El culto pedagógico
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El culto pedagógico

Crítica del populismo educativo

José Sánchez Tortosa

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El culto pedagógico

Crítica del populismo educativo

José Sánchez Tortosa

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Desde los años noventa al menos, la enseñanza en España viene padeciendo la paulatina incorporación de unos principios ideológicos que, disfrazados de pedagogía, han marcado las distintas legislaciones. Tal modelo o paradigma pedagógico ha arrebatado la autoridad al profesor para entregársela a los departamentos de orientación. De ese modo se ha empobrecido –cuando no vaciado– el contenido científico, académico, técnico e intelectual de la educación. En su lugar, la subjetividad sentimental y emocional, los espejismos de la felicidad y de la libertad espontánea del niño (del buen infante, un mito que arraiga en aquel otro del buen salvaje), amén de un infantilismo creciente, han ocupado el centro de las funciones de los profesores, subordinados a la psicopedagogía y reducidos al cometido de contener y entretener a bolsas de sujetos en edad prelaboral en ausencia de los progenitores o tutores legales.Ante esta tesitura, una teoría crítica de la enseñanza puede contribuir no sólo a clarificar el problema, sino a pertrecharnos para presentar batalla ante los mitos y las trampas del lenguaje a la moda en el universo educativo, donde triunfa de modo transversal un populismo pedagógico que torna la enseñanza en espectáculo y es cómplice de políticas que condenan a los más desfavorecidos a la indigencia intelectual y académica bajo retóricas pseudoizquierdistas de igualitarismo formal y felicidad canalla.

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Información

Año
2019
ISBN
9788446046950
1. De la tiranía poética a la demagogia sofisticada
¿Y acaso no es lo mismo –proseguí– el ser amante de aprender [φιλομαθὲς] y ser filósofo?
Platón, República, 376b
Si no existe la materia enseñada, ni el maestro, ni el discípulo, ni tampoco el método de enseñanza, es evidente que no existe ni la enseñanza ni nadie que la tenga a su cargo.
Sexto Empírico, Adversus Mathematicos, libro I, 38-40
No antes del año 387 a.C., un ateniense que acaba de regresar de un ingrato viaje a la Magna Grecia compone la obra decisiva para la comprensión de la enseñanza propiamente dicha, en la laboriosa gestación de una disciplina sin la cual no podría entenderse. Esa disciplina, que entre unos y otros (Heráclito: philosophós, Pitágoras…) llamaron Filosofía, se constituye en sentido riguroso con la obra de ese ateniense, Platón, que acierta a ver la clave del asunto: lo que mantiene un precario orden de coordinación en el caos múltiple de lo real no son ni espíritus o dioses (la Poética: Homero…) ni átomos (la Ciencia: Demócrito…) ni los números (Aritmología: Pitágoras…), sino las formas [εἰδῶν]. Esas formas o estructuras lógicas, esas combinatorias que constituyen la racionalidad última de lo real, que permiten decir lo igual de lo diferente, ofrecen a la comprensión del sujeto racional la conexión entre distintos aspectos de la realidad, en función del principio ya mencionado de symploké [συμπλοκὴν] según el cual ni todo está conectado con todo ni nada está conectado con nada. Ese principio muestra cómo hay cosas que están ligadas entre sí, pero otras con las que no están ligadas. Digamos que los cruces que otorgan cierto orden regular a la realidad se tejen en función de vínculos en continuo devenir (como los que vinculan unas páginas con otras en la Red: hipervínculos o links). Esta trama de vínculos configura un paisaje de planos diferenciados, trabados, enfrentados o remotos, ninguno de los cuales satura el conjunto por completo. Es un orden múltiple de coordinación de carácter lógico por ser independiente de los sujetos particulares que operan dentro de él, constituidos por él, pero, al mismo tiempo, que pueden, aun de modo fragmentario, enunciarlo: λóγος. Dicho orden permite una apertura a las condiciones en las cuales esas urdimbres tienen efecto y entrega a la mirada atenta el espectáculo de una enredadera heterogénea a través de la cual vislumbrar las líneas maestras, los cauces, vertientes o carriles, las vetas que insinúan la dirección de los procesos que agitan las cosas, y su devenir, sus cortes, límites, abismos. Esa rendija abierta es filosófica. Así, el ejercicio de recorrido y enunciación de las líneas fronterizas, de los contornos y figuras que constituyen ese mapa de la realidad a nuestra escala es lo que podemos con cierta propiedad llamar conocimiento. De ahí que la filosofía consista en la reflexión por medio de formas (ideas) acerca de las diferencias y relaciones entre esos campos de la realidad (campos categoriales). Y en su enunciacion. Y de ahí, también, el vínculo necesario entre enseñanza y filosofía, que este principio hace comprensible en toda su complejidad y riqueza.
Para situarse históricamente en el hallazgo platónico, hay que retroceder hasta el año 399 a.C., cuando se produce la condena de Sócrates[1]. El hecho marca, en el plano de la Historia política, el principio del fin del experimento democrático ateniense[2]. Platón asiste al acontecimiento con menos de treinta años, lo que, junto a sus experiencias en Siracusa, contribuyen a explicar su huida de la política, evocada en la Carta VII. A sus ojos, a diferencia seguramente de su maestro, tal revés supone la confirmación de la deriva irremediablemente demagógica que la pólis había tomado, tras la restauración de la democracia, en precaria situación. Mientras que Sócrates acepta la condena por encima incluso de la opción del destierro, incomprensible para un urbanita dialógico como él, y asume la ley como en cualquier otra circunstancia, por mucho que en este caso le afecte personalmente, Platón parece mostrar una respuesta mucho más escéptica. Y, sin embargo, el provecho teórico que el episodio ofrece rebasa el ámbito del análisis político y apunta a las bases de una racionalidad didáctica, sin perjuicio de las conexiones entre ambas esferas, que habrá que justificar. La condena viene ejercida por dos instancias fundamentales que marcan el devenir crítico de aquella sociedad. Esos dos polos, erigidos en el enemigo que Sócrates afronta, permiten dilucidar, a partir de este referente histórico, los dos puntos de gravedad entre los que va a oscilar pendularmente el objeto de este análisis: la enseñanza en general y la enseñanza contemporánea en España, en particular.
La Atenas de finales del siglo V a.C. está constituida por un foco de gravedad que procede del pasado mítico y que está cristalizado en los textos de los poetas antiguos como fuente de autoridad que entronca con el pasado remoto, con los ancestros, y por un impulso a la contra que surge como novedad a raíz de unas condiciones materiales que la propia democracia ateniense pone, y que podemos identificar por medio de la categoría convencional de sofistas. De hecho, las condiciones materiales que posibilitan el surgimiento de una gestión democrática de la pólis, es decir, una gestión en la que prima la persuasión verbal, producen el encuentro entre esas dos fuerzas, en principio, antagónicas:
La educación tradicional de los jóvenes helenos se basaba en aprender a leer y escribir, a sumar, restar y multiplicar, a tocar la cítara o la flauta y, sobre todo, en practicar la gimnasia, la lucha y el atletismo. Así, al llegar a los dieciocho años, los jóvenes ciudadanos podían incorporarse a la vida pública, asistir a la asamblea y participar en la guerra. Pero nadie les había enseñado la habilidad oratoria. A lo sumo les habían hecho aprender de memoria fragmentos de los poemas homéricos. ¿Quién les enseñaría a hablar en público y a argumentar, a ganar los pleitos y quedar bien en la asamblea? Los sofistas, nuevos profesionales de la enseñanza surgidos para hacer frente a la demanda de formación retórica[3].
De manera que los jóvenes aristócratas y con suficientes recursos económicos cuyo futuro no puede ser garantizado ya por su procedencia social (sanguínea) han de adaptarse a una enseñanza que les proporcione esa técnica específica que la enseñanza tradicional no ofrece y sin la cual no es posible prosperar en la nueva situación:
Y hacia 500 a.C. casi todos los atenienses, incluidos los pobres, sabían leer y escribir. Es verdad que no existían escuelas estatales, pero las escuelas privadas eran muy baratas y por poco dinero todo el mundo mandaba a sus propios hijos a un maestro para que les enseñara a escribir[4].
La aristocracia tradicional se ve obligada a invertir en la enseñanza nueva. Las familias con medios pagan a los sofistas consumando en sus hijos, y objetivada en ese contrato, la fusión entre tradición poética e innovación sofística, entre Homero y Protágoras, entra la función irascible (los sentimientos, ligados a la consanguinidad y el territorio) y la función concupiscible (los deseos, propios de la subjetividad).
La protodemocracia ateniense tiene, por tanto, la cualidad de romper con la preeminencia de lo biológico en política, motivo por el cual puede ser llamada propiamente democracia[5], al menos si descontamos una concepción idealista (o fundamentalista) de democracia y, en consecuencia, se deja al margen cualquier tipo de juicio valorativo, y por más que no lo sea en un sentido global y se quede en una democracia balbuciente, precaria, parcial, a duras penas ejercida como una excepción en mitad de un mundo de tiranías sostenidas por las creencias ancestrales, es decir, por la cerrazón cultural de cada pueblo, además de por la descomposición a la que su propio desarrollo aboca:
[…] la forma política que hay que poner a la base de la conciencia filosófica es precisamente la forma democrática en su sentido estricto, en la medida en la cual la democracia es algo más que un sistema formal de elección de magistrados mediante el voto y se apoya, de un modo u otro, en el supuesto de que es «el pueblo» –y no los grupúsculos de las aristocracias hereditarias o facticias (que actúan en nombre propio, o en nombre de Dios, o incluso en el mismo nombre del pueblo, a quien, sin embargo, no consultan)– la fuente de los saberes racionales y de los juicios maduros, si es que estos existen.
Ahora bien, en la medida en que la totalización filosófica es una totalización racional, que no admite fuentes particulares o privadas de revelación, reservadas a «minorías pequeñísimas» (aristocracias de sangre, colegios sacerdotales, sectas, logias o academias selectas), se comprenderá la sinergia de la actividad filosófica y de la actividad democrática (del saber democrático), según la advertencia de Euclides a Tolomeo: «No hay caminos regios para aprender geometría». Frente a la interpretación popperiana del platonismo, cabría subrayar los componentes «democraticos» –en el sentido dicho, no meramente formales– de la Academia platónica; pues allí no se cierra la puerta a nadie (por razones de raza, de edad, de sexo), ya que sólo se exige para entrar en ella «saber Geometría». Y, además, la Academia no se concibe como un fin en sí, puesto que ella está orientada al bien de la República. Una República que, aunque se proyecta como estratificada en tres clases, no puede confundirse con una sociedad de castas, sino con una sociedad dotada, diríamos hoy, de «movilidad vertical», y, en este sentido, democrática (los gobernantes filósofos de la República platónica no constituyen una casta, puesto que se reclutan entre el pueblo y, por ello, el hijo de un Rey podrá ser destinado a ser agricultor, si llega el caso, así como el hijo de un agricultor podrá ser elegido Rey si llega a ser sabio)[6].
Es claro, por tanto, que la democracia nace de una sociedad esclavista. Dicho con mayor precisión, la democracia (y la filosofía, que van indisolublemente unidas en su nacimiento, y no por casualidad) sólo puede nacer en una sociedad en la que hay ciudadanos libres, esto es, liberados de la necesidad del trabajo manual para poder ejercitar el pensamiento, como una destreza que emana de la necesidad de negociar con otros en condiciones formales de igualdad, según la realidad que el crecimiento económico y comercial producen. Y ese contexto que compele a los sujetos a negociar, a dialogar (el diálogo, lejos de ser remanso de paz, es escenificación y gestión dialéctica de la guerra, del conflicto), produce enfrentamientos que habrá que dirimir, por lo que surge una política cuyo instrumento de decisión es la palabra. Por el mismo motivo, podríamos decir que la democracia es, en Atenas, un invento de aristócratas o, si se prefiere, de «ricos», en modo alguno de los esclavos o, si se prefiere, de los «pobres». Del mismo modo, la libertad para todos es un invento de unos pocos hombres libres, y no de la masa de los esclavos[7]. Y aún más, cabe considerar la posibilidad de que sean los propios mecanismos de gestión política de la democracia ateniense los que, dado determinado nivel de desarrollo, contribuyan decisivamente a su descomposición. Estas paradojas permitirán esclarecer puntos decisivos de la materia tratada, envueltos habitualmente en la nebulosa del lenguaje establecido.
En esa frágil rendija abierta a la palabra, el poder político se obtiene no por herencia o riqueza, sino por medio del discurso en el ágora y, por tanto, gracias al dominio de una determinada técnica (oratoria y retórica), caracterizada por desplazar el conflicto de ...

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