El imperativo estético
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El imperativo estético

Escritos sobre arte

  1. 432 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El imperativo estético

Escritos sobre arte

Descripción del libro

Un libro que perfectamente se puede considerar como el canon estético de Peter Sloterdijk.En el presente libro, Peter Sloterdijk toca todos los géneros modernos de las artes, desde la música hasta la arquitectura, desde el uso de la luz hasta las artes vivas, desde el diseño hasta la tipografía. Transita por todos los campos de lo visible y lo invisible, de lo audible y lo inaudible, en un arco histórico que se extiende desde la Antigüedad hasta Hollywood. Cuando aplica su particular método de distanciamiento del discurso a la contemplación de obras y géneros artísticos, los objetos descritos se muestran súbitamente bajo una luz diferente, y con su despierto y combativo sentido de la actualidad nos conduce lejos, muy lejos de los caminos trillados del comentario artístico.A lo largo de sus páginas se despliega la manera singularísima, a un tiempo jovial y seria, con que el gran filósofo alemán analiza los fenómenos estéticos más dispares, caracterizando lo estético del arte y de las artes.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788446049586
IV
CIUDAD Y ARQUITECTURA
La ciudad y su contrario. Esbozo de una apolitología
Las siguientes consideraciones necesitan cierto grado de decisión por tres razones: primero, porque el tema, examinado más de cerca, resulta ser una gran cuestión que, por su volumen interno, no tiene cabida en una conferencia –sólo se puede abordar bajo la protección de unas palabras de Epicuro: «Un discurso breve y otro largo conducen a lo mismo»[1]–; segundo, porque habrá que demostrar que lo negativo de la teoría de la ciudad que aquí me propongo desarrollar no es una adición de tiempos tardíos, o decadentes o hipercomplejos, sino una condición del espíritu urbano occidental desde sus inicios, de lo cual se sigue que el comienzo de la apolitología ha de ser tan clásico como el de la propia politología; tercero, porque la explicación aquí propuesta de las culturas urbanas europeas a partir del juego de negaciones de la ciudad por sus habitantes típicos tiene en contra al espíritu del tiempo actual –pues este se halla afectado por la forzada corrección política–; en consecuencia, incluso en asuntos de la ciudad, no quiere oír otra cosa que lo que esté de acuerdo con los clichés de urbanidad positiva; y, en la medida en que las siguientes consideraciones no sean cosmopolíticamente correctas, ni metropolíticamente correctas, ni ciudadanamente correc­tas –al menos en una primera lectura–, necesitarán la disposición del público a hacer concesiones a la incorrección –se podría también decir: a la pluridimensionalidad–. Defenderé la tesis de que la ciudad europea paradigmática no es la suma de sus habitantes positivos, sino la suma de los que la defienden y los que huyen de ella. La ciudad que nos hace pensar es siempre, como objeto de nostalgia o como oportunidad real, más que la mera totalidad de sus habitantes activos. Las ciudades son interesantes por los habitantes que están en ellas como si estuvieran en otro lugar. Lo que fascina a los europeos de sus ciudades más importantes no es el simple conjunto de sus habitantes, sino el doble conjunto de ciudadanos y desertores. Es cierto que sólo las ciudades tienen lo que, en un sentido eminente, llamamos habitantes – habitantes cuya existencia está radicalmente vinculada a su ciudad, pero sólo aquellos lugares donde, junto a estos habitantes, son claramente visibles los que habitan de otra manera, merecen llamarse ciudades en un sentido aceptable para la vieja Europa. Quien guste de las fórmulas dialécticas podría expresar también estas ideas de la siguiente manera: la ciudad clásica es el conjunto de los reunidos y los no reunidos.
Para consolidar estas tesis, intentaré hacer hablar de la ciudad, en breves comparecencias, a diez testigos significativos. Oiremos primero algunas declaraciones sobre la fundación de las antiguas polis europeas hechas desde el espíritu de resignación metafísica; luego analizaremos el desprecio y el tedio como lazos negativos sociales o urbanos; en tercer lugar, hablaremos de la fractura entre el espíritu urbano y la verdad tal como se manifestó en la venerable institución de la filosofía ateniense; en cuarto lugar haremos observaciones sobre el cinismo y el cosmopolitismo, y en quinto lugar, sobre el descubrimiento de la misantropía por los ciudadanos aristocráticos decepcionados de la ciudad antigua. A continuación haremos, como puntos sexto y séptimo de nuestro recorrido por el espectro de los impulsos negadores de la ciudad, algunas referencias lacónicas a instituciones tan antiguas como el anacoretismo y los cultos mistéricos; nuestro octavo argumento tratará del idilio y lo pastoral; el noveno se centrará en la cuestión de la traición política de la ciudad por sus habitantes más conspicuos, y en último lugar nos ocuparemos –casi diría que lógicamente– del esteticismo urbano, pues, desde los días de Baudelaire, todos los adictos a la urbe ensalzaron aquel baño de muchedumbres que el poeta caracterizó como una «prostitución sagrada del alma». Con él concluye nuestra apolitología; el análisis mostrará que el movimiento aparentemente más entusiasta de la ciudad, la embriaguez de la metrópoli y la suma de todos en la sinfonía de la gran ciudad, en verdad sella el ocaso de la ciudad en una mística de la irresponsabilidad. En el punto culminante de las alegrías urbanas, en la orgía de impresiones, en la afirmación estética de la circulación, se disuelve definitivamente la ciudad política en el fenómeno estético. En este recorrido, que deberá ser fugaz, se trazarán los contornos de una politología negativa.
1
Llamamos como primer testigo al poeta Píndaro (muerto después del 446 a.C.), que responderá desde el estrado a la pregunta sobre la que era para el hombre griego del siglo V antes de la era cristiana la mejor razón para vivir en ciudades. Oigamos su respuesta en su quinta oda ístmica:
Dos cosas, por cierto, solas cuidan de la vida
la flor amabilísima: cuando con floreciente bendición
es uno feliz y cuando escucha elogio noble.
¡No te esfuerces en llegar a ser Zeus! Lo tienes todo,
si te alcanzare la parte de estos bienes.
A los mortales conviene lo mortal[2].
Esta exposición suena bien, dos mil quinientos años después de su formulación, en los oídos de los lectores contemporáneos, al menos en su primera parte; aunque ya no podamos experimentar lo que era una polis antigua[3], una de sus funciones pervive entre nosotros: una ciudad –esto lo saben los ciudadanos del fines del siglo XX tan bien como los griegos clásicos– sirve sobre todo de escenario para celebrar victorias, y tanto en estrecho sentido deportivo como en amplio sentido político y cultural. La culminación de la existencia masculina en la ciudades es sobresalir entre la muchedumbre y ser tema de conversación. La ciudad podrá ser lo que quiera: plaza del mercado, fortaleza, sede de gobierno, centro cultural; por encima de todo es el teatro de las ambiciones donde candidatos compiten por una porción de gloria. La gloria es la fortuna de poder hacerse un gran nombre que los habitantes propagan en la esfera de sus intereses, a través de los medios de comunicación, las conversaciones vecinales y los panegíricos. Ya en Atenas era todo el que abría la boca quince minutos famoso. El vencedor era el que sobresalía en la máxima esfera de interés de la ciudad. La capacidad que las ciudades griegas tenían de alimentar la gloria estaba bien desarrollada en su siglo clásico, y las célebres competiciones, de las que las olimpiadas eran sólo una de ellas, tenían la misión de proporcionar vencedores a aquellas multitudes, sin los cuales la maquinaria de gloria de la ciudad estaba condenada a la paralización. La gloria y el panegírico eran imprescindibles porque funcionaban como antidepresivos en el sistema de las ciudades-Estado griegas. Ninguna otra forma cultural de la Antigüedad impuso a sus miembros tan gran medida de resignación metafísica como la polis griega, y, en consecuencia, no hubo ninguna otra con tal necesidad de vencedores irradiantes y gloria transfiguradora. Este enigma psicopolítico de la ciudad griega se resuelve en la segunda parte de los versos de Píndaro; en ella se muestra que la polis sólo fue posible por su capacidad de convencer a los habitantes de que ellos eran mortales y nada más que mortales. La polis era un sistema para compensar depresiones con ambiciones. Sólo con la resignación metafísica adquirió el griego adulto plenos derechos en su ciudad; sólo cuando enterró sus sueños de inmortalidad personal pudo desempeñar oficios públicos –como un ciudadano entre otros, como mortal entre mortales–. Para fundar ciudades en las que ciudadanos libres administren ellos mismos sus asuntos en la paz y en la guerra –esto lo sabían los griegos– es necesario neutralizar la rivalidad o los celos entre los hombres, los metafísicos y los materiales, y nada es en este respecto más eficaz que el sometimiento de todos al poder de un gobernante común e impersonal: la muerte. De ahí que el ético Epicuro (341-270 a.C.), el pensador apolítico par excellence, tuviera motivos para decir:
Frente a las demás cosas es posible procurarse seguridad, pero frente a la muerte todos los humanos habitamos una ciudad sin murallas[4].
Es decir: quien sabe, como lo sabía un griego, que es mortal, será con esta conciencia alguien que tolere la ciudad europea. La cultura urbana occidental tiene su fundamento real en la idea igualitaria de la muerte. Sólo gentes motivadas por una idea incuestionable de su comunidad pueden ejercer las tareas comunitarias democráticas, y no otra cosa significa el énfasis de los griegos en la condición mortal. Sólo a los activamente convencidos de su condición mortal les correspondía afanarse en el marco de los objetivos de la vida urbana, como si todos los fines de los deseos dignos del ser humano estuvieran dentro del horizonte de la ciudad. Si así no fuese, el núcleo mismo de motivaciones de la ciudad se desintegraría y sus mejores ciudadanos empezarían a buscar los caminos de la inmortalidad. Por eso advierte Píndaro a su ven­cedor que la victoria y la gloria deben bastar: «¡No te esfuerces en llegar a ser Zeus!». Ser un olímpico no es humanamente posible, ¡basten las victorias olímpicas! Si esforzarse por llegar a ser Zeus fuese algo legítimo para el ethos urbano, la cooperación de los mortales por la ciudad desaparecería al instante; sólo los más rudos accederían con sobornos a la gloria y la victoria, mientras que los mejores tendrían que apartarse para buscar lo mejor: ser Zeus y trascender la ciudad. La ciudad griega prohibía más que ninguna otra, a través de sus poetas, esta aspiración. Bloqueaba la búsqueda de semejanza con Zeus y la inmortalidad con la más potente reprobación: hybris. Pero todas las almas son potencialmente soberbias –la teología griega lo sabía, por eso se basaba en una antropología tan ecuánime–. Constantemente había que disuadir a los ciudadanos de esta inclinación y devolverlos al servicio de la ciudad. Píndaro es notablemente explícito en su tercera oda pítica sobre la necesidad de devolver el alma así excitada al redil urbano:
No pretendas la vida inmortal, alma mía,
y esfuérzate en la acción a ti posible.
Estos versos hacen patentes el pathos y la contradicción fundamental de todas las formas de humanidad urbana inspiradas por los griegos: la polis como cultura o forma de vida es propia de gentes que dan sus almas por las ciudades. Esta entrega es una paradoja hasta el final: tener un alma y, sin embargo, estar dispuesto a renunciar a la inmortalidad por mor de la democracia –si una exigencia tan improbable es el precio del milagro griego, se tiene ya de entrada una explicación del hecho de que tal milagro durase tan poco–. La vieja ciudad europea está ligada a un programa de depresión que comprometa a las almas de sus habitantes a agotarse en tareas mortales como si no hubiera otras. La noble condición mortal sobre la que descansa la vieja ciudad democrática, puede preservar su posibilidad mientras los educadores de la ciudad consigan que los jóvenes no quieran ir a otro cielo que el que les abre la fama entre sus conciudadanos y la victoria en batallas o juegos u oficios. Sólo habrá buenos ciudadanos si hay varones –más tarde quizá también mujeres– que en algún momento de su vida quieran ganarse el derecho a una mínima transfiguración en el cielo de la memoria sobre su ciudad.
2
Llamamos ahora al segundo experto –excepcionalmente, uno moderno, del París del siglo XIX–. Entre los poemas en prosa de su última producción, Charles Baudelaire hizo inolvidable su «Spleen de París». Spleen es el cansancio de vivir que experimenta el individuo moderno que no puede imaginarse viviendo en otro lugar que el que le produce ese cansancio. Ningún otro texto expresa la adición a la ciudad y la melancolía que produce en un lenguaje tan brillante como la confesión de Baudelaire en «A la una de la mañana», un poema en prosa que gira en torno a la exclamación «¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible!» –un texto que, no por caso, era el favorito de Rainer Maria Rilke–. Propongo leerlo como una contestación moderna a Píndaro.
Enfin! seul! On n’entend plus que le roulement de quelques fiacres attardés et éreintés. Pendant quelques heures, nous posséderons le silence, sinon le repos. Enfin! la tyrannie de la face humaine a disparu, et je ne souffrirai plus que par moi-même.
En fin! Il m’est donc permis de me délasser dans un bainde ténèbres! D’abord, un double tour à la serrure. Il me semble que ce tour de clef augmentera ma solitude et fortifiera les barricades qui me séparent actuellement du monde.
Horrible vie! Horrible ville!
¡Al fin solo! Ya no se oye más que el rodar de algunos coches de alquiler demorados y exhaustos. Durante unas horas disfrutaré del silencio, si no del descanso. Ha desaparecido por fin la tiranía del ros­tro humano, y no sufriré más que el dolor que me cause a mí mismo.
¡Al fin puedo entregarme al descanso de un baño de tinieblas! Lo primero, echar el cerrojo. Me parece que este cerrojazo aumentará mi soledad y reforzará las barreras que me separan actualmente del mundo.
¡Qué horrible vida! ¡Qué horrible ciudad![5]
Tres veces exclama «¡por fin!» el protagonista de Baudelaire, que ha regresado a su cuarto abandonando el ajetreo de la gran ciudad. Si consideramos seriamente la impaciencia del poeta por dejar atrás un día en París, entendemos lo que significaba la existencia en el París de 1860 para los ciudadanos más re­sueltos: de­jarse torturar en el trato con personas cuya presencia resulta peno­sa porque humillan al que no puede negar que se parece a ellas. Ahora es la gran ciudad el teatro de una mayoría de per­dedo­res, cuya comunicación consiste en un permanente y difuso agravio mutuo. Nadie entiende lo que realmente se hacen unos a otros cuando, de forma casi anónima, están en compañía unos de otros. Se presentan unos a otros para advertir que, con casi todos los apretones de manos, aumenta la cantidad de rostros de humanos por los que nada pueden hacer y que nada pueden ellos hacer por cada uno. Para los ciudadanos, indiv...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contraportada
  4. Legal
  5. I. Mundo sonoro
  6. II. En la luz
  7. III. Diseño
  8. IV. Ciudad y arquitectura
  9. V. Conditio humana
  10. VI. Museo
  11. VII. Sistema del arte
  12. Sloterdijk y la cuestión estética. Un epílogo, por Peter Weibel
  13. Procedencia de los textos
  14. Akal/Los Caprichos