretendida posmodernidad, los síntomas ideológicos, y el disfrute cuasi culinario que los acompaña, están por todas partes. En Ellos no saben lo que hacen, Slavoj Žižek analiza y desbroza, con su virtuosismo habitual, la ignorancia ideológica pasando, sin pudor ninguno, de Alfred Hitchcock a Woody Allen, de la tragedia del Titanic a Chernóbil, y de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt a la de Jacques Lacan. Un libro fundamental en la producción teórica del filósofo esloveno, el teórico más iconoclasta del mundo."

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Información

Año
2017
ISBN
9788446044697
VII. Respuestas de lo real
La mirada y la voz como objetos
Ciertamente, la primera asociación que viene a la mente del lector versado en los textos «deconstructivistas», con respecto a la mirada y la voz, es que ambas constituyen el blanco principal de los esfuerzos de deconstrucción de Derrida: ¿qué es la mirada, sino la teoría que capta la «cosa misma» en presencia de su forma o en la forma de su presencia, y qué es la voz, sino el medio del «auto-afecto» puro que permite la presencia ante sí mismo del sujeto parlante? El propósito de la «deconstrucción» es precisamente demostrar que la mirada está siempre determinada por la red «infraestructural» que distingue lo que puede ser visto de lo que no y escapa así necesariamente al dominio de la mirada, de lo que no puede ser captado sino por el margen de su estructura y de lo que no se puede dar cuenta mediante una reapropiación «auto-reflexiva»; y, en relación con ello, demostrar que la presencia ante sí de la voz está siempre dividida y diferida por el trazo de la escritura. Sin embargo, aquí encontramos una indicación de la inconmensurabilidad radical entre Lacan y el «deconstructivismo»: en Lacan, las funciones de la mirada y de la voz son casi diametralmente opuestas. En primer lugar, no están en el lado del sujeto, sino en el del objeto. La mirada indica el punto en el objeto (en la imagen) a partir del cual el sujeto que lo ve es observado, es decir, es el objeto el que me mira. La mirada, lejos de asegurar la presencia ante sí del sujeto y de su visión, funciona pues como una mancha, un punto en la imagen que perturba la visibilidad clara e introduce una fisura irreductible en mi relación con la imagen: nunca puedo ver la imagen en el punto desde el que me mira, esto es, la vista y la mirada son esencialmente asimétricas. La mirada, como objeto, es una mancha que me impide mirar la imagen desde una distancia «objetiva» y segura, enmarcarla como una cosa a disposición de la influencia de mi vista: es, por decirlo así, un punto en el que el propio marco (de mi vista) está ya inscrito en el «contenido» de la imagen vista. Evidentemente, sucede lo mismo con la voz como objeto: esa voz, la voz del Superyó, por ejemplo, que se dirige a mí sin estar conectada a ningún soporte particular, flotando libremente en cierto intervalo aterrador, funciona de nuevo como una mancha, cuya presencia inerte molesta como un cuerpo extraño y me impide alcanzar mi propia identidad.
Para clarificar un poco todo esto, utilicemos el procedimiento clásico de Hitchcock: ¿cómo filma una escena en la que el sujeto se acerca a un objeto misterioso y «siniestro», por lo general una casa? Haciendo alternar la visión subjetiva del objeto que se aproxima (la casa) y una toma objetiva del sujeto en movimiento. Entre los innumerables casos, consideemos dos: Lilah (Vera Miles) acercándose a la casa de la «madre», al final de Psicosis, y Melanie (Tippi Hedren) acercándose a una casa donde vive la madre de Mitch, después de cruzar la bahía en la famosa escena de Los pájaros que Raymond Bellour (véase Bellour, 1979) analizó en detalle. En ambos casos, la visión de la casa por la mujer que se aproxima a ella se alterna con la toma de la mujer que camina hacia la casa (o se aleja de ella). ¿Por qué este procedimiento formal, como tal, genera tanta ansiedad? ¿Por qué el objeto que se acerca (la casa) se hace siniestro? Aquí encontramos precisamente la dialéctica ya citada de la visión y la mirada: el sujeto ve la casa, pero lo que provoca la ansiedad es la sensación indefinida de que es la propia casa, de algún modo, la que lo mira, lo observa desde un punto que escapa totalmente a su visión y lo convierte así en algo impotente.
El estatus correspondiente de la voz como objeto fue desarrollado por Michel Chion a propósito del concepto de «voz acusmática», esto es, sin soporte, que no puede ser atribuida a ningún sujeto y que planea en un intervalo indefinido, una voz que es implacable, precisamente, porque no puede ser situada convenientemente, al no pertenecer ni a la «realidad» diegética ni al acompañamiento sonoro (comentario, partitura musical), sino a ese misterioso dominio que Lacan denomina «entre-dos-muertes». Consideremos de nuevo la película Psicosis de Hitchcock: como demostró Chion en su brillante análisis (véase Chion, 1982), hay que situar el problema central de Psicosis en el plano formal, ya que se refiere a la relación entre una determinada voz («la voz de la madre») y el cuerpo –la voz va, por decirlo así, en busca de su cuerpo–. Cuando al final lo encuentra, no se trata del cuerpo de la madre, sino que se «pega» artificialmente al cuerpo de Norman. La tensión creada por la voz errante en busca de su cuerpo también podría explicar el efecto de alivio o la belleza poética de la «desacusmatización», es decir, el momento en que la voz encuentra finalmente su apoyo, como en la película Mad Max II de George Miller: al principio de la película tenemos la voz de un anciano que presenta la historia, y una vista general de Mad Max solo en la carretera –hasta el final no sabemos claramente a quién pertenecen esa voz y esa mirada: al pequeño niño salvaje que lleva un bumerán y que se convirtió más tarde en jefe de su tribu, que cuenta la historia a sus descendientes–. La belleza de la inversión final reside en su carácter inesperado: los dos elementos –la pareja mirada-voz y la persona que es su soporte– están ahí desde el principio, pero hasta el final no se establece el vínculo entre ellos, cuando el par mirada-voz se «fija» en una de las personas de la realidad diegética.
El exponente de la voz acusmática donde encontramos las consecuencias más importantes para el proceso de «crítica de la ideología» es la película Brasil, de Terry Gillian. Sabemos lo que es «Brasil»: la estúpida canción de los años cincuenta que resuena machaconamente durante toda la película; esa música, cuyo estatus no está nunca claro (¿cuándo pertenece a la realidad diegética, cuándo a la partitura musical?), encarna, mediante una repetición dolorosamente ruidosa, el imperativo superyoico de un goce bestial. En resumen, «Brasil» es el contenido del fantasma del protagonista de la película, el apoyo, el punto de referencia que estructura su goce, y es precisamente por esa razón por lo que podemos demostrar la ambigüedad fundamental del fantasma. Parece, durante toda la película, que el ritmo estúpido e importuno de «Brasil» sirven de apoyo al goce totalitario, es decir, que condensa el marco del fantasma del orden social totalitario «demente» descrito por la película; pero al final, cuando la resistencia del protagonista parece ya destruida por las salvajes torturas a las que ha sido sometido, ¡escapa de sus torturadores comenzando a silbar «Brasil»! Aunque funcione como soporte del orden totalitario, el fantasma es, pues, al mismo tiempo el resto de la realidad que nos permite retroceder, preservar una especie de distancia con la red socio-simbólica. Cuando el goce idiota nos vuelve obsesivamente locos, ni siquiera la manipulación totalitaria puede alcanzarnos.
Encontramos el mismo fenómeno de la voz acusmática en la Lili Marleen de Fassbinder: durante la película, la popular canción de amor cantada por los soldados alemanes se repite insistentemente, y esa repetición sin fin convierte una melodía agradable en un parásito doloroso y repugnante que no nos deja un momento. Aquí, de nuevo, su estatus no está claro: el poder totalitario (personificado por Goebbels) trata de manipular, de servirse de ella para cautivar la imaginación de los soldados exhaustos, pero la canción elude su intento, como el genio que escapa de la botella y comienza a tener una vida propia cuyos efectos nadie puede controlar. La característica principal de la película de Fassbinder es ese énfasis que pone en la ambigüedad profunda de «Lili Marleen», una canción de amor nazi difundida desde todos los dispositivos de propaganda, pero que en el límite puede convertirse en un elemento subversivo que podría hacer estallar el propio mecanismo ideológico que la soporta, hasta el punto de que corre el riesgo de ser prohibida. Tal fragmento del significante empapado del goce idiota, pegado a ese goce, es lo que Lacan, en la última etapa de sus cursos, llamaba sinthome: lo que tenemos ahí ya no es el síntoma, el mensaje codificado que debe ser descifrado por medio de su interpretación, sino el fragmento de una carta insensata, es decir, de una carta cuya lectura proporciona de inmediato el jouis-sens. Es casi superfluo señalar, si tenemos en cuenta la dimensión del sinthome en un edificio ideológico, la manera en la que eso nos obliga a cambiar radicalmente el procedimiento de la «crítica de la ideología». La ideología se concibe usualmente como un discurso: como una serie de elementos cuyo sentido está sobredeterminado por su articulación específica, es decir, por la forma en que un point de capiton (el significante-Amo) los reúne en un campo homogéneo. Podríamos referirnos aquí al análisis ya clásico de Laclau y Mouffe: los elementos ideológicos particulares funcionan como «significantes flotantes» cuyo sentido queda fijado retrospectivamente por la operación de hegemonía (el «comunismo», por ejemplo, como point de capiton que especifica el significado de todos los demás elementos ideológicos: la «libertad» se convierte en «la verdadera libertad» frente a la «libertad formal burguesa»; el «Estado» se convierte en «el medio para oprimir a la clase obrera», etc.) (véase Laclau y Mouffe, 1985), pero lo que está en juego cuando se tiene en cuenta la dimensión del sinthome no es ese tipo de «deconstrucción»: no basta denunciar el carácter «artificial» de la experiencia ideológica, demostrar que el objeto aprehendido por la ideología como «natural» y «dado» es una construcción discursiva, el resultado de una red de sobredeterminación simbólica. No basta situar el texto ideológico en su contexto, hacer visibles los márgenes necesariamente descuidados; lo que debemos hacer (y es eso lo que hacen Gillian y Fassbinder) es, por el contrario, arrancar, aislar el sinthome fuera del contexto gracias al cual ejerce su poder de fascinación, y hacernos ver su profunda estupidez como fragmento de la realidad desprovisto de sentido. En otras palabras, debemos efectuar la operación que consiste en trocar el regalo precioso en un montón de mierda (tal como expresa Lacan en su Seminario XI), y darnos cuenta de que la voz fascinante e hipnotizadora sólo es un repugnante excremento pegajoso. Ese tipo de ruptura es mucho más radical que la Verfremdung brechtiana: produce una distancia no situando el fenómeno en su totalidad histórica, sino haciéndonos vivir la experiencia de la nulidad profunda de su realidad inmediata, de su presencia material estúpida que escapa a toda «mediación histórica». Ahí no añadimos la mediación dialéctica para que el contexto confiera sentido al fenómeno, sino que más bien la sustraemos.
Es en esta línea fronteriza específica donde se sitúa la escena más sublime, y al mismo tiempo la más penosa, de la película de Spielberg El Imperio del Sol, cuando el joven Jim, prisionero en un campo japonés cerca de Shanghái, observa a los suicidas kamikazes realizando su ceremonia ritual antes del vuelo final y se une a su canto con su propio himno, en chino, tal como lo aprendió en la iglesia: ese canto, incomprensible para todos los presentes, tanto japoneses como ingleses, es una voz fantasmática en su carácter más puro, y su efecto es obsceno no porque tenga nada de sucio, sino precisamente porque a través de él Jim revela la esfera más íntima de su ser, es decir, que expone públicamente el agalma que guarda como un tesoro oculto que constituye el último soporte de su identidad. Por eso todo el mundo, al oír su voz, se siente un tanto incómodo, como cuando alguien nos revela «demasiado» de sí mismo; pero al mismo tiempo todos, desde sus conocidos ingleses hasta el comandante japonés del campo, le escuchan con cierto respeto indefinido. Lo más importante es un cambio repentino en la calidad de la voz de Jim: en cierto momento su voz ronca y reseca se transforma en una voz con vibraciones armónicas, acompañada por un órgano y un coro; pasamos así del modo en que le oyen los demás a cómo se oye él a sí mismo; pasamos de la realidad al espacio del fantasma.
Cuando la realidad responde
En El Imperio del Sol, el problema esencial de Jim es sobrevivir, no sólo físicamente, sino sobre todo psíquicamente, es decir, evitar la «pérdida de realidad» después de que su mundo, su universo simbólico, se haya derrumbado literalmente. Debemos recordar las escenas iniciales de la película, donde la miseria de la vida cotidiana china contrasta con el mundo de Jim y sus padres (el mundo aislado de los ingleses, cuya irrealidad se hace evidente cuando, disfrazados para un baile de máscaras, atraviesan en su limusina el flujo caótico de refugiados chinos); la realidad (social) de Jim es el mundo aislado de sus padres, y él sólo ve la miseria china a través de un velo. Ahí tenemos, pues, una barrera que separa el «interior» del «exterior», barrera materializada en el vidrio de la ventanilla del Rolls Royce de sus padres: así es como Jim observa la miseria y el caos de la vida cotidiana china, como una especie de «proyección» cinematográfica, como una especie de experiencia irreal ficticia totalmente alejada de su realidad, en las escenas terroríficas de una multitud enardecida con sus carcajadas y su crueldad, mezclándose la sangre al ambiente gris del entorno. El problema para él es sobrevivir cuando cae esa barrera, es decir, cuando se ve arrojado a ese mundo obsceno y cruel con el que ha podido hasta entonces mantener una distancia basada en la suspensión de su realidad. Su primera reacción, automática por decirlo así, frente a esa pérdida de la realidad, a ese encuentro con lo Real, es repetir el gesto fálico elemental de la simbolización, convertir su profunda impotencia en omnipotencia, para hacerse plenamente responsable de la intrusión de lo Real. El momento en que irrumpe lo Real se puede localizar con precisión: está marcado por el disparo, lanzado desde el buque de guerra japonés, contra el hotel donde se refugian Jim y sus padres, que sacude hasta los cimientos del edificio. Con mayor precisión, para mantener un «sentido de la realidad», Jim asume automáticamente la responsabilidad de ese disparo, percibiéndose como culpable: inmediatamente antes había observado, desde su habitación en el hotel, las señales luminosas lanzadas desde el barco japonés, y había respondido con su linterna de bolsillo; tras el impacto del proyectil contra el hotel, cuando su padre se precipita en la habitación, Jim grita, desesperado: «¡No ha sido a propósito! ¡Sólo era una broma!». Hasta el final sigue convencido de que han sido sus señales luminosas las que han provocado sin querer la guerra. La misma sensación entusiasta de omnipotencia aparece más tarde en el campo de prisioneros, tras la muerte de una mujer inglesa; Jim la masajea desesperadamente y, cuando la mujer agonizante abre los ojos por un momento, debido a la circulación de la sangre, Jim cae en éxtasis, convencido de que es capaz de resucitar a los muertos… Ahí podemos ver cómo esa identificación «fálica» que cambia la impotencia en omnipotencia está siempre ligada a una respuesta de lo real: tiene que haber «un pedacito de realidad», absolutamente contingente pero percibido por el sujeto como una confirmación, un apoyo a su fe en su omnipotencia. En El Imperio del Sol es primero el disparo del barco japonés que Jim percibe como «una respuesta de lo real» a sus señales, luego los ojos abiertos de la inglesa muerta y por último, hacia el final de la película, el estallido de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima: Jim se siente iluminado por una luz especial, penetrado por una nueva energía que dota a sus manos de un poder curativo único, e inmediatamente trata de devolver la vida al cuerpo de su amigo japonés. La misma función de «respuesta de lo real» cumplen las «cartas despiadadas» que muestran repetidamente la «muerte» en la Carmen de Bizet, o la poción de amor que materializa la causa del vínculo fatal en el Tristán e Isolda de Wagner: «un pedacito de realidad» contingente del que está suspendido el deseo.
Lejos de limitarse a los presuntos casos «patológicos», esta función de «respuesta de lo real» es necesaria para que se establezca la comunicación intersubjetiva como tal: no hay comunicación simbólica sin que un «pedacito de realidad» garantice de algún modo su coherencia. Es decir, ¿cómo ...

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