Matriarcadia
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Charlotte Perkins Gilman

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Matriarcadia

Charlotte Perkins Gilman

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Matriarcadia es el relato de una sociedad utópica en la que sólo existen mujeres, quienes gobiernan una sociedad ordenada y pacífica sin varones desde hace dos mil años. Su apacible vida se ve alterada por la expedición de tres hombres de muy diferente carácter: un romántico soñador; un orgulloso joven adinerado, acostumbrado a dominar a las mujeres, y el narrador, abierto a comprender el nuevo mundo por descubrir. Los tres tienen la oportunidad de conocer una nueva civilización, y acogerán las costumbres de esta de muy diferente grado. Así, desde el punto de vista de un hombre, la activista feminista Charlotte Perkins Gilman pone en evidencia la rigidez de la sociedad americana en la que ella vive en contraste con una imaginaria cuya correcta marcha demuestra que la mujer, la feminidad y la maternidad pueden cumplir un papel muy distinto en la educación, el amor y la vida cotidiana.

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Información

Capítulo 1
Una empresa normal
Escribo de memoria, por desgracia. Si hubiera podido traerme el material que había preparado tan cuidadosamente, esta sería otra historia. Cuadernos enteros llenos de notas, fichas copiadas con todo esmero, descripciones de primera mano y las fotos; la peor pérdida de todas. Habíamos hecho algunas panorámicas aéreas de ciudades y parques, gran cantidad de preciosos planos de calles, de edificios por dentro y por fuera, algunas de sus magníficos jardines y, lo más importante de todo, de las mujeres mismas.
Nadie se imagina su aspecto. Las descripciones no sirven de nada cuando se trata de mujeres y, en todo caso, nunca he sido muy bueno describiendo algo. Pero es necesario hacerlo como sea. El mundo tiene que saber acerca de este país.
No digo dónde se encuentra porque temo que irrumpan en él falsos misioneros, mercaderes o constructores ansiosos de tierras. No serán bien recibidos, se lo aseguro, y saldrán peor parados que nosotros si llegan a encontrarlo.
Todo empezó así: éramos tres compañeros de estudios y amigos, Terry O. Nicholson (al que llamábamos Viejo Nick con buenos motivos), Jeff Margrave y yo, Vandyck Jennings.
Hacía muchos años que nos conocíamos y, a pesar de nuestras diferencias, teníamos mucho en común. Los tres estábamos interesados en la ciencia.
Terry era rico y podía hacer lo que quisiera. Su gran vocación era la exploración. Acostumbraba a protestar porque ya no queda nada por explorar, salvo algún retazo o un remiendo, decía. Y remendaba bastante bien –pues tenía muchas habilidades–, especialmente en mecánica y electricidad. Poseía todo tipo de barcos y coches, y era uno de nuestros mejores aviadores.
Jamás hubiéramos hecho lo que hicimos sin Terry.
Jeff Margrave había nacido para poeta o botánico o ambas cosas, pero su familia lo convenció de que se hiciera médico. Y era uno muy bueno para su edad, pero su verdadero interés era lo que gustaba llamar «las maravillas de la ciencia».
En cuanto a mí, estudié sociología. Para eso hay que apoyarse en una serie de otras ciencias, desde luego. Me intereso por todas ellas.
Terry era bueno con los datos, geografía, meteorología y similares; Jeff le ganaba en biología y a mí no me importaba de qué hablaran mientras se conectara con la vida humana de algún modo. Y hay pocas cosas que no lo hagan.
Se nos ofreció la oportunidad de unirnos a una gran expedición científica. Buscaban un médico y eso dio a Jeff la excusa para cerrar la clínica que acababa de abrir. También necesitaban la experiencia de Terry, sus máquinas y su dinero. En cuanto a mí, entré gracias a la influencia de Terry.
La expedición remontaba el curso de un gran río a través de sus mil tributarios y sus enormes riberas hasta donde había que ir haciendo los mapas, estudiando las lenguas de los salvajes y encontrando todo tipo de extrañas flora y fauna.
Pero esta historia no es la de aquella expedición que sólo fue el comienzo de la nuestra.
Unas conversaciones entre nuestros guías despertaron mi interés. Soy rápido con las lenguas, conozco muchas y las absorbo con rapidez. Con estas dotes y la ayuda de un intérprete muy bueno que habíamos contratado pude conocer bastantes leyendas y mitos populares de aquellas tribus dispersas.
A medida que remontábamos la corriente, en una tupida red de ríos, lagos, pantanos y densas selvas, con una larga sierra aquí y allí que venía de las altas y lejanas montañas, observaba que aquellos salvajes cada vez hablaban más de un misterioso y terrible País de la Mujer a mucha distancia.
«Allí arriba», «allí lejos», «más allá» eran sus máximas precisiones, pero las leyendas coincidían en un punto: que había un país extraño en el que no vivían hombres, solamente mujeres y niñas.
Ninguno lo había visto nunca. Era peligroso, incluso fatal, decían, para los hombres. Pero había relatos muy antiguos, de cuando algún bravo explorador lo visitó: un País Grande, Grandes Casas, Mucha Gente. Todo Mujeres.
¿Nadie más había ido? Sí, muchos, pero no volvieron. No era un lugar para hombres, estaban seguros.
Pero cuando llegamos a nuestro destino y justo el día antes de nuestro regreso a casa como se espera de todas las expediciones, hicimos un descubrimiento.
El campamento principal se encontraba en una franja de tierra que entraba en la corriente mayor o lo que pensábamos que era la corriente mayor. Tenía el color cenagoso que llevábamos viendo hacía semanas y el mismo sabor.
Casualmente hablé del río con nuestro último guía, un tipo relativamente evolucionado con una mirada rápida y brillante.
Me dijo que había otro río: más allá, río corto, agua dulce, roja y azul.
Aquello me interesaba y, deseoso de saber si lo había comprendido bien, le mostré un lápiz rojo y azul y se lo pregunté de nuevo.
—Sí –apuntó al río y luego hacia el sudoeste–. Río, agua buena, roja y azul.
Terry estaba junto a nosotros y le interesaba lo que señalaba el guía.
—¿Qué dice, Van?
Se lo conté.
Terry se animó de inmediato:
—Pregúntale a qué distancia está.
El hombre dijo que a corta distancia. Calculé unas dos horas; quizá tres.
—Vamos –se animó Terry–. Sólo nosotros tres. A lo mejor encontramos algo. Quizá haya cinabrio.
—O índigo –apuntó Jeff con sonrisa perezosa.
Todavía era temprano. Acabábamos de desayunar y, habiendo dejado dicho que volveríamos antes de la noche, nos alejamos discretamente, pues no queríamos que nos tomaran por crédulos si fracasábamos al tiempo que abrigábamos la secreta esperanza de hacer algún pequeño descubrimiento que guardaríamos para nosotros.
Anduvimos dos horas, casi tres. Supongo que el salvaje podría haberlo hecho solo más deprisa. Estábamos en una tupida frondosidad de vegetación y agua y una zona pantanosa en donde jamás encontraríamos el camino de salida. Pero había uno y pude ver a Terry que, armado de un compás y un cuaderno de notas, iba dejando señales en el camino.
Tras un tiempo, llegamos a un lago cenagoso, tan extenso que la selva que lo rodeaba parecía pequeña y lejana. El guía nos dijo que se podía ir en barco desde allí a nuestro campamento, pero que era un «camino largo; todo el día».
El agua era algo más clara que la que habíamos dejado atrás, pero no podíamos estar seguros desde la ribera. La evitamos durante otra media hora aproximadamente, mientras la tierra se hacía más firme bajo nuestros pies y al doblar un promontorio boscoso vimos un país completamente diferente, una panorámica repentina de una cadena de montañas elevadas y desnudas.
—Una de esas largas cadenas orientales –dijo Terry tras observarla–. Quizá a cientos de millas del macizo central. Son extensiones suyas.
Abandonamos el lago y nos encontramos con los montes. Empezamos a oír agua corriente antes de llegar y el guía señaló su río lleno de orgullo.
Era corto. Lo veíamos precipitarse desde una estrecha catarata vertical abierta en la pared de la roca. Era agua dulce. El guía bebió ávidamente y nosotros también.
—Es agua de nieve –anunció Terry–. Tiene que venir de muy lejos en las montañas.
Pero en cuanto al color rojo y azul, era de tonalidad gris. El guía no pareció sorprendido, rebuscó por la zona y nos mostró un remanso marginal en donde había trazas de color rojo en los bordes y también azul.
Terry sacó una lupa y se puso a investigar.
—Productos químicos de algún tipo, que desconozco. Me parecen tintes. Vamos más cerca –insistió–, hasta el pie de la cascada.
Trepamos por los riscos y nos aproximamos al estanque que echaba espuma y se agitaba por el impacto de la caída del agua. Investigamos las riberas y hallamos trazas de color sin duda alguna. Y más aún, de pronto, Jeff esgrimió un trofeo inesperado.
Era sólo un trapo, un largo jirón de tela arrugada. Pero se trataba de un paño bien tejido, con un bo...

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