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Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania. La escuela romántica. Espíritus elementales

Heinrich Heine

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Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania. La escuela romántica. Espíritus elementales

Heinrich Heine

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En 1831, Heine decidió exiliarse a Francia, al sentir que en Alemania el clima se volvía cada vez más asfixiante para él. En París se convirtió en el líder del grupo radical "Joven Alemania" y actuó como puente entre la cultura alemana y francesa. La presente obra reúne tres de los ensayos de contenido conceptual más importantes que escribió en esta etapa: Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania, La escuela romántica y Espíritus elementales, tres trabajos que le otorgan un puesto de máxima relevancia en la historia del pensamiento y en el debate filosófico, político y periodístico de su tiempo. En el primer ensayo, satiriza agriamente los regímenes despóticos y feudales de los reinos y ducados alemanes. En el segundo ensayo, somete al Romanticismo a un despiadado análisis, y en el tercero presenta una recopilación de cuentos y leyendas de tradición centroeuropea, especialmente germana, con un gran valor histórico.

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Información

Año
2017
ISBN
9788446045427
Se dice que hay en Westfalia ancianos que aún saben dónde yacen ocultas las imágenes de las antiguas divinidades; en su lecho de muerte revelan el precioso secreto a su nieto más joven, que lo guarda en el callado corazón de Sajonia. En Westfalia, la Sajonia de antaño, no todo lo enterrado está muerto. Al pasearse por sus robledales seculares, se sigue oyendo las voces de los tiempos remotos; se percibe todavía el eco de aquellas profundas fórmulas mágicas en las que brota la vida con mayor plenitud que en toda la literatura de la comarca de Brandeburgo. Un respeto misterioso estremeció mi alma cuando un día, al atravesar caminando esos bosques, pasé por delante del vetusto castillo de Siegburgo. «Aquí» –dijo mi guía– «aquí moró otrora el rey Wittekind». Y suspiró hondamente. Era un modesto leñador que llevaba una enorme hacha.
Estoy convencido de que, si fuese necesario, ese varón combatiría por el rey Wittekind aún hoy. Y, ¡ay la testa sobre la que cayera su hacha!
Para la tierra sajona fue un día infausto aquel en el que Wittekind, su valiente duque, fue derrotado por el emperador Carlos en Engster.
Cuando en la huida se dirigió a Ellerbruch y todos sus hombres, junto con sus mujeres e hijos, llegaron al vado y se arracimaron allí, una anciana ya no pudo andar más. Pero como no debía caer viva en manos de los enemigos, los sajones la enterraron con vida en un montículo de arena en Bellmanss-Kampo, diciendo mientras la sepultaban:
—Acurrúcate, acurrúcate; el mundo te rechaza; ya no puedes seguir nuestros pasos.
Se dice que la anciana aún vive. En Westfalia no todo lo enterrado está muerto.
Los hermanos Grimm cuentan este relato en sus Leyendas alemanas; en las páginas que siguen me serviré a veces de las indagaciones de esos buenos eruditos, hechas a conciencia y con esmero. Sus méritos en cuanto al estudio de la antigüedad germánica son de un valor inestimable. Jacob Grimm por sí solo prestó más servicios a la lingüística que toda vuestra academia francesa desde los tiempos de Richelieu. Su Gramática alemana es una obra colosal, una catedral gótica en la que todos los pueblos germánicos alzan sus voces como en un coro gigantesco, cantando cada cual en su propio dialecto. Tal vez Jacob Grimm hubiera vendido su alma al diablo, con tal de que le proporcionase los materiales y le sirviera de peón en ese inmenso monumento lingüístico. En efecto, para llevar arrastrando esos sillares de erudición y argamasar los cientos de miles de citas, se necesita más que la vida de un hombre y más que paciencia humana.
Una de las fuentes primordiales para la investigación de las antiguas creencias populares es Paracelso. Ya lo he nombrado en varias ocasiones. Se han traducido sus obras al latín, no mal, pero fragmentariamente. Sus escritos son difíciles de leer en alemán, su lengua original; el estilo es abstruso, pero de cuando en cuando surgen las grandes ideas con palabras sublimes. Paracelso era un filósofo de la naturaleza en la acepción más moderna de la palabra. No hay que entender siempre su terminología en sentido tradicional. En su teoría de los espíritus elementales empleaba nombres como ninfas, ondinas, silvanos y salamandras; pero lo hizo sólo porque esas designaciones ya les eran familiares al público y no porque expresaran con exactitud aquello de lo que quiso hablar. En lugar de acuñar a capricho conceptos nuevos, prefirió buscar palabras antiguas que a la sazón significaban algo parecido a sus ideas. Muchas veces lo interpretaron mal por eso; algunos lo tildaron de guasón y otros llegaron incluso a acusarlo de falta de fe. Mientras algunos sostenían que quiso burlarse al organizar en sistema las viejas consejas infantiles, otros le reprocharon que, discrepando de la opinión cristiana, se negase a calificar de demonios a todos aquellos espíritus elementales. No tenemos –dijo en alguna parte– ninguna razón para suponer que esos seres pertenezcan al demonio; tampoco sabemos aún lo que es en esencia el diablo. Los espíritus elementales son, como nosotros, verdaderas criaturas divinas –afirmaba–, pero no proceden, como nosotros, de la estirpe de Adán, sino que, a voluntad de Dios, moran en los cuatro elementos y su constitución corporal se parece a estos. Así Paracelso ordenaba los diferentes espíritus elementales según los cuatro elementos y nos ofreció un sistema preciso.
Con todo, organizar en un sistema las propias creencias populares, como algunos pretenden, es tan imposible como querer enmarcar las nubes que pasan. A lo sumo cabe reunir lo semejante en determinadas categorías. Esto intentaremos con respecto a los espíritus elementales.
De los duendes ya hemos hablado. Son espectros, mezcla de muertos y demonios, que hay que distinguir con nitidez de los espíritus de la tierra por antonomasia. La mayor parte de ellos viven en las montañas y reciben el nombre de geniecillos, gnomos, señores de los metales, gente menuda, enanos. Las leyendas sobre los enanos son análogas a las que corren sobre los gigantes, lo cual sugiere la existencia de dos tribus distintas que habitaban la tierra más o menos pacíficamente, pero que han desaparecido desde entonces. Los gigantes se marcharon de Alemania para siempre; a los enanos, en cambio, aún se los encuentra de vez en cuando en las vetas, donde, ataviados como pequeños mineros, excavan las piedras y los metales preciosos. Desde tiempos inmemoriales los enanos tenían oro, plata y diamantes en abundancia, pues podían huronear invisibles por doquier; para ellos no había resquicio tan estrecho como para no deslizarse por él, con tal de llegar a las galerías de la riqueza. Los gigantes, al contrario, siempre fueron pobres, y si se les hubiera prestado algo, habrían dejado deudas gigantescas. En las antiguas canciones se cuentan maravillas de la destreza de los enanos. Forjaban las mejores espadas, pero sólo los gigantes sabían dar mandobles con ellas. ¿Fueron los gigantes realmente de tan ingente talla? Tal vez el temor les haya sumado algunas varas de más. Esto ha ocurrido con harta frecuencia. Nicetas, un bizantino que relató la toma de Constantinopla por los guerreros de las cruzadas, confesó con la mayor seriedad que, en aquel tremendo instante, les pareció que uno de esos férreos caballeros del norte, vencedor en toda la línea de cuantos se cruzaban en su camino, tenía una estatura de cincuenta pies.
Como ya he dicho, los enanos moraban en las montañas. Hasta hoy en día el pueblo sigue llamando cuevas de enanos a las angostas hendiduras que se encuentran en las rocas. Vi muchas de ellas en el Harz, sobre todo en Bodental. A varias estalactitas en las cavernas de las montañas, así como a algunos picachos pintorescos, la gente les da el nombre de «boda de enanos». Son geniecillos, a quienes un hechicero maligno convirtió en piedra cuando, celebrada la boda, salieron de su minúscula iglesia y caminaron pasicortos a casa o cuando se dieron la bue...

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