La dictadura de los supermercados
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La dictadura de los supermercados

Cómo los grandes distribuidores deciden lo que consumimos

Nazaret Castro

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  1. 240 páginas
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La dictadura de los supermercados

Cómo los grandes distribuidores deciden lo que consumimos

Nazaret Castro

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El modelo de la gran distribución moderna -hipermercados, supermercados, grandes almacenes- tiene una importancia central en el sistema capitalista de la globalización, y no sólo porque algunas empresas de la distribución se encuentren entre las mayores multinacionales del planeta. Acostumbrarnos a comprar en este tipo de establecimientos, en detrimento del casi extinguido comercio tradicional de proximidad, ha modificado cómo y qué compramos: los pequeños proveedores muy difícilmente logran vender sus productos a las cadenas de supermercados, que se han convertido en verdaderos formadores de precios y nos ofrecen productos cada vez más homogéneos, bajo una apariencia de colorida diversidad. El modelo de la gran distribución alimenta una cadena socialmente injusta y ambientalmente insostenible, basada en la deslocalización de la producción y en la externalización de los costos socioambientales. El pastel de la alimentación, el textil, los productos culturales y cada vez más sectores están en cada vez menos manos, que deciden qué consumimos, qué comemos y cómo habitamos el espacio. Sin embargo, surgen alternativas, como los grupos de consumo, las huertas urbanas o los mercados sociales, que aparecen como semillas de cambio que apuestan por otros mundos posibles.

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Información

Año
2017
ISBN
9788446044550
V
EXTERNALIDADES QUE NO CUENTAN: LOS IMPACTOS SOCIOAMBIENTALES DEL MODELO
La producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica, socavando al mismo tiempo las dos fuentes originarias de toda riqueza: la tierra y el hombre.
(Karl Marx)
En las próximas páginas, repasaremos los impactos del sistema de distribución moderno en la sociedad y en la naturaleza. Partimos de una hipótesis: los impactos sociales y ambientales no son cuestiones diferenciadas; son dos caras de la misma moneda. Lo ambiental y lo social aparecen engarzados; analizarlos como si se trataran de aspectos diferenciados nos lleva fácilmente a posturas simplistas, que nos hacen perder el foco o incluso ver las necesidades sociales y ambientales como factores antagónicos. Si la palma de aceite provoca estragos en una comunidad, en su economía y su dinámica social, es precisamente por los impactos ambientales que genera el monocultivo y, si bien es cierto que la realidad se presenta de forma más compleja, y se entremezclan impactos negativos con otros positivos o percibidos como tales, eso no invierte esa incardinación entre lo social y lo ambiental[1].
Esta posición nos hace converger con las visiones de la ecología política, que, más que una disciplina, es un enfoque interdisciplinar en el que se integran las ciencias sociales con las ciencias naturales, y es también un movimiento político y social en el que convergen pensadores de la talla de Iván Illich, Félix Guattari y André Gorz. En el Estado español, este enfoque ha tenido resonancia en la figura del catalán Joan Martínez Alier, y que ha florecido también en América Latina, donde la categoría de «ecologismo de los pobres»[2] se materializa en luchas en las que, de punta a punta del continente, comunidades afrodescendientes, indígenas y campesinas se enfrentan a megaemprendimientos mineros, de extracción de hidrocarburos, monocultivos o grandes represas.
La ecología política y la economía ecológica son abordajes interdisciplinarios, críticos con el discurso economicista hegemónico, con los que se trata de engarzar el funcionamiento del sistema económico dentro de la complejidad de la realidad social y de la biodiversidad ecológica. Desde este abordaje, que tiende a la inclusión de la complejidad para no esterilizar el debate con aproximaciones fragmentarias, revisaremos los impactos socioambientales de la gran distribución moderna, en dos sentidos: primero, por los impactos sociaombientales que genera el mismo hecho de sustituir el tejido social del pequeño comercio por la compra semanal o mensual en el hipermercado y, segundo, por el modo en que la GDM ha potenciado el consumo de las grandes marcas, insertas en las cadenas globales de valor que externalizan los impactos socioambientales, esos que no incluyen las empresas pero que alguien termina pagando, a veces, al alto precio de la vida.
¿QUIÉN PAGA LO QUE NO SE INCLUYE EN LOS BALANCES DE LAS EMPRESAS? APORTES DE LA ECOLOGÍA POLÍTICA Y LA ECONOMÍA ECOLÓGICA
Estas cuestiones cobran tintes de imperiosa urgencia en el momento actual de crisis civilizatoria en que, según múltiples estudios científicos, parecemos estar al borde del colapso ambiental. Ese, el de inminente colapso, es el que vislumbran Fernández Durán y González Reyes al realizar un recorrido por la historia humana a partir de la energía en el imprescindible ensayo En la espiral de la energía. Los autores explican cómo el aumento de la energía disponible posibilitó los grandes hitos de nuestras civilizaciones: desde el fuego hasta la agricultura y, después, el descubrimiento de las energías fósiles. Llegamos ahora a un cuarto momento de transición energética: la particularidad es que, por primera vez en la historia humana, en lugar de aumentar la cantidad y calidad de la energía disponible, está empezando a disminuir, lo que implicaría la necesidad de disminuir la complejidad social, que hasta ahora había sido creciente, posibilitada por el aumento de la energía disponible. Resulta difícil concebir, en un mundo con una disponibilidad energética muy mermada, megalópolis de millones de habitantes o alimentos «kilométricos». Eso, si queremos que la especie humana sobreviva a esto que se ha llamado Antropoceno: la época en la que la actividad humana es capaz de alterar las condiciones climáticas, y no precisamente para bien de nuestra especie.
Pero es que llevamos mucho tiempo derrochando los recursos naturales: el mismo sistema económico que ha estructurado su discurso a través de expresiones como «racionalidad del gasto», «eficiencia» y «rentabilidad» es, en realidad, profundamente despilfarrador de recursos. Sólo unos ejemplos: la obsolescencia programada, los mencionados alimentos –y otras mercancías– kilométricos, el sobreconsumo acelerado por la publicidad, que te empuja, por ejemplo, a desechar tu teléfono móvil cada año, aunque funcione perfectamente (obsolescencia percibida).
La obsolescencia programada o los alimentos kilométricos son ejemplos extremos de la irracionalidad extrema a la que lleva la racionalidad instrumental, esa que ha sido el eje del discurso economicista hegemónico desde la propia constitución del sistema capitalista. Que esa racionalidad sea instrumental implica que nos interesa ser racionales para algo: para reproducir el capital, concretamente. Esa ideología se sostiene a partir de la creencia –dogma de fe, diríamos, habida cuenta de que, en la práctica, no se ha verificado su existencia– en un Homo economicus, cuya única motivación es la ganancia, si es empresario, o la maximización de la utilidad, si es consumidor. En definitiva: el hombre y la mujer modernos compran analizando fríamente si aquello que compran les proporciona la mayor utilidad en relación con el precio. Y, sin embargo, esta apelación a la racionalidad oculta las manipulaciones a nivel emocional a través de las cuales la publicidad y el marketing nos imponen determinados hábitos de consumo.
En la ecología política se critica la racionalidad instrumental y la teoría del Homo economicus, pero se va más allá: se cuestionan las nociones de productivismo, progreso y desarrollo, que son los pilares de la sociedad industrial. En los últimos años, los investigadores han estudiado los conflictos socioambientales, o conflictos ecológico-distributivos en la terminología de Joan Martínez Alier; son aquellos conflictos sociopolíticos provocados por el enfrentamiento de comunidades locales contra proyectos extractivos (agronegocio, minería, explotación de hidrocarburos o construcción de megarrepresas, entre otros) que destruyen los ecosistemas locales y sus modos de vida. Estos conflictos impactan más duramente en aquellas regiones del mundo que la división del trabajo internacional ha relegado a lugares de extracción, como América Latina; pero cada vez afectan en mayor medida, también, a los países mal llamados ricos.
En los últimos años han ganado protagonismo, dentro de la amplia corriente de la ecología política, los estudios de la economía ecológica, los cuales aportan indicadores que visibilizan la ineficiencia y el despilfarro del modelo hegemónico, a través de herramientas como la «huella hídrica». El objetivo de la economía ecológica, como veremos en las páginas que siguen, es analizar la economía no como un sistema cerrado, como hace la disciplina económica ortodoxa, sino como parte del metabolismo social, esto es, de los flujos de materia y energía que requiere, para funcionar, el sistema económico, a lo largo de toda la cadena de extracción, producción, circulación, distribución y consumo.
Metabolismo social y externalidades
La economía no es un proceso lineal, pero tampoco es circular: es entrópico[3]. La base de esta argumentación son los dos principios de la termodinámica, a saber: a) la materia y la energía no se destruyen, sino que se transforman; b) la cantidad de entropía tiende a incrementarse en el tiempo o, dicho de otro modo, en cada transformación de la materia o la energía hay una pérdida de calidad.
Entropía (del griego, «transformación») es la parte de la energía que no puede emplearse para producir trabajo. Esto significa que cada transformación de materia y energía representa una pérdida de calidad, y esa energía que se pierde se agrega al medio ambiente; ello tiene consecuencias muy concretas sobre los seres humanos: por ejemplo, que, cuando quemamos petróleo, contaminamos la atmósfera. Esas consecuencias son además imprevisibles: cuando los seres humanos comenzaron a consumir petróleo a un ritmo creciente, ignoraban que, a la larga, eso provocaría una alteración de las condiciones climáticas globales. Sin embargo, hoy lo sabemos y seguimos quemando petróleo: ya no podemos hablar de consecuencias imprevistas; esas consecuencias no deseadas son conocidas y aceptadas, porque son necesarias para sostener el sistema hegemónico, como enuncian Franz Hinkelammert y Henry Mora en Economía, sociedad y vida.
Para la ecología política, el aumento de los conflictos ambientales se debe a la creciente necesidad de la economía de aumentar esos flujos; por tanto, frenar el deterioro ambiental requiere un cambio profundo en la economía y la sociedad, y esto supone poner en cuestión las recetas del «desarrollo sostenible» y la «ecoeficiencia» postulados por el llamado «capitalismo verde»: si este apunta a resolver la crisis ambiental con las recetas del mercado, en la economía ecológica y la ecología política se cuestionan de raíz la absolutización del mercado propia del sistema capitalista, que se basa en el principio, ya teorizado por Polanyi, de que tanto la vida humana como la naturaleza tienen un valor inconmensurable[4].
De forma bastante cínica, la economía ortodoxa determina el marco de posibilidades para la vida política en las sociedades capitalistas y los impactos socioambientales de la actividad económica son externalidades; es decir, si se contamina o se destruye un ecosistema para producir una mercancía, eso se considera algo externo a la actividad económica y, por tanto, no se incluye en los balances de las empresas. Para visibilizar el impacto de esas externalidades y evidenciar cómo, de ser incluidos, determinadas empresas dejarían de ser rentables, en la economía ecológica se ha ideado una serie de indicadores biofísicos como la huella ecológica, la huella hídrica o el agua virtual.
Una crítica recurrente a esta posición consiste en argumentar que es difícil, o imposible, medir esas externalidades, pero «la razón de mayor peso [para no hacerlo] es que la distribución social de las externalidades responde a las estructuras sociales y de poder»[5]. El problema no es técnico: es político. En la ecología política se habla de deuda ecológica para visibilizar la ilegitimidad de la deuda económica y el saqueo de los recursos naturales del Sur por el Norte. Además, en la economía ecológica se hace hincapié en la existencia de valores inconmensurales, esto es, que no todo tiene un precio. Esto es así en un sentido ecológico: cuando el daño ambiental puede ser irreparable, o en situaciones de incertidumbre, sólo cabe aplicar el principio precautorio. Pero también existen valores inconmensurables social y culturalmente: así, como veremos, cuando una comunidad indígena se opone a una represa porque supondría inundar un territorio sagrado para ellos. En definitiva, la lectura que estos enfoques hacen, y que compartimos, es que, allí donde existe incertidumbre –como en el momento actual, en que la crisis climática se hace evidente–, es necesario aplicar el principio precautorio. Cuando las consecuencias sobre los ecosistemas sean desconocidas y potencialmente graves, es preferible ser prudente.
Pero ¿por qué es pertinente explicitar todo este marco teórico en un libro sobre el sector de la distribución? En las próximas páginas vamos a detallar diferentes impactos ambientales en la distribución moderna de alimentos, ropa o muebles. Nuestro propósito es demostrar que la gran distribución moderna profundiza y recrea un modelo de producción, distribución y consumo que tiende a la deslocalización creciente de la economía, y esto incrementa la huella ambiental de los productos que reproducimos; al mismo tiempo, las consecuencias sociales y laborales de ese modelo responden al mismo esquema productivista que coloca en el centro la ganancia. Como explicitábamos en la introducción, este ensayo parte de un enfoque crítico que, desde la perspectiva que se ha teorizado como economía social y solidaria, pretende colocar en el ce...

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