La traición en la historia de España
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La traición en la historia de España

Bruno Padín Portela

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La traición en la historia de España

Bruno Padín Portela

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La nómina de traidores que pueblan la historia de España desde la Antigüedad clásica hasta hoy es extensa. Sus vidas y sus traiciones componen un nutrido mosaico sobre el que se ha construido una identidad resiliente y esencialista, y una historia de héroes y villanos sobre la que acomodarnos.Traidores a la nación, como el conde Don Julián, traidores épicos y justos, como El Cid, traidores al rey, como Antonio Pérez, o a su sangre, como el príncipe Carlos, desleales todos. Pero también colectivos, movimientos sediciosos que buscan romper el orden natural, el agazapado enemigo interno que todo lo enturbia: judíos –luego convertidos en marranos–, moriscos, comuneros, catalanes y, ya en la época contemporánea, los masones y su sociedad secreta, los liberales y afrancesados, y los comunistas eternamente conjurados.Estos dos modelos, el traidor políticamente activo y el enemigo oculto, pasarán de la historiografía española a las tres historiografías nacionalistas: la gallega, con su enfrentamiento entre el celta y el romano o el español; la vasca, con su reivindicación de la pureza de sangre; y la historiografía catalana, con su contraste entre catalanes y españoles. Todos estos temas pueden verse a lo largo de este libro, en el que la traición y el traidor aparecen como una especie de maldición en la historia de España.

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Información

Año
2020
ISBN
9788446049579
Categoría
Storia
Categoría
Storia europea
VI
EL TRAIDOR ETERNO. LOS JUDÍOS EN LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA
Todos aquellos temas que han implicado de un modo u otro la cuestión judía se han caracterizado siempre por poseer una enorme atracción sobre el historiador. Se trata de un pasado que, como es bien sabido, se ha jalonado con cruentas matanzas, largas persecuciones, célebres expulsiones y, sobre todo, por el punto de inflexión que supuso la aniquilación sistemática que durante el III Reich se llevó a cabo con esta minoría. Pero también encontramos a personajes hebreos que tuvieron una gran influencia sobre notorios mandatarios; piénsese en los monarcas hispanos de la Edad Media, a quienes no les quedó más remedio que apoyarse en los judíos. Necesitaban personas que contaran con la capacidad para adelantar grandes sumas indispensables para librar guerras, también secretarios que dominasen el árabe y consejeros educados en la cultura musulmana[1]. Los judíos cumplían esas condiciones y, en virtud de ello, se hacían indispensables en la corte real. Advertimos, pues, una doble dimensión en la historia hebrea.
Cualquier historiador que decida investigar acerca de casi cualquier aspecto que guarde relación con los judíos deberá partir de una premisa muy clara: es un tema inabarcable. Por otra parte, conviene tener en cuenta que nos vamos a referir a cuestiones que han sido ampliamente tratadas por eminentes especialistas que, en ocasiones, dedicaron gran parte de su vida profesional a escribir sobre ello. Podría parecer complicado que hoy en día alguien tenga siquiera la osadía de emprender una labor como la que en su tiempo hizo Benzion Netanyahu en torno de los orígenes de la Inquisición, Yitzhak Baer sobre la historia de los judíos en la España medieval, Raul Hilberg acerca de la destrucción de los judíos[2], o los cincos volúmenes de la historia del antisemitismo de León Poliakov, por mencionar solamente cuatro autores de referencia en este ámbito. El libro de Baer ronda las mil páginas, mientras que los de Netanyahu, Hilberg y los tomos de Poliakov las rebasan ampliamente. Lo que sucede es que a estos autores no les importó dedicar quince o veinte años de su vida a redactarlas, porque sabían que se iban a convertir en las obras de referencia a las que acudirían aquellos que se interesasen sobre esos temas durante varias generaciones, obras que últimamente tanto escasean, al menos en el saber histórico. Hoy en día a casi nadie se le ocurre la idea de concebir libros de esas dimensiones, porque cada investigador, instalado en su torre de Babel particular, y ajeno completamente a la realidad, cree aportar algo interesante con los papers que publica y que casi con toda seguridad pasarán desapercibidos. Vivimos, además, en un mundo académico en el que el conocimiento ha quedado reducido a una simple mercancía que permite ascender o descender en cada cursus honorum académico particular[3].
Alguien podría pensar que esta humilde aportación sobre una materia ya bastante estudiada se podría convertir en una gota que fuera a parar a un océano donde se publican más de dos millones de papers anuales. Es posible que así sea, y lo asumimos, contradiciendo de ese modo la tendencia general que dice que el saber se construye a través de los índices de citas, aunque sea a costa de trivializarlo y convertirlo en algo banal. Creemos, pues, que es necesario dedicar otro trabajo al tema de los judíos desde la España medieval en adelante, porque ha habido aspectos que a menudo han pasado desapercibidos para la mayoría de especialistas. Nos estamos refiriendo a dos: la consideración de los judíos como traidores permanentes y la visión que de ellos ofrecen las historias de España, responsables de la formación y estandarización del pasado nacional.
No tengo ninguna pretensión de exhaustividad, lo que sería ridículo y a la vez un signo de la vanidad que suele caracterizar el oficio del historiador, dada la amplitud de los contenidos que aquí nos ocuparán. Mi propósito es mucho más modesto y consistirá en trazar una panorámica que integre el tópico de los judíos como traidores en algunas de las historias generales de España más relevantes que desde el siglo XIII se han venido escribiendo. Para ello habrá que analizar a lo largo del texto las grandes persecuciones antijudías producidas entre finales del siglo XIV y el XV, la obsesión por la limpieza de sangre, la Inquisición, el problema converso o la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, ya que en el transcurso de la narración de esos episodios se percibirán las opiniones y argumentos que los historiadores esgrimen sobre la comunidad hebrea.
LA JUDEOFOBIA
El odio hacia los judíos ha sido una constante a lo largo de la historia. Hemos tomado prestado el título de este epígrafe de un libro homónimo del filósofo argentino Gustavo Daniel Perednik, quien justificó su preferencia por este término, en lugar del ya clásico «antisemitismo», porque creía que el prefijo «anti» combinado con el sufijo ismo sugería una opinión que vendría a oponerse a otra opinión, como sucedía también en los casos de antimercantilismo, antidarwinismo o antiliberalismo; mas la judeofobia no sería una idea, y trae a colación Perednik aquella conocida máxima que Jean-Paul Sartre popularizó en su libro Réflexions sur la question juive, publicado en 1944, poco tiempo después de la liberación de París de la ocupación alemana, y según la cual no se le debía permitir al judeófobo disfrazar su odio bajo el manto de una «opinión», ya que, en la medida en que se emplee el término «antisemitismo», los judeófobos podrían adornar sus rencores con una aureola de criterio razonado, lo que desdibujaría de ese modo la irracionalidad de la judeofobia[4].
Una vez realizada esta pequeña precisión etimológica acerca de cómo podemos apelar a la animadversión multisecular que han padecido los judíos, convendría, si deseamos analizar el papel de los judíos como traidores, realizar un somero repaso que nos permita conocer la imagen que de dicha comunidad se configuró con el paso del tiempo. Deberemos subrayar los procesos históricos y las doctrinas de algunos de los personajes más relevantes de la cristiandad, en su mayoría teólogos[5]. Naturalmente, este perfil no tiene que ser real, sino que puede estar basado en tópicos y prejuicios, como, en efecto, veremos que así es.
Entre las causas de la atracción que el judaísmo ejerció sobre algunos autores cristianos podemos subrayar tres. En primer lugar, la persistencia de un supuesto proselitismo hebreo, la amplia influencia del ritual judío y, por último, la posición del propio cristianismo, que hizo necesario que la Iglesia defendiese sus derechos en contra de los del pueblo, el judío, que pretendía desposeer. Debió explicar, en palabras de Marcel Simon, «why, in taking over the heritage, it rejected part of it, accepting the name and the book, but refusing to be subjected to the observances that authenticated the name and that the book laid down»[6]. Asimismo, los escritos de carácter antijudío perseguían dos objetivos fundamentales: demostrar, desde las Escrituras, la verdad del cristianismo y, en segundo lugar, por el mismo medio, refutar las reivindicaciones del judaísmo.
Ya entre el siglo IV y el V había dedicado san Agustín al tema de los judíos algunos trabajos. En la Civitate Dei había apuntado este autor que los hebreos negaban la divinidad y el carácter mesiánico de Jesucristo: «Los judíos, sin embargo, no creen que el Cristo que esperan haya de morir. Por eso no creen tampoco que el Cristo anunciado por la ley y por los profetas sea nuestro, sino únicamente suyo, y lo figuran exento de la muerte. Y sostienen con admirable ceguera y vanidad que las palabras citadas significan no la muerte y la resurrección, sino el sueño y el despertar»[7].
En su Tractatus adversus iudaeos, cuya importancia viene dada por ser la única obra que va dirigida directamente a ellos, abogaba por una posible solución para los judíos. La pregunta básica a la que habría que responder era la siguiente: ¿cómo tendrían que ser conducidos los judíos hacia la verdadera fe? San Agustín proponía una conversión sin violencia, en la que habría que evangelizarlos para que fuesen conscientes de su error; se trata de una actitud pastoral reconciliadora y misionera, donde las puertas de la Iglesia están abiertas para los judíos a pesar de la obstinación que demuestran en sus falsas creencias. Podemos destacar que el tipo de conversión que Agustín sugería era justo la antítesis de la que posteriormente se llevó a cabo con carácter general:
Carísimos, ya escuchen esto los judíos con gusto o con indignación, nosotros, sin embargo, y hasta donde podamos, prediquémoslo con amor hacia ellos. De ninguna manera nos vayamos a gloriar soberbiamente contra las ramas desgajadas, sino más bien tenemos que pensar por gracia de quién, con cuánta misericordia y en qué raíz hemos sido injertados, para que no por saber altas cosas, sino por acercarnos a los humildes, les digamos, sin insultarlos con presunción, sino saltando de gozo con temblor: Venid, caminemos a la luz del Señor, porque su nombre es grande entre los pueblos. Si oyesen y escucharen, estarán entre aquellos a quienes se les dijo: Acercaos a Él y seréis iluminados. Y vuestros rostros no se ruborizarán. Si oyen y no obedecen, si ven y tienen envidia, están entre aquellos de quienes se ha dicho: El pecador verá y se irritará, rechinará con sus dientes y se consumirá de odio. Yo, en cambio, dice la Iglesia a Cristo, como olivo fructífero en la casa del Señor, he esperado en la misericordia de Dios eternamente y por los siglos de los siglos[8].
En este sentido, Benzion Netanyahu testimonia la presencia de una sentencia rabínica datada en torno al siglo II que dice de manera clara y terminante que el sacrificio de los hijos a la idolatría, crimen que sin lugar a dudas merecería ser calificado como abominable, no debería conllevar la pena prescrita cuando se hubiera realizado bajo coacción, por error, o por engaño deliberado[9]. Esta opinión estaba fundada en la idea de que un hombre solo podría ser considerado culpable de sus actos cuando los realizase con su libre albedrío.
Pero el mayor pecado que recaía sobre la comunidad hebrea era el de deicidio. Orígenes, un autor que vivió entre finales del siglo II y comienzos del III, escribió una obra eminentemente apologética titulada Contra Celso....

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