La última noche
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La última noche

Anti-trabajo, ateísmo, aventura

  1. 128 páginas
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La última noche

Anti-trabajo, ateísmo, aventura

Descripción del libro

Nuestras sociedades seculares parecen haber dado con un nuevo dios: el trabajo. Mientras que el trabajo humano se torna superfluo a causa del desarrollo tecnológico, y la sobreproducción destruye tanto la economía como el planeta, el trabajo perdura, más vigoroso que nunca, como el mantra de la sumisión universal. Este libro desarrolla una teoría acabada de ateísmo radical, abogando por dilapidar, irrespetuosamente y de forma oportunista, toda obediencia. Mediante la sustitución de la esperanza y la fe por la aventura, la "última noche" de nuestras vidas podría convertirse finalmente en la primera mañana de un futuro autónomo. "Una cultura precaria está emergiendo en el horizonte de nuestra época, y este libro es un presagio de la marea por venir." Franco Bifo Berardi "A ratos lírico, a ratos mordaz y fabulador, Federico Campagna actualiza el existencialismo del siglo XXI." Mark Fisher "Transitando sin esfuerzo entre la política, la filosofía y la autobiografía, Campagna nos regala una brújula ética para una generación perdida de aventureros." Simon Critchley "Campagna ha escrito algo novedoso, singular y peligroso. No es un libro de oraciones para ideólogos, sino algo a caballo entre una meditación ética y un cóctel molotov que puede ser lanzado contra las abstracciones que nos aprisionan." Saul Newman "El provocativo y poético manifiesto de Federico Campagna sugiere que jamás seremos ateos mientras no de-jemos de creer en el capitalismo." Benjamin Noys

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788446042259
Edición
1
Categoría
Philosophy
ATEÍSMO RADICAL
LA NUEVA FE
El inicio del siglo XXI pareció ser por un momento el tiempo en el que los occidentales habrían podido alcanzar, al menos en parte, sus sueños de autonomía y libertad.
Tras siglos de laicismo, las religiones tradicionales habían perdido gran parte de su poder hipnótico. A medida que las iglesias se iban quedando vacías, el culto al «Dios Verdadero» se replegaba, cada vez más rápidamente, hacia el papel de curiosidad académica o de asidero para las masas más desesperadas. Los baños de sangre del siglo XX, con sus guerras totales y sus revoluciones fallidas, habían conseguido romper también el hechizo de las mucho más insidiosas religiones laicas. El fascismo había perdido todo derecho de ciudadanía en el discurso político. El comunismo se había convertido en el fetiche del mundo institucional del arte contemporáneo, el limbo terrenal de las utopías fracasadas. Incluso la pretensión del capitalismo de ser el único sistema racional y posible se había hecho trizas contra el cúmulo de sus contradicciones. Todo estaba en vilo, al borde de un cambio de época, y también el concepto de tiempo había comenzado a transformarse. La progresión lineal de pasado, presente y futuro había dejado de funcionar de pastor de los rebaños humanos, que ya no eran arrastrados hacia aquellas masacres épicas que desde siempre acompañan las ilusiones ideológicas. El tiempo de la historia parecía haber desaparecido, despejando el cielo que domina la vida cotidiana. Y junto al fin de la historia, al ovillo de las promesas del progreso también parecía habérsele acabado finalmente el hilo.
El futuro se abrió ante los occidentales como una vastedad oceánica aún por explorar que surgía de las grietas de la tierra. Ya no había rutas prescritas por las que navegar ciegamente. Almirantes y curas se deshacían apresuradamente de sus uniformes, clamando estentóreamente haber formado siempre parte de la multitud. Se bajaban las banderas y se prendía fuego a las astas. Los lazos de las morales sociales abstractas –ajustados como yelmos incandescentes sobre cabezas humanas– se fueron aflojando lentamente. De pronto pareció posible sustituir la incauta petición de libertad religiosa por el grito emancipatorio de libertad de la religión. Y tal vez por primera vez habría sido posible plantearse la construcción de comunidades que no emanasen de los tótems colocados en su centro. No habríamos tenido que partirnos más el lomo para reforzar la autonomía del capital, el conocimiento o la ley más allá de la vida de las personas, sino que la autonomía humana por fin habría podido afirmarse por encima de toda abstracción.
Pero nada de eso ocurrió. Cuando la niebla religiosa se disolvió sobre sus cabezas y vieron que las estrellas no eran sino frías luces distantes, los occidentales cayeron presa del pánico. El límite entre libertad y desesperación se volvió demasiado sutil. Una vez desaparecida la barrera de la religión y de la ideología, apareció ante ellos un horizonte peligrosamente amplio y azotado por terribles vientos. ¿Cómo habrían podido saber de qué manera comportarse, si ya ningún dios les hubiera dicho qué hacer? El sistema nervioso occidental colapsó, hundiéndose en un frenesí autodestructivo. Los occidentales decidieron que necesitaban urgentemente un nuevo techo sobre sus cabezas. Un techo bajo y pesado: una nueva forma de seguridad.
Puede que fuera el pánico lo que les sugirió un plan perversamente perfecto para idear su nueva sumisión. Sabían que si hubieran construido otro ídolo –un dios o una ideología–, habrían terminado pasando noches en vela por miedo a otro colapso catastrófico de su fe. Los dioses van y vienen y las ideologías se desmoronan, en los campos de batalla o en los parqués de la bolsa. También los becerros de oro pueden ser fundidos y transformados en pendientes. Los occidentales sabían, además, que los rezos habían dejado de ser el instrumento adecuado para gestionar sus relaciones con los poderes superiores, puesto que nunca habían bastado para mantener en pie el reino de los dioses ya difuntos. Lo que necesitaban era un tipo de oración capaz de auto-cumplirse sin tener que dirigirse a ninguna divinidad que pudiera traicionarles. En efecto, lo que buscaban no era una oración, sino un mantra: una invocación que gira sobre sí misma, un conjuro que se produce a sí mismo sin descanso. Una fe en la fe.
Sin embargo, en su forma más tradicional, un mantra es una rutina demasiado extravagante como para que pueda funcionar en otro contexto distinto a un monasterio o un convento. De haber querido aplicarlo a su vida cotidiana, habrían tenido que encontrar el modo de adaptar aquel ejercicio místico a las estructuras del capitalismo contemporáneo. ¿Qué aspecto o qué nombre podía tener un mantra en el corazón de una metrópolis global del siglo XXI? ¿Qué tipo de actividad habría podido mantener vivo su espíritu obsesivo y funcionar a la par como un escudo mágico que protegiese a los fieles del miedo a su propia libertad?
Solo había un posible candidato, prácticamente perfecto. La actividad de la repetición por excelencia. La infinita cadena de gestos y movimientos que había construido las pirámides y excavado las fosas comunes del pasado. El sello de una alianza nueva y eterna con todo lo que existe de divino, y que una vez más habría unido a la humanidad entera en una sumisión sin fin. El acto de sometimiento al sometimiento mismo.
El trabajo.
La nueva, la verdadera, fe del futuro.
LA PARADOJA DEL TRABAJO
¿De qué hablamos cuando hablamos de trabajo?
Está claro que nos referimos a aquellas actividades que producen los objetos y servicios que nos rodean. El trabajo es el origen de la tubería y la pared, del pan y de la leche, del sonriente customer service, de la policía, del operario hidráulico y de la lavadora. Pero nos engañaríamos si pensáramos que dichos objetos y servicios constituyen la verdadera razón de ser del trabajo contemporáneo. Son el resultado más espectacular del trabajo, pero han dejado de ser su finalidad principal. Resulta muy sencillo comprender lo anterior si vemos el caso, por ejemplo, de los contingentes militares: a un nivel superficial, podría parecer razonable suponer que la guerra es su objetivo principal, cuando no su único objetivo. Sin embargo no es así. La guerra es el resultado más espectacular de los ejércitos tradicionales, pero no el fin principal de su creación. Más que ninguna otra cosa, los ejércitos producen disciplina, tanto en tiempos de paz como de guerra.
Del mismo modo, los productos y servicios constituyen el resultado más espectacular del trabajo, pero en nuestros días han dejado de ser el eje sobre el que gira la producción.
Dicha distinción entre trabajo y producción económica resulta particularmente nítida si consideramos la paradoja económica que caracteriza al trabajo contemporáneo.
Por una parte, sabemos que las crisis de sobreproducción destruyen la economía de manera cíclica. El río de ofertas que brota de las fábricas y oficinas al ritmo del dogma del crecimiento ilimitado no está equilibrado por un nivel de demanda equivalente, como ocurriría en una economía capitalista funcional. Cada cierto tiempo es necesaria una crisis o una guerra de grandes proporciones para deshacernos del exceso de oferta. Producimos demasiado, trabajamos demasiado, y al hacerlo destruimos nuestra propia economía. Una situación parecida, aunque más dramática, caracteriza la relación entre producción y recursos naturales. Con el fin de mantener los actuales niveles industriales de producción y consumo, estamos gradual y obstinadamente destruyendo el conjunto de reservas naturales que llamamos «medio ambiente». La sobreproducción no solamente causa estragos en la economía global, sino también en la biosfera del planeta. Nuestro trabajo excesivo no solamente conduce a una crisis económica, sino a una catástrofe ambiental. Al mismo tiempo, disponemos de suficiente tecnología como para poder prescindir de la mayoría del trabajo humano. Pero en vez de aprovechar la posibilidad de reservarnos el ocio y hacer que las máquinas trabajen por nosotros, nos encontramos con la realidad de tener que competir con ellas y adaptar nuestras necesidades y expectativas a las mismas. Queremos trabajar tanto como las máquinas, y por eso nos estamos convirtiendo progresivamente en una tecnología productiva de segunda clase.
Por otra parte, hoy se habla más que nunca del trabajo. Para la gran mayoría de la población mundial, el trabajo asalariado sigue siendo el único medio de acceso legal a los recursos necesarios para la supervivencia. En Occidente, sobre todo, el trágico ejército de los trabajadores obsesivos –ayudados por los antidepresivos y otros medicamentos autorrecetados– ha de vérselas cara a cara con la horda igualmente trágica de los desempleados y de los empleados precarios. El trabajo no es solamente la única vía de acceso al mercado de los recursos, sino, además, tanto la plataforma donde se produce el intercambio de reconocimiento social, como el teatro más íntimo de la felicidad. Trabajo y habilidad productiva definen al individuo no solo ante sus iguales, sino frente a sí mismo. Sin trabajo, fuera del trabajo, ya no somos nada. Incluso el consumo se ha convertido en una actividad laboral. Cada momento del día que se sustrae al universo del trabajo es un momento desaprovechado, un vacío de soledad y desesperación. La oficina se ha convertido en el lugar por excelencia en el que se espera poder encontrar la felicidad y el respeto de sí, o, en la jerga new age de la nueva cultura del trabajo, donde poder «encontrarse a uno mismo». ¿Existe otro sitio donde nos sintamos más seguros que en nuestro lugar de trabajo, acurrucados en el cálido abrazo de la familia de nuestra oficina?
Defino lo anterior como una paradoja económica, porque sería lógico que los indicios de destrucción económica y ambiental, junto con la disponibilidad de tecnologías capaces de mitigar la carga del trabajo, condujesen a una reducción significativa de la inversión humana en él. Aun así, como hemos visto, el discurso cultural en torno al trabajo parece precipitarnos hacia la dirección contraria, reclamando para sí un papel cada vez más importante en nuestra vida y en nuestro entorno económico, social y afectivo.
¿Cómo es posible lo anterior? Si el trabajo contemporáneo es tan superfluo como dañinos son sus efectos, ¿por qué seguimos invirtiendo tanto en él? ¿Cuál es la verdadera función, para nosotros, de todo este trabajo?
UNA HISTORIA DE LA OBEDIENCIA
Los ejércitos militares producían disciplina, el recurso más apreciado por las sociedades tradicionales. Las oficinas y las fábricas contemporáneas producen obediencia, el cemento necesario para una sociedad que se afana en procurarse un techo abstracto e inmortal. Si deseamos comprender la relación entre obediencia y religión, debemos comenzar por reflexionar más detenidamente sobre la obediencia.
A menudo se produce un malentendido básico en torno a la relación entre poder y obediencia. Estamos acostumbrados a creer que la obediencia está sujeta a un poder que ordena, ya sea en un sentido lógico o productivo. También nos hemos habituado a pensar que la orden del jefe es la que produce la actividad de aquellos a quienes se dirige. No podríamos estar más equivocados. Sin la obediencia del esclavo, las instrucciones del jefe no serían sino ladridos al aire. Incluso en el caso de la autoridad más absoluta y de la brutalidad más sanguinaria, nada puede el poder sin la obediencia. Es la obediencia del trabajador lo que llena los establecimientos comerciales del jefe, lo que saca lustre a su colección de plata y protege su casa. La relación entre poder y obediencia es igual que la relación entre capital y trabajo: si bien el capital no es sino trabajo cristalizado –que impacta como coerción sobre los trabajadores mismos–, el poder no es otra cosa que obediencia cristalizada, la cual, como una avalancha, se estrella contra quienes obedecen. El poder es impotente, la obediencia es omnipotente.
Las consideraciones anteriores suscitan de forma espontánea la siguiente pregunta: si el poder es tan débil como para ser incapaz de sobrevivir sin la obediencia activa de los que se someten a él, ¿por qué obedece la gente? ¿Por qué obedecemos? Está claro que nadie obedecería por puro placer, sino que la obediencia es en todo momento solo un medio dirigido a un fin. Nadie movería nunca un dedo si no pensara que su propia acción le reporta algún tipo de ventaja. Pero, en el caso del trabajo, los fines no forman parte del catálogo de los beneficios materiales inmediatos, sino que se encuentran más bien en lo que hemos definido como el reino de la religión.
Una mirada a la historia de la obediencia puede ayudarnos a aclarar esta lectura utilitaria de la relación entre obediencia y religión.
Cuando hablamos de la historia de la obediencia podríamos invertir perfectamente el orden de las palabras para hablar de la obediencia de la historia. Historia y obediencia siempre han ido necesariamente de la mano, desde los tiempos de su origen común: la invención de la escritura. De acuerdo con la historiografía tradicional, podemos definir la historia como el periodo de tiempo que comienza con la aparición de los primeros documentos escritos, fechados en torno al 3200 a.C. Dichos documentos, encontrados en tablillas de arcilla en las excavaciones que se realizaron en la tierra de la antigua Mesopotamia, eran emitidos por los templos para regular el comercio con los campesinos de la zona. Aparte de funciones religiosas, los templos se ocupaban de dar en préstamo simientes y aperos de labranza a los campesinos y utilizaban las tablillas de arcilla para registrar el flujo de créditos y deudas. Frente a los préstamos concedidos, los templos requerían la libertad personal de los campesinos y de sus familias como condición de garantía en el caso de impagos. Era entonces costumbre que cada nuevo rey, o cada rey que volvía de campañas militares victoriosas, destruyese las tablillas o anulase las deudas de sus súbditos. Pero los avispados contables de la casta sacerdotal pronto encontraron la manera de sortear este inconveniente de la generosidad real y se las ingeniaron para inventar las primeras cláusulas contractuales. Tras introducir en las tablillas una cláusula que impedía la expiración de los contratos, las deudas empezaron a existir de por vida, con independencia de las decisiones que tomara el rey de turno. Las consecuencias de la invención de esta cláusula fueron enormes y trascendieron con mucho el campo de la ciencia contable.
Puede decirse que desde el momento mismo en que las deudas de los campesinos se volvieron inmortales, el mundo cambió. Hasta ese momento, el mundo había sido habitado por criaturas vivas, que flotaban sobre el velo sutil de la mortalidad, y por materia inorgánica inerte. Asimismo, la inmortalidad de los dioses era distante y bastante relativa, asemejándose más a la fragilidad mortal de los humanos que a la serenidad absoluta del Dios de las religiones monoteístas. Con la introducción de esta cláusula por la que no prescribían las deudas, apareció por primera vez en la escena del mundo la inmortalidad como abstracción. Algo que habían creado de manera consciente los humanos se erigió de pronto sobre sus cabezas y comenzó a tener existencia propia: se convirtió en una vida capaz de trascender y superar sus vidas. Primero fueron las deudas, luego las leyes y, por último, la historia misma: la carne se hizo verbo y su forma abstracta e inmortal recayó en los vivos, sobre quienes se impuso un peso al que se vieron atados de pies y manos. Este espacio artificial de la inmortalidad –que podríamos definir como un espacio de «abstracción normativa» –, se aferró a la vida humana como si se tratase de una segunda naturaleza. Junto a la naturaleza biológica de los seres humanos, que delimita y define la esfera de las posibilidades humanas, la segunda naturaleza de las abstracciones normativas empezó a delimitar un espacio todavía más angosto. Mientras que las personas nacían y morían, las palabras escritas permanecían, eran inmortales, y sus comandos seguían siendo productivos de manera permanente. Los humanos las habían creado y parecía que no podían librarse de ellas. Había nacido la civilización. Además de darse cuenta de su propia impotencia, lo primero que experimentaron los humanos fue pánico, luego miedo, y finalmente envidia. Comenzaron a desear ser inmortales ellos mismos. Querían conseguir la inmortalidad, o mejor, querían ser admitidos también ellos en el interior de sus campos abstractos.
¿Cómo podían hacer para volverse inmortales? ¿Cómo ganarse un puesto en el coro de las abstracciones? Esta es la pregunta fundamental que se encuentra en la base de muchas de las religiones y el punto en que parecen divergir las estrategias de los teólogos...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Cita
  6. Agradecimientos
  7. Prefacio
  8. I
  9. Emigrar
  10. Ateísmo radical
  11. II
  12. La última noche
  13. Despilfarro
  14. III
  15. Las ruedas de la historia
  16. La civilización de los parásitos
  17. IV
  18. La palabra
  19. La aventura
  20. Desaparecer
  21. Posdata. Las políticas de la aventura
  22. Posfacio