Crimen en Compostela
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Crimen en Compostela

Carlos González Reigosa

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Crimen en Compostela

Carlos González Reigosa

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Información del libro

El detective Nivardo Castro y el periodista Carlos Conde investigan el asesinato de un conocido y millonario constructor en el centro histórico de Santiago de Compostela. Sus indagaciones revelarán una trama en la que el sexo, el dinero y la codicia han marcado las turbulentas relaciones de sus protagonistas. Y todo ello sin dar la espalda a la ciudad milenaria, que se convierte en un hermoso a la vez que cruel escenario, vibrante de historia y misterio.Galardonada con el I Premio Xearis, Crimen en Compostela está considerada como la obra fundacional de la novela negra gallega, con más de cien mil ejemplares vendidos.

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Información

Año
2014
ISBN
9788446039815
VI
A las nueve y cuarto de la mañana, Nivardo Castro estaba en el bar de enfrente de la casa en que vivía el Celes. Desde allí dominaba perfectamente la entrada del inmueble. Se había vestido en un santiamén, sin casi tiempo de descubrirse pálido y ojeroso en un espejo –¿había empezado ya la vejez irreversible?–, y había salido a una calle envuelta en una niebla ligera y vaporosa, que filtraba una luz de espectrales e indefinidos arreboles. Un extranjero se había acercado a él para preguntarle dónde estaba el convento de Santa Clara.
—No lo sé. No se lo puedo decir.
—Me refiero al que fundó la mujer de Alfonso X el Sabio, la reina doña Violante.
—Que no, que no sé dónde está. Lo siento.
—Algunos sitúan en él las historias de Margarita la Tornera y de doña Estefanía, la Desdichada...
—Ya le dije que no sé dónde está. No soy de aquí, no insista.
—Oh, usted también es un turista...
—Sí, yo también soy un turista.
—Yo vengo de Minnesota. Nací en Duluth, ¿sabe?, el mismo sitio en que nació Bob Dylan, el de Blowin’ in the wind y de The times they are a-changing. ¿Lo conoce usted?
Él se fue cuando era muy pequeño, a los cinco o seis años, para una localidad cerca de la frontera con Canadá, pero yo conocí a su padre, Abraham Zimmerman, que era un pequeño comerciante judío, muy amable y servicial... ¿Usted de dónde viene?
—Yo vengo de un lugar más remoto... Yo vengo de Galicia.
—¿De Galicia? Pero Galicia es donde estamos.
—Claro. Pero yo tuve que dar la vuelta al mundo para llegar aquí, ¿entiende?
No, aquel americano de pelo rojo, flaco y estirado, cincuentón, no había captado el humor –¿o no era humor?– de su respuesta. Por el contrario, se había quedado envarado y tieso, paralizado, sin saber qué hacer y un poco azorado. Había dicho «gracias» y «excúseme» atropelladamente y se había marchado aturdido. Era algo que ya había constatado en Estados Unidos: los norteamericanos solo entienden su sentido del humor, que es, por lo común, un rudo mestizaje que alcanza algún brillo propio cuando aparece el ingrediente judío (Hermanos Marx, Woody Allen o sus propios amigos Saul Silvergleit y Dan Ajmechet, compañeros en la «Stevenson Co.» y en el Bajo Manhattan, capaces de traducir sus amarguras de cada día en las más ingeniosas y bien humoradas frases).
Sin distraer su atención de la entrada de la casa del Celes, Nivardo observó que, cerca de él, sobre la barra, había un supletorio del teléfono de la cafetería. Había terminado el desayuno y, llevado por la curiosidad –o quizá por una cierta forma de impaciencia–, decidió hacer una llamada. Buscó el número en la guía, pidió que le diesen la línea y marcó.
—¿Está don Terencio Rancaño?
—¿De parte de quién? –respondió una voz femenina.
—De Juan García.
—Acaba de llegar. Ahora le paso con él.
Se hizo una breve pausa. Nivardo seguía con los ojos vigilantes sobre la casa del Celes.
—Sí. ¿Quién es?
—¿Don Terencio?
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
—Soy Juan García.
—¿Juan García? Ahora mismo no sé, no caigo..., no lo recuerdo a usted.
—Soy de Construcciones Maure.
—¿Construcciones Maure?
—Maure, sí, el que le hizo un pedido de uralita.
—¿Un pedido de qué?
—De uralita. ¿No lo recuerda?
—Perdone, ¿no se equivocaría usted de número? Yo soy Terencio Rancaño.
—Don Terencio, sí, es con quien quiero hablar.
—Pero hablar ¿de qué?... Yo no tengo nada que ver con un pedido de uralita.
—Sí, hombre, sí, de uralita erótica, ¿no recuerda?
—¿Uralita erótica? Usted está de coña. Ande, váyase a joder a otra parte y déjeme en paz.
Y colgó.
No eran muchos los elementos, pero Nivardo trató de juntarlos. Era un hombre suave, tranquilo, pero también enérgico y seguro de sí mismo. Esa era la impresión que le causó. Y también la de ser un hombre ocupado que no pierde el tiempo con lo que no le interesa. No era desde luego un morboso de la curiosidad. Y tampoco había descubierto en su voz ninguna inquietud.
Aun contra su propio criterio, Nivardo se dejó llevar por el impulso de marcar de nuevo aquel número y preguntar otra vez por Terencio, esta vez de parte de Luis Pimentel Xeadas.
—Luis Pimentel ¿qué? –preguntó Terencio.
—Luis Pimentel Xeadas, el hombre al que usted le pagó por... ya sabe.
—¿Le pagué qué? Usted es el mismo tipo de antes y no sé por qué carajo no me deja en paz y se dedica a cosas más interesantes.
Y otra vez colgó.
Tanta contundencia –y sobre todo aquella ausencia de curiosidad– confundió a Nivardo. La experiencia le había demostrado que, por lo común, los hombres que respondían así eran los que no tenían nada que ocultar o los que simplemente no le temían a nada. Y esto le resultaba aún más sorprendente en un hombre como Terencio Rancaño, con fama de especulador –de palabra y de obra– cauteloso y prudente.
Había empezado con estas reflexiones cuando, a las 9.48 horas, vio salir del portal de la casa que vigilaba al Celes y a la Ruibal. El Celes llevaba al hombro una bolsa deportiva y vestía su indumentaria habitual. La Ruibal portaba un bolso de mano y se movía con torpeza, como si, aturdida o mareada, emergiese de una larga exposición a gases tóxicos. Nivardo los vio bajar por República de El Salvador y doblar a la derecha en la primera calle. Dejó pasar un cuarto de hora –minutos que se le hicieron interminables, especie de tigre refrenando sus músculos a la espera de saltar sobre su víctima– y salió de la cafetería. Atravesó la calle, entró en el portal de la casa del Celes, subió por las escaleras –no había ascensor– hasta el ático, fue hacia la puerta del apartamento y, con un juego de ganzúas, manipuló en la cerradura hasta que consiguió abrirla. Entró en la buhardilla, cerró tras de sí y comenzó un escrupuloso registro. Su objetivo era encontrar las fotos comprometedoras. Cabía la posibilidad de que no estuviesen allí, de que el Celes las tuviese en otro sitio, pero... ¿no le había parecido desde el principio un individuo ensoberbecido, vanidoso y también, a su manera, crédulo y confiado? ¿Por qué iba a tenerlas en otro lugar si no temía nada ni tenía ningún motivo para esconderlas de un modo especial?
Registró con cuidado los armarios del pasillo y los estropeados muebles y sillones del salón, que desprendían, al ser removidos, un fuerte tufo y un hedor a tabaco podrido (si es que el tabaco se pudría como él imaginaba, es decir, de un modo similar a los nabos que, después de cocidos, se olvidaban en el fondo de la caldera durante varios días). Buscó también en las derrengadas mesillas de noche –que rodeaban una cama de arrugadas y sucias sábanas– y entre la ropa escasa de un armario empotrado en la pared de la habitación. Y volvía al pasillo de la entrada, para seguir la búsqueda en la cocina, cuando, de repente, se abrió la puerta de la entrada y el Celes apareció delante de él, con una navaja de larga y estrecha hoja en la mano. Nivardo, sobreponiéndose a la sorpresa, lo observó sin alterar la expresión.
—Sabía que te encontraría aquí –dijo el Celes, enfurecido.
—Pues sabías más que yo.
—¿Qué quieres decir, hijo de puta? ¿Qué se te ocurre ahora?
—Pensaba encontrar las fotos con las que chantajeas a la mujer de Terencio Rancaño, pero desde luego no pensaba encontrarte a ti.
—Yo ya no tengo esas fotos, no las tengo, ¿entiendes? Luego no las puedes encontrar aquí. Pero vas a encontrar otra cosa que te has ganado a pulso.
El Celes fue hacia Nivardo y, tras una finta rápida, intentó hundirle la navaja debajo de las costillas. Nivardo lo esquivó, logró sujetarlo por el brazo y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la pared. El Celes crujió deslomado. Antes de que se desplomase, Nivardo lo trabó con una llave de judo y le dijo:
—Así nos entenderemos mejor, ¿no te parece? Creo que acabo de ganar mucha credibilidad.
—Mierda. Nos entenderemos igual... Te dije que no tenía esas fotos y no las tengo. Pero ándate con ojo que, antes o después, te voy a ajustar las cuentas.
Nivardo apretó fuerte y el Celes bramó de dolor, pero si...

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