La ideología alemana
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La ideología alemana

Karl Marx, Friedrich Engels, Wencesalao Roces

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Karl Marx, Friedrich Engels, Wencesalao Roces

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Como Marx expone en el prólogo a la Crítica de la Economía política, la finalidad que Marx y Engels perseguían al escribir La ideología alemana era "desentrañar conjuntamente el antagonismo entre nuestra concepción y la de la ideológica de la filosofía alemana; en realidad, ajustar cuentas con nuestra conciencia filosófica anterior. Y el propósito se llevó a cabo bajo la forma de una crítica de la filosofía posthegeliana". En carta al editor Leske, Marx explicaba: "Me parece muy importante, en efecto, hacer preceder la exposición positiva de un estudio polémico contra la filosofía alemana y contra el socialismo alemán anterior. Era necesario hacerlo así, con el fin de preparar al público para el punto de vista de mi Economía, punto de vista diametralmente opuesto al de la ciencia alemana tal como hasta el momento se viene desarrollando".Circunstancias adversas impidieron la terminación e impresión de la obra. "Confiamos el manuscrito", dice Marx, "a la crítica roedora de los ratones, de tanto mejor grado cuanto que habíamos conseguido ya nuestro propósito fundamental, el cual no era otro que esclarecer las cosas ante nosotros mismos". La socialdemocracia alemana no consideró nunca necesario proceder a publicar esta obra; el manuscrito permaneció inédito en sus archivos durante largos años hasta que se publicó en 1932, dentro de la monumental Marx-Engels Gesamtausgabe (MEGA).

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III. San Max
«¿Qué me importan a mí los verdes árboles?»
San Max explota el Concilio, «usa» y «abusa» de él para ofrecernos un largo comentario apologético de «el libro», que no es otro que «el libro», así, sin más, el libro por antonomasia, es decir, el libro perfecto, el libro sagrado, más aún, lo sacrosanto hecho libro, el libro celestial, a saber: El único y su propiedad. Como es sabido, «el libro» descendió del cielo sobre la tierra allá a finales de 1844, para encarnar bajo figura de siervo humano en la editorial de O. Wigand, de Leipzig. Se entregó, así, a las vicisitudes de la vida terrenal y hubo de sufrir los ataques de los tres «únicos», o sea de la misteriosa personalidad llamada Szeliga, del gnóstico Feuerbach y de Hess. Y aunque san Max, como augusto creador, se halle en todo momento muy por encima de su propia criatura y de todas las demás, ello no le impide apiadarse a las veces de su tierno vástago y de prorrumpir, en su defensa y protección, en un «jubiloso grito crítico». Para poder penetrar en toda la significación y profundidad tanto de este «jubiloso grito crítico» como de la misteriosa personalidad de Szeliga, no tenemos más remedio que detenernos aquí un poco en la historia sagrada y pararnos a examinar de cerca «el libro». O, para decirlo con san Max: nos proponemos «insertar episódicamente» «en este punto» una «reflexión» histórico-sagrada acerca de El único y su propiedad, «sencillamente porque» «se nos antoja que ello puede contribuir a esclarecer lo demás».
«¡Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el rey de gloria! ¿Quién es este rey de gloria? “Jehová”, el fuerte y valiente, “Jehová”, el poderoso en batalla. ¡Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el rey de gloria! ¿Quién es este rey de gloria? Es el señor único, él es el rey de gloria» (Salmos, 24, 7-10).
1. El único y su propiedad
El hombre que «ha cifrado su causa en la nada» comienza, como buen alemán, inmediatamente, la larga tirada de un «jubiloso grito crítico» con una jeremiada. «¿Qué no será mi causa?», p. 5. Y nos dice, con lastimero tono que le desgarra a uno el corazón, que «todo tiene que ser su causa», que sobre sus hombros se hace pesar «la causa de dios, la causa de la humanidad, de la verdad, de la libertad, la causa de su pueblo y de su príncipe» y qué sé yo cuántas causas más. ¡Pobre hombre! El burgués inglés y el francés se lamentan de la falta de débouchés[1], de las crisis comerciales, de los pánicos bursátiles, de las constelaciones políticas momentáneas, etc.; el pequeñoburgués alemán, que solo tiene una participación activa ideal en el movimiento de la burguesía y que, por lo demás, solo puede llevar al mercado su propio pellejo, se representa su propia causa simplemente como «la buena causa», como «la causa de la libertad, de la verdad, de la humanidad», etcétera.
Y nuestro maestro de escuela alemán toma tout bonnement[2] como moneda de buena ley estas quimeras y dedica tres páginas enteras a tratar de todas estas buenas causas.
Investiga, en las pp. 6-7, la «causa de dios» y la «causa de la humanidad» y encuentra que son estas «cosas puramente egoístas», de que tanto «dios» como «la humanidad» solo se preocupan de lo suyo, de que «la verdad, la libertad, la humanidad y la justicia» solo se interesan por ellas mismas y no por nosotros, por su bien solamente y no por el nuestro; para llegar a la conclusión de que a todas estas personas «les va extraordinariamente bien con ese proceder». Y llega, incluso, a convertir estas frases idealistas, dios, la verdad, etc., en ciudadanos bien intencionados a quienes «les va extraordinariamente bien» y que se complacen en un «rentable egoísmo». Lo cual corroe a nuestro gusano egoísta, quien exclama, a la vista de ello: ¿Y yo? «Yo, por mi parte, saco de eso una enseñanza y, en vez de seguir sirviendo a esos grandes egoístas, prefiero ser el egoísta yo», p. 7.
Vemos, pues, cuán nobles son los designios que guían a san Max, al pasarse al campo del egoísmo. No son los bienes de este mundo, no son los tesoros que las polillas y el orín devoran, no son los capitales de sus co-únicos, sino los tesoros del cielo, los capitales de dios, de la verdad, la libertad y la humanidad, etc., los que a él le roban la quietud. Y si no se le atribuyera la misión de servir a las muchas buenas causas, jamás habría llegado a descubrir que también él tiene su causa «propia» ni habría llegado tampoco jamás a «cifrar» esta causa suya «en la nada» (es decir, en «el libro»).
Si san Max se hubiese parado a considerar un poco más de cerca las diferentes «causas» y a los «propietarios» de ellas, por ejemplo, a dios, la humanidad o la verdad, habría llegado, de seguro, a la conclusión contraria, a saber: la de que un egoísmo basado en el comportamiento egoísta de estas personas tiene necesariamente que ser algo tan imaginario como estas personas mismas.
Pero, en vez de ello, nuestro santo se decide a hacer la competencia a «dios» y a la «verdad» y a cifrar su propia causa en sí mismo, «en mí, que soy lo mismo que dios, la nada de todo lo demás, mi todo, yo, el único. No soy nada en el sentido de lo vacío, sino la nada creadora, la nada de la que yo mismo, como creador, lo crea todo».
El santo padre de la iglesia habría podido también interpretar esta última afirmación del siguiente modo: yo lo soy todo en el vacío de la carencia de sentido, «sino» el nulo creador, el todo, del que yo mismo, como creador, no creo nada.
Cuál de estas dos variantes es la exacta, se verá más tarde. Hasta aquí el prólogo.
«El libro» mismo se divide, como el libro «de otro tiempo» en el Antiguo y el Nuevo Testamento, a saber: en la historia única del hombre (la ley y los profetas) y la historia no humana del único (el Evangelio del reino de dios). La primera es la historia dentro de la lógica, el logos sujeto al pasado; la segunda, la lógica en la historia, el logos liberado, que lucha con el presente y lo domina victoriosamente.
El Antiguo Testamento: el hombre
1. El Génesis; es decir, una vida humana
San Max pretexta aquí escribir la biografía de su enemigo mortal, «del hombre», no la de un «único» o «individuo real». Y esto le embrolla en divertidas contradicciones.
Como debe ser en un Génesis normal, la «vida del hombre» comienza ad ovo[3], con el «niño». El niño nos es presentado en la p. 13, «vive como en lucha contra el mundo entero, forcejea contra todo y todo forcejea contra él». «Ambos son enemigos», pero «en respeto y veneración», y «están siempre al acecho, acechando el uno las debilidades del otro»; lo que, en la p. 14, se desarrolla en el sentido de «que nosotros», como niños, «tratamos de indagar el fundamento de las cosas o mirar detrás de estas»; «por eso» (es decir, ya no por encono) «acechamos las debilidades de todos». (Aquí anda el dedo de Szeliga, del tendero de misterios.) Como vemos, el niño se convierte inmediatamente en metafísico, que pugna por descubrir «el fundamento de las cosas».
Este niño especulativo, que se preocupa más por la «naturaleza de las cosas» que por sus juguetes, se pone «a veces», a la larga, al tanto del «mundo de las cosas», triunfa sobre él y entra entonces en una nueva fase, la de la juventud, en la que tiene que afrontar una nueva y «amarga lucha por la vida», la lucha contra la razón, pues «espíritu significa» «la primera propia creación» y «nosotros estamos por encima del mundo, somos espíritu», p. 15. El punto de vista del adolescente es «el celestial»; el niño se limitaba a «aprender», «no se detenía en problemas puramente lógicos o teleológicos», lo mismo que «Pilatos» (el niño) pasaba rápidamente de largo por delante de la pregunta: «¿qué es la verdad?», p. 17. El adolescente, en cambio, «trata de apoderarse del pensamiento», «entiende las ideas, el espíritu» y «pugna por ideas»; «sigue a sus pensamientos», p. 16, tiene «pensamientos absolutos, es decir, solamente pensamientos, pensamientos lógicos». Este adolescente que «así se comporta», en vez de correr detrás de las muchachas y de otras cosas profanas, no es otro que el joven Stirner, el joven estudioso berlinés, que cultiva la lógica de Hegel y admira al gran Michelet. De este adolescente se dice en la p. 17, y con razón: «Promover el pensamiento puro, aferrarse a él, es un goce juvenil, y todas las figuras luminosas del mundo del pensamiento, la verdad, la libertad, la humanidad, el hombre, etc., iluminan y entusiasman al alma juvenil». Este joven «da de lado» luego «al objeto» y «se ocupa» simplemente «de sus pensamientos»; «todo lo no espiritual lo resume bajo el nombre despectivo de las exterioridades, y si a veces se deja llevar de las exterioridades, por ejemplo, de las asociaciones estudiantiles, etc., es porque descubre en ello algo de espíritu, es decir, porque se trata, para él, de símbolos». (¿Quién no «descubrirá» en estas palabras a «Szeliga»?) ¡Oh, buen joven berlinés! Las reuniones de los estudiantes para beber cerveza eran, para él, solamente «un símbolo»; y solamente en gracia a «un símbolo» habrá caído rodando, lleno de cerveza, debajo de la mesa, donde probablemente habrá querido «descubrir» también algo de «espíritu». Cuán bueno es este buen joven, de quien habría podido aprender el viejo Ewald, autor de dos volúmenes sobre los «buenos jóvenes», lo revela también el hecho de que «valga», p. 15 para él aquello de «abandonar padre y madre y considerar destruido todo el poder de la naturaleza». Para él, «hombre racional, no hay más familia que el poder natural y debe renunciarse a padres, hermanos, etc.», todos los cuales, sin embargo, «renacerán como poderes espirituales y racionales», por donde el buen adolescente pone en armonía con su conciencia especulativa la obediencia y el temor a los padres, quedando todo como antes. Y asimismo «vale ahora» para él, p. 15: «Se debe obedecer más a dios que a los hombres». Más aún, el buen adolescente alcanza la cumbre más alta de la moralidad, en la p. 16, donde leemos: «Debe uno obedecer a su conciencia más que a dios». Este alto sentimiento moral lo coloca incluso por encima de «las vengadoras Euménides» y hasta lo sustrae «a la cólera de Poseidón», y a nada teme más que a «la conciencia».
Después de descub...

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