Poema pedagógico
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Poema pedagógico

  1. 752 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Poema pedagógico

Descripción del libro

En 1920, el departamento de Instrucción Pública encargó a Antón Semiónovich Makárenko (1888-1939) que organizara en las cercanías de Poltava, una colonia para delincuentes menores de edad que, posteriormente, recibió el nombre de colonia Máximo Gorki. Se reunió allí a niños vagabundos cuyos padres habían perecido, a niños que el torbellino de la guerra había arrastrado por toda Rusia. Entregado a esa obra, Makárenko creó un sistema pedagógico innovador, que enseñaba a los niños a vivir dentro de una colectividad por medio del trabajo. Esta obra ha sido considerada como imprescindible dentro del campo de la pedagogía por sus aportaciones teóricas con respecto al proceso educativo, y, a pesar de haber sido escrita entre la década de los veinte y los treinta del siglo xx, continúa siendo una fuente de inspiración para los actuales responsables de la educación.

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Información

Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788446044536
Libro I
A Máximo Gorki, nuestro padrino,
amigo y maestro,
con devoción y cariño.
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Un destacamento de colonos trabajando en los campos de remolacha de la colonia (1921). En la colonia los educandos dividían su tiempo en dos tipos: el trabajo escolar, al que dedicaban cuatro horas y el trabajo productivo, que ocupaba cinco. Makárenko estableció la autogestión como un principio pedagógico de las comunas.
1. Conversación con el delegado provincial de Instrucción Pública
En septiembre de 1920 me llamó el delegado provincial de Instrucción Pública.
—Escúchame, hermano –me dijo–, he oído que andas chillando por ahí..., porque han instalado tu escuela de trabajo... en el local del Consejo Provincial de Economía.
—¿Cómo no voy a chillar? La cosa no es para chillar solamente: es para aullar. ¿Qué escuela de trabajo es esa? Toda ahumada, sucia... ¿Acaso se parece eso a una escuela[1]?
—Sí... Para tu gusto, haría falta construir un edificio nuevo, colocar nuevos pupitres, y entonces tú te dedicarías a la enseñanza. El quid no está, hermano, en los edificios; lo importante es educar al hombre nuevo, pero vosotros, los pedagogos, no hacéis más que sabotearlo todo: el edificio no os gusta y las mesas no son como deben ser. Os falta eso... ¿sabes qué?... El fuego revolucionario. ¡Necesitáis la raya en los pantalones!
—¡Yo no llevo raya en los pantalones!
—Bueno, tú no la llevas... ¡Intelectuales asquerosos! No hago más que buscar y rebuscar... La cosa tiene mucha importancia. ¡Hay tantos ladronzuelos de esos, que es imposible ir por la calle! Además, ya se meten en las casas. Me dicen que este es un asunto nuestro, de Instrucción Pública... ¿Qué te parece?
—¿Qué va a parecerme?
—Pues eso, precisamente, que no quiere nadie: que todos se defienden con uñas y dientes, que todos dicen: «Nos degollarán». Naturalmente, os gustaría tener un despachito, libros... ¡Tú te has puesto hasta gafas!...
Me eché a reír:
—¡Vaya, también las gafas le molestan!
—Es lo que yo digo: que sólo queréis leer. Pero, si se os da un ser vivo, entonces salís con esas: «Me degollará». ¡Intelectuales!
El delegado provincial de Instrucción Pública me acribillaba enojado con sus pequeños ojos negros, y bajo los bigotes a lo Nietzsche, su boca expelía insultos contra toda nuestra casta pedagógica. Pero este delegado provincial de Instrucción Pública no tenía razón...
—Usted escúcheme...
—¡Qué «escúcheme» ni qué «escúcheme»! ¿Qué puedes decirme? Me dirás: ¡si fuera esto como en Norteamérica! Hace poco leí un librito acerca de eso... Alguien me lo dio intencionadamente. Reformadores... O, ¿cómo es? Espera... ¡Ah! Reformatorios. Pero eso no existe todavía en nuestro país.
—No, usted escúcheme.
—Bien, le escucho.
—También antes de la Revolución se hacía entrar en vereda a esos vagabundos. Entonces había colonias de delincuentes menores de edad...
—Esto no es lo mismo, ¿sabes?... Lo de antes no sirve.
—Precisamente. Y esto quiere decir que el hombre nuevo debe ser forjado de un modo nuevo.
—De un modo nuevo; en eso tienes razón.
—Pero nadie sabe cómo...
—¿Y tú lo sabes?
—Yo tampoco.
—Pues yo tengo en la delegación provincial de Instrucción Pública gente que sabe...
—Sin embargo, no quieren poner manos a la obra...
—No quieren los infames; en eso tienes razón...
—Y, si yo me pongo a ello, me harán imposible la vida. Haga lo que haga, dirán que no es así.
—Estás en lo justo; lo dirán esos sinvergüenzas.
—Y usted les creerá a ellos y no a mí.
—No les creeré. Les diré: debíais haberlo hecho vosotros mismos.
—Bueno; ¿y si, en realidad, me armo un lío?
El delegado provincial de Instrucción Pública dio un puñetazo sobre la mesa.
—Pero, ¿por qué vas a armarte un lío?... Bien, pues te armas un lío. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Acaso yo no lo comprendo o qué? Ármate todos los líos que quieras, pero hay que obrar. Después veremos. Lo más importante es, ¿sabes?... no una colonia de menores, sino una escuela de educación social. ¡Necesitamos, ¿comprendes?, forjar un hombre nuestro! Y tú eres quien debe hacerlo. De cualquier forma, todos tenemos que aprender. Y, por lo tanto, tú también aprenderás. Me gusta que me hayas dicho francamente: no sé. Eso está bien.
—¿Y hay sitio? Porque, a pesar de todo, hacen falta edificios.
—Hay sitio, hermano. Un sitio magnífico. Precisamente, allí había antes una colonia de menores. No está lejos: a unas seis verstas[2]. Se está bien allí. Hay bosque, campo... Podrás criar vacas...
—¿Y gente?
—¿Gente? Enseguida la saco del bolsillo. ¿Tal vez necesitas también un automóvil?
—¿Dinero?...
—Dinero hay. Toma.
De un cajón de la mesa sacó un paquete.
—Ciento cincuenta millones de rublos[3]. Para toda clase de gastos de organización. Reparaciones, los muebles que precises...
—¿Y para las vacas?
—Para las vacas tendrás que esperar; allí no hay cristales. Y luego haces el presupuesto para un año.
—No está bien así. Sería mejor ver antes el sitio.
—Yo lo he visto ya. ¿Es que tú vas a ver mejor que yo? Ve. No hay más que hablar.
—Bien, de acuerdo –asentí aliviado, porque en aquel momento no había nada más terrible para mí que las habitaciones del Consejo Provincial de Economía.
—¡Eres un valiente! –resumió el delegado provincial de Instrucción Pública–. ¡Manos a la obra! ¡La causa es sagrada!
2. Principio sin gloria de la colonia Gorki
A seis kilómetros de Poltava, sobre unas colinas arenosas, se extendía un bosque de pinos como de doscientas hectáreas, y por el lindero del bosque corría la carretera de Járkov, en la que brillaban, monótonos y pulcros, los guijarros.
En el bosque había un prado de unas cuarenta hectáreas. En uno de sus ángulos se alzaban cinco cajas geométricas de ladrillos, que constituían todas juntas un cuadrilátero perfecto. Esta era la nueva colonia para menores.
La plazoleta arenosa del patio descendía hacia el extenso claro del bosque, hacia los juncos de un pequeño lago, en cuya orilla opuesta se hallaban las cercas y las jatas[4] de un caserío de kulaks[5]. Más allá del caserío se perfilaba en el cielo una hilera de viejos abedules y dos o tres tejados de bálago[6]. Eso era todo.
Antes de la Revolución, aquí había una colonia de menores. En 1917 la colonia se disolvió, dejando en pos de si muy pocas huellas pedagógicas. A juzgar por esas huellas, conservadas en unos viejos y rotos cuadernos-diarios, los principales pedagogos eran celadores, probablemente suboficiales retirados, cuyas obligaciones consistían en vigilar cada paso de sus educandos, tanto durante el trabajo como en el recreo, y en dormir por las noches junto a ellos en la habitación contigua. De lo que contaban los campesinos de la vecindad se deducía que la pedagogía de esos celadores no brillaba por ninguna complicación especial. Exteriormente se expresaba por un instrumento tan simple como el palo.
Los rastros materiales de la antigua colonia eran todavía más insignificantes. Los vecinos más inmediatos de la colonia habían trasladado y llevado a sus depósitos propios todo lo traducible a unidades materiales: los talleres, los almacenes, los muebles. Entre otros bienes había sido trasladado también hasta el huerto de árboles frutales. Sin embargo, nada de toda esta historia recordaba a los vándalos. El huerto no había sido talado, sino excavado y replantado en algún otro lugar; tampoco los cristales de las casas habían sido rotos, sino sacados con precaución: las puertas, no arrancadas por ningún hacha colérica, habían sido cuidadosamente desprendidas de sus goznes y los hornos desmontados ladrillo a ladrillo. Sólo el aparador, en el antiguo domicilio del director, permanecía en su sitio.
—¿Por qué sigue aquí el armario? –pregunté a un vecino, Luká Semiónovich Verjola, que había venido desde el caserío para ver a los nuevos amos.
—Pues porque, como usted ve, puede decirse que este armario no sirve para nuestra gente. Usted mismo juzgará que no vale la pena de desmon...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contra
  4. Legal
  5. Imagen Antón Semiónovich Makárenko
  6. Acerca del autor
  7. Libro I
  8. Libro II
  9. Libro III
  10. Publicidad