Piel negra, máscaras blancas
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Piel negra, máscaras blancas

Frantz Fanon, Paloma Moleón Alonso, Iria Álvarez Moreno, Ana Useros Martín

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Piel negra, máscaras blancas

Frantz Fanon, Paloma Moleón Alonso, Iria Álvarez Moreno, Ana Useros Martín

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Pocos autores han tenido un impacto tan profundo sobre la identidad negra como Frantz Fanon, cuya obra ha ejercido una poderosa influencia sobre el movimiento de los derechos civiles, los movimientos anticoloniales y los movimientos por la conciencia negra de todo el mundo, desde el Black Power hasta los Black Panthers pasando por buena parte de los movimientos de liberación nacional de África y Asia. El racismo y el colonialismo todavía dejan sentir su peso sobre el mundo contemporáneo, y de su análisis y crítica intelectual depende en gran medida la calidad de los modelos de acción política revolucionaria del futuro. Este libro de culto representa un agudo análisis de la formación de la identidad negra en una sociedad blanca, esto es, de cómo el racismo define los modos de reconocimiento, interrelación y construcción de la personalidad individual y social en las sociedades poscoloniales. Incluye, además, artículos de Samir Amin, Judith Butler, Lewis R. Gordon, Ramón Grosfoguel, Nelson Maldonado-Torres, Walter Mignolo, Immanuel Wallerstein y Sylvia Wynter, que desmenuzan brillantemente el texto de Fanon exponiendo toda su riqueza, complejidad y sofisticación intelectual.

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Información

Año
2009
ISBN
9788446039853
VI. El negro y la psicopatología
Las escuelas psicoanalíticas han estudiado las reacciones neuróticas que nacen en ciertos ambientes, en ciertos sectores de la civilización. Para obedecer a una exigencia dialéctica deberíamos preguntarnos en qué medida las conclusiones de Freud o de Adler, pueden emplearse en una tentativa de explicación de la visión del mundo del hombre de color.
El psicoanálisis, nunca se subrayará bastante, se propone comprender comportamientos dados, en el seno de un grupo específico que representa la familia. Y cuando se trata de una neurosis vivida por un adulto, la tarea del analista es encontrar, en la nueva estructura psíquica, una analogía con tales elementos infantiles, una repetición, una copia de conflictos incubados en el seno de la constelación familiar. En todos estos casos, se considera a la familia «como objeto y circunstancia psíquicas»1.
Aquí, en cualquier caso, los fenómenos se van a complicar de manera singular. La familia, en Europa, representa en efecto una cierta forma que tiene el mundo de ofrecerse al niño. La estructura familiar y la estructura nacional tienen relaciones estrechas. La militarización y la centralización de la autoridad en un país implican automáticamente un recrudecimiento de la autoridad paterna. En Europa y en todos los país llamados civilizados o civilizadores, la familia es un fragmento de la nación. El niño que sale del ambiente parental encuentra las mismas leyes, los mismos principios, los mismos valores. Un niño normal que haya crecido en una familia normal será un hombre normal2. No hay desproporción entre la vida familiar y la vida nacional. A la inversa, si evaluamos una sociedad cerrada, es decir, que haya sido protegida del flujo civilizador, encontramos las mismas estructuras descritas anteriormente. L’âme du pygmeée d’Afrique, del reverendo padre Trilles, por ejemplo, nos convence de esto; se siente en todo momento la necesidad de catolizar el alma negruzca, pero la descripción que se encuentra ahí de la cultura (esquemas culturales, persistencia de los ritos, supervivencia de los mitos) no da la impresión artificial de La philosophie bantoue.
En un caso como en el otro, hay proyección sobre el medio social de las características del medio familiar. Es verdad que los hijos de ladrones o bandidos, acostumbrados a una determinada legislación del clan, se sorprenderán al constatar que el resto del mundo se comporta de forma diferente, pero una nueva educación (a no ser que haya perversión o retraso [Heuyer])3 debería poder llevarlos a moralizar su visión, a socializarla.
Se percibe, en todos estos casos, que la morbidez se sitúa en el medio familiar. «La autoridad del Estado es para el individuo la reproducción de la autoridad familiar por la que ha sido modelado en su infancia. El individuo asimila las autoridades que encuentra ulteriormente a la autoridad parental: percibe el presente en términos del pasado. Como todos los otros comportamientos humanos, el comportamiento ante la autoridad es aprendido. Y es aprendido en el seno de una familia que se puede distinguir desde el punto de vista psicológico por su organización particular, es decir, por la forma en la que la autoridad se reparte y se ejerce»4.
Pero, y éste es un punto muy importante, constatamos lo contrario en el hombre de color. Un niño negro normal, crecido en el seno de una familia normal se anormalizará al menor contacto con el mundo blanco. Esta proposición no se entenderá inmediatamente. Avancemos, pues, reculando. Rindiendo justicia al doctor Breuer, Freud escribe:
En casi cada caso, constatamos que los síntomas eran como residuos, por así decirlo, de experiencias emotivas que, por esta razón, hemos llamado más tarde traumas psíquicos. Su carácter particular los asemeja a la escena traumática que los ha provocado. Según la expresión consagrada, los síntomas eran determinados por «escenas», formaban los residuos mnésicos de éstas, y ya no era necesario ver en ellos los efectos arbitrarios y enigmáticos de la neurosis. Sin embargo, contrariamente a lo que esperábamos, el síntoma no resultaba siempre de un solo acontecimiento, sino, la mayoría de las veces, de múltiples traumas a menudo análogos y repetidos. Por consiguiente, había que reproducir cronológicamente toda esa cadena de recuerdos patógenos, pero en el orden inverso, primero el último y al final el primero; imposible penetrar hasta el primer trauma, a menudo el más eficaz, si nos saltábamos los intermediarios.
No se podría ser más afirmativo; hay Erlebnis [experiencias] determinadas en el origen de las neurosis. Más tarde, Freud añade: «Los enfermos, es cierto, han expulsado ese trauma de su conciencia y de su memoria y se han ahorrado en apariencia una gran suma de sufrimientos, pero el deseo reprimido continúa subsistiendo en el inconsciente; acecha una ocasión de manifestarse y reaparece pronto a la luz, pero bajo un disfraz que lo convierte en irreconocible; en otros términos, el pensamiento reprimido se reemplaza en la conciencia por otro que le sirve de sustituto, de ersatz, y al que van a adherirse todas las impresiones de malestar que creíamos descartadas por la represión.» Esas Erlebnis son reprimidas en el inconsciente.
En el caso del negro, ¿qué vemos? A no ser que empleemos esos datos vertiginosos (que tanto nos descentran) del inconsciente colectivo de Jung, no entendemos absolutamente nada. Cada día se vive un drama en los países colonizados. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que un bachiller negro, que llega a la Sorbona para hacer la carrera de filosofía, ante cualquier organización conflictiva en sus alrededores se ponga en guardia? René Mesnil daba cuenta de esta situación en términos hegelianos. Hacía de ella «la consecuencia de la instauración en la conciencia de los esclavos, en lugar del espíritu “africano” reprimido, de una instancia representativa del Amo, instancia instituida en lo más profundo de la colectividad y que debe vigilarla como una guarnición vigila la ciudad conquistada»5.
Veremos, en nuestro capítulo sobre Hegel, que René Mesnil no se equivoca. Sin embargo, tenemos derecho a plantearnos la pregunta: «¿cómo se explica su persistencia en el siglo xx, cuando hay además una identificación integral con el blanco? Con frecuencia, el negro que se anormaliza no ha tenido relación con el blanco. ¿Posee la experiencia antigua y la represión en el inconsciente? ¿El joven hijo negro ha visto a su padre golpeado o linchado por el blanco? ¿Ha habido un traumatismo efectivo? A todo eso respondemos: no. ¿Entonces?
Si queremos responder correctamente, estamos obligados a recurrir a la noción de catarsis colectiva. En toda sociedad, en toda colectividad, existe, debe existir, un canal, una puerta de salida por la que las energías acumuladas bajo forma de agresividad, puedan ser liberadas. A eso se dirigen los juegos en las instituciones para niños, los psicodramas en las curas colectivas y, de una forma más general, los semanarios ilustrados para los jóvenes. Cada tipo de sociedad exige, naturalmente, una forma de catarsis determinada. Las historias de Tarzán, de exploradores de doce años, de Mickey, y todas las revistas ilustradas, persiguen una verdadera represión de la agresividad colectiva. Son revistas escritas por los blancos, destinadas a pequeños blancos. Pero el drama se sitúa aquí. En las Antillas, y nosotros tenemos muchas razones para pensar que la situación es análoga es las otras colonias, jóvenes indígenas devoran las mismas historias ilustradas. Y el Lobo, el Diablo, El Genio Malo, el Mal, el Salvaje están siempre representados por un negro o un indio y, como siempre hay una identificación con el vencedor, el pequeño negro se hace explorador, aventurero, misionero «que se arriesga a ser comido por los malvados negros», tan fácilmente como el pequeño blanco. Se nos dirá que esto no es muy importante; pero es porque no se ha reflexionado en absoluto sobre el papel de estos tebeos. He aquí lo que dice sobre ellos G. Legman:
Con pocas excepciones, todo niño estadounidense que en 1938 tuviera entre seis y doce años habrá absorbido un estricto mínimo de 18.000 escenas de tortura feroz y de violencia sanguinaria […]. Los estadounidenses son el único pueblo moderno, con la excepción de los bóers, que, recuerde la humanidad, ha barrido totalmente del suelo en el que se ha instalado a la población autóctona6. Sólo Estados Unidos podía entonces tener una mala conciencia nacional que aplacar forjando el mito del «Bad Injun»7 para poder enseguida reintroducir la figura histórica del honorable Piel Roja que defiende sin éxito su suelo contra los invasores armados de biblias y fusiles; el castigo que merecemos sólo puede ser evitado negando la responsabilidad del mal, devolviendo la culpa a la víctima; probando (al menos ante nuestros ojos) que al golpear el primer y único golpe actuábamos simplemente en legítima defensa […].
Contemplando las repercusiones de estas historias ilustradas sobre la cultura americana, el autor escribe además:
Sigue abierta la cuestión de saber si esta fijación maníaca por la violencia y la muerte sustituye a una sexualidad censurada o si no tiene más bien por función el canalizar, por la vía que la censura sexual ha dejado libre, el deseo de agresión de los niños y de los adultos contra la estructura económica y social que, no obstante, con su propio consentimiento, los pervierte. En los dos casos, la causa de la perversión, ya sea de orden sexual o económico, es esencial; por eso, mientras no seamos capaces de enfrentarnos a estas represiones fundamentales, todo ataque que se dirija contra estos sencillos procedimientos de evasión, como los comic books, seguirá siendo futil8.
En las Antillas, el joven negro, que en la escuela no deja de repetir «nuestros ancestros, los galos»9 se identifica con el explorador, el civilizador, el blanco que lleva la verdad a los salvajes, una verdad toda blanca. Hay identificación, es decir, que el joven negro adopta subjetivamente una actitud de blanco. Carga al héroe, que es blanco, con toda su agresividad (que, en esa edad, se relaciona estrechamente con la oblatividad: una oblativ...

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