Orlando
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Orlando

Una biografía

Virgina Woolf

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Una biografía

Virgina Woolf

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Orlando. Una biografía (1928) relata parte de la trayectoria vital de un muchacho aristócrata de la corte de Isabel I de Inglaterra que, tras un profundo sueño, se despierta un día encarnado en mujer. La progresiva aceptación de Orlando de su nueva identidad dará lugar a una disertación sobre la condición femenina que lleva al lector hasta el siglo XX, ya que el tiempo discurre fugazmente. Esto permite a la autora adentrarse en temas que en su época causaban verdadero escándalo: la sexualidad en general y la homosexualidad en particular, el papel de la mujer con respecto a estos temas y las restricciones que la sociedad había impuesto a quienes no se ajustaban al perfil moral y ético imperante. Mas, en realidad, Virginia Woolf se sirve de su propia experiencia para analizar estas cuestiones, pues Orlando no es otra que Vita Sackville-West, quien fuera su amante y confidente. El recurso al género biográfico utilizando el punto de vista de una mujer, resultó totalmente innovador para la época, dado que hasta el momento había sido el hombre quien predominantemente se había servido de él en la literatura. Esto ha llevado a considerar Orlando como la obra más brillante de la producción literaria de Virginia Woolf, lo que se ha visto reflejado en su éxito y en su impacto en la literatura posterior.La presente edición ofrece al lector una nueva traducción fiel a la prosa y al espíritu de la autora -sin las alteraciones que otras traducciones, aun muy consagradas, han introducido en el relato-, que permitirá comprender en su total plenitud el pensamiento revolucionario de Virginia Woolf.

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Información

Año
2018
ISBN
9789874683236
Categoría
Literatura
Capítulo 1
El muchacho –pues no cabía duda de su sexo, pese a que la moda de la época contribuía a disfrazarlo– estaba en el acto de arremeter contra la cabeza de un moro que pendía del envigado. Era del color de un viejo balón de rugby y tenía más o menos esa forma, salvo por los carrillos hundidos y uno o dos mechones de pelo basto y seco, como el pelo de un coco. El padre de Orlando, o quizá su abuelo, la había arrancado de los hombros de un enorme pagano que se alzó bajo la luna en los bárbaros campos de África; y oscilaba ahora, levemente, sin descanso, en la brisa que nunca dejaba de soplar a través del desván de la gigantesca casa del lord que lo había decapitado.
Los antepasados de Orlando habían cabalgado por campos de asfódelos, y campos pedregosos, y campos regados por ríos extraños, y habían arrancado muchas cabezas de muchos colores de muchos hombros, y las habían traído para colgarlas del envigado. También lo haría Orlando, se juró. Pero dado que sólo tenía dieciséis años, y era demasiado joven para cabalgar con ellos por África o Francia, se escabullía de su madre y de los pavos reales del jardín para ir a su desván y allí hender y acometer y tajar el aire con su acero. A veces cortaba el cordel de manera que el cráneo iba a dar al suelo y tenía que volver a colgarlo, atándolo con algo de hidalguía casi fuera de su alcance de manera que su enemigo le sonreía triunfante a través de los labios negros encogidos. La cabeza iba y venía, pues la casa en lo alto de la que vivía era tan inmensa que parecía haber atrapado en su interior el propio viento, soplando de este lado, soplando de este otro, invierno y verano. El rico paño de Arras verde de los cazadores se movía sin descanso. Sus antepasados habían sido nobles desde que comenzaron a existir. Llegaron de las brumas del norte luciendo ya coronas sobre la cabeza. ¿No eran acaso las listas de oscuridad del aposento y los charcos amarillos que salpicaban el suelo consecuencia del sol cayendo a través de la vidriera de colores de un inmenso escudo de armas en la ventana? Orlando se encontraba ahora en medio del cuerpo amarillo de un leopardo heráldico. Cuando apoyó la mano en el alféizar para empujarla, se coloreó de inmediato de rojo, azul y amarillo como el ala de una mariposa. De modo que quienes gusten de los símbolos, y tengan intuición para descifrarlos, podrían observar que, aunque las piernas torneadas, el cuerpo gallardo y los hombros fuertes estaban bañados por varios tonos de luz heráldica, el rostro de Orlando, al abrir de par en par la ventana, quedó iluminado únicamente por el propio sol. Un rostro taciturno más sincero habría sido imposible de encontrar. Dichosa la madre que da a luz, más dichoso aún el biógrafo que relata la vida de tal ser. Nunca habrá de afligirse aquella, ni invocar la ayuda del novelista o el poeta este. De hazaña en hazaña, de gloria en gloria, de ministerio en ministerio habrá de ir, su escribiente a la zaga, hasta alcanzar cualquiera que sea el escaño en la cumbre de su deseo. Orlando, a la vista quedaba, estaba cortado a la medida de tal trayectoria. El rubor de sus mejillas estaba cubierto de pelusa como de melocotón; la pelusa sobre el labio, apenas más gruesa que la de las mejillas. Los propios labios eran breves y estaban levemente retraídos sobre dientes de una exquisita blancura de almendra. Nada estorbaba la flecha de su nariz en su tenso y corto vuelo; el pelo era oscuro, las orejas pequeñas y bien pegadas a la cabeza. Pero, ¡ay!, semejante catálogo de belleza juvenil no puede concluir sin mencionar la frente y los ojos. ¡Ay!, pues bien es cierto que no suele haber quien nazca desprovisto de las tres cosas; pero, al mirar con franqueza a Orlando parado junto a la ventana, hemos de reconocer que tenía los ojos como violetas empapadas, tan grandes que el agua parecía haber rebosado en ellos y haberlos agrandado, y la frente como la turgencia de una cúpula de mármol apretada entre los dos medallones blancos que eran sus sienes. Al mirar con franqueza sus ojos y su frente, así nos extasiamos. Al mirar con franqueza sus ojos y su frente, hemos de reconocer un millar de impertinencias que es el objeto de todo buen biógrafo obviar. Ciertas vistas lo turbaban, como la de su madre, una mujer muy hermosa vestida de verde que paseaba alimentando a los pavos reales con Twitchett, su doncella, siguiéndola; ciertas vistas lo exaltaban: los pájaros y los árboles; y lo hacían amar la muerte: el cielo vespertino, los grajos que volvían al palomar; y así, trepando la escalera de caracol de su cerebro –que era espacioso–, todas estas vistas, así como los sonidos del jardín, el batir del martillo, el tajar de la madera, comenzaron ese derroche confuso de las pasiones y las emociones que todo buen biógrafo detesta. Pero continuemos, Orlando volvió a meter despacio la cabeza, se sentó a la mesa y, con el aire semiconsciente de quien hace lo que hace todos los días de su vida a esa hora, sacó un cuaderno titulado Etelberto. Tragedia en cinco actos, y mojó en el tintero una pluma de ganso vieja y manchada.
Pronto había cubierto más de diez páginas de poesía. Escribía con soltura, era evidente, pero de forma abstracta. El Vicio, el Crimen, la Miseria eran los personajes de su obra; había reyes y reinas de territorios imposibles; horribles tramas los confundían; nobles sentimientos los inundaban; si bien no se decía nunca una palabra como él mismo la habría dicho, estaba todo expresado con una fluidez y una dulzura tales que, teniendo en cuenta su edad –aún no había cumplido los diecisiete– y que al siglo XVI le quedaban aún unos años por transcurrir, eran bastante notables. Por fin, sin embargo, se detuvo. Describía, como todos los jóvenes poetas describen siempre, la naturaleza y, para ajustarse con precisión al matiz de verde, miró (y con ello mostró más audacia que la mayoría) la propia cosa, que resultó ser un laurel que crecía bajo la ventana. Después, por supuesto, no pudo seguir escribiendo. El verde en la naturaleza es una cosa, el verde en la literatura, otra. La naturaleza y las letras parecen tenerse una antipatía natural; si se las junta, se hacen pedazos entre sí. El matiz de verde que vio entonces Orlando quebró su rima y arruinó su metro. Además, la naturaleza tiene trucos propios. Una vez se miran por una ventana las abejas entre las flores, el bostezo de un perro, el sol poniente, se piensa: «¿Cuántos más soles veré ponerse?», etc., etc. (el pensamiento es demasiado conocido para que valga la pena escribirlo) y uno deja la pluma, toma una capa, sale de la estancia a zancadas y se pilla un pie en una cómoda barnizada al hacerlo. Pues Orlando era un poquito torpe.
Tuvo cuidado de no encontrarse con nadie. Ahí estaba Stubbs[1], el jardinero, que se acercaba por el camino. Se escondió tras un árbol hasta que pasó. Salió por un portillo del muro del jardín. Rodeó todas las caballerizas, perreras, cervecerías, carpinterías, lavaderos, lugares en los que se hacen velas de sebo, se matan bueyes, se forjan herraduras, se cosen almillas –pues la casa era una ciudad que resonaba de hombres trabajando en sus diversas artes– y alcanzó el frondoso sendero que llevaba colina arriba a través del parque sin ser visto. Hay, quizás, una afinidad entre las cualidades; una trae otra consigo; y el biógrafo debería aquí llamar la atención sobre el hecho de que la torpeza se aparea a menudo con cierto amor por la soledad. Habiendo tropezado con una cómoda, Orlando amaba por naturaleza los lugares solitarios, los paisajes dilatados y sentirse para siempre por siempre jamás solo.
Y así, tras un largo silencio:
—Estoy solo –musitó al fin, abriendo los labios por primera vez en este relato.
Había subido a toda prisa la colina, entre helechos y espinos, sobresaltando a aves silvestres y ciervos, hasta un lugar coronado por un solo roble. Estaba muy alto, tan alto, de hecho, que podían verse diecinueve condados ingleses a sus pies; y, en días claros, treinta, o hasta cuarenta si el tiempo era muy bueno. A veces se podía ver el canal de la Mancha, ola reiterando sobre ola. Se veían ríos, y barcos de recreo deslizándose sobre ellos; y galeones haciéndose a la mar; y flotas con bocanadas de humo de las que llegaba el rumor sordo del fuego de cañones; y fuertes en la costa; y castillos entre las praderas; y aquí una atalaya; y allí una fortaleza; y allá una inmensa casa solariega como la del padre de Orlando, amasada como una ciudad en el valle rodeada por murallas. Hacia el este estaban los chapiteles de Londres y el humo de la capital; y quizás en la misma línea del horizonte, cuando el viento soplaba en dirección favorable, la cima escarpada y los bordes serrados del propio Snowdown se mostraban montañosos entre las nubes. Por un momento Orlando se detuvo allí contando, mirando, reconociendo. Esa era la casa de su padre; aquella, la de su tío. Su tía era dueña de aquellos tres grandes torreones entre los árboles de allí. El páramo era de ellos y el bosque; los faisanes y los ciervos, los zorros, los tejones y las mariposas.
Exhaló un profundo suspiro y se tiró –había una pasión en sus movimientos que merece la palabra– al suelo, a los pies del roble. Adoraba, bajo toda aquella fugacidad estival, sentir el espinazo de la tierra bajo él; pues por tal tomaba la sólida raíz del roble; o, dado que una imagen seguía a otra, era el lomo de un gran caballo que él montaba; o la cubierta de un barco escorado; era, de hecho, cualquier cosa mientras fuese sólida, pues sentía la necesidad de algo a lo que poder atar su flotante corazón; el corazón que notaba tirando en el costado; el corazón que parecía llenarse de vendavales especiados y sensuales todas las tardes, sobre esta hora, cuando paseaba. Al roble lo ató y, mientras estaba allí tumbado, el tremor dentro de él y a su alrededor se fue calmando; las hojitas se aquietaron, los ciervos se detuvieron; las pálidas nubes del verano se pararon; sus miembros se hicieron más pesados contra el suelo; y él quedó tan quieto allí tumbado que, poco a poco, los ciervos se acercaron y los grajos revolotearon a su alrededor y las golondrinas bajaron rodeándolo y las libélulas pasaron como rayos, como si toda la fertilidad y la apasionada actividad de una tarde de verano se entretejieran como una tela de araña sobre su cuerpo.
Al pasar de una hora –el sol se hundía rápido, las nubes blancas se habían vuelto rojas, las colinas estaban violetas, los bosques morados, los valles negros–, bramó una trompeta. Orlando se levantó de un salto. El estridente sonido venía del valle. Venía de un oscuro punto allí abajo; un punto compacto y concreto; un laberinto, una ciudad, aunque rodeada por murallas; venía del corazón de su propia gran casa en el valle que, antes oscura, aun mientras él miraba y la trompeta única se duplicaba y reduplicaba con otros sonidos más estridentes, perdía su oscuridad perforada por las luces. Algunas eran pequeñas y apresuradas, como si los criados se precipitasen por los corredores a atender peticiones; otras eran altas y resplandecientes, como si ardieran en comedores de gala vacíos, preparados para recibir invitados que no habían llegado; y otras se zambullían y oscilaban, se hundían y subían, como si las sostuviesen las manos de cuadrillas de criados que se agachaban, se arrodillaban, se levantaban, recibían, guardaban y acompañaban con todas las dignidades al interior de la casa a una gran princesa que se apeaba de su carroza. Los carruajes giraban y circulaban por el patio. Los caballos sacudían sus penachos. La reina había llegado.
Orlando no miró más. Se apresuró colina abajo. Entró por un postigo. Subió zumbando la escalera de caracol. Alcanzó su cuarto. Tiró las calzas a un lado de la alcoba, la almilla al otro. Zambulló la cabeza en agua. Se restregó bien las manos. Se cortó las uñas. Con no más de seis pulgadas de espejo y un par de viejas velas para ayudarse, se hizo vestir unos calzones carmesíes, cuello de encaje, justillo de tafetán y zapatos con escarapelas de adorno, tan grandes como dalias dobles, en menos de diez minutos por el reloj de las caballerizas. Estaba listo. Estaba colorado. Estaba nervioso. Pero estaba siendo terriblemente impuntual.
A través de atajos que conocía, se abrió camino por una vasta red de aposentos y escaleras hacia el comedor de gala, a cinco acres de distancia, en el otro lado de la casa. Pero, a medio camino, en las habitaciones traseras en las que vivían los criados, se detuvo. La puerta de la salita de la señora Stewkley estaba abierta: ella había salido, sin duda, con todas las llaves a esperar a su señora. Pero allí, sentado a la mesa de los criados, con un pichel junto a él y papel delante, había un hombre más bien grueso, más bien desaliñado, cuya gorguera estaba un tanto sucia y cuyas ropas eran de cariseto marrón[2]. Sostenía en la mano una pluma, pero no estaba escribiendo. Parecía estar haciendo rodar un pensamiento arriba y abajo, adelante y atrás, en su mente hasta que tomase una forma o un impulso de su agrado. Sus ojos, globosos y nublados como piedras verdes de curiosa textura, estaban inmóviles. No vio a Orlando. Pese a su tremenda prisa, Orlando paró en seco. ¿Era el hombre un poeta? ¿Estaba escribiendo poesía? «Habladme –quería decirle– de todo en el mundo entero» –pues tenía las ideas más peregrinas, más absurdas y extravagantes sobre los poetas y la poesía–, pero ¿cómo hablar a un hombre que no te ve?, ¿que ve ogros, sátiros, puede que las profundidades del mar? Así que se quedó observando mientras el hombre daba vueltas a la pluma entre los dedos, a un lado y al otro; y atisbaba y cavilaba; y, luego, muy aprisa, escribió media docena de líneas y alzó la vista. Tras lo cual Orlando, vencido por la timidez, escapó apresurado y alcanzó el comedor de gala justo a tiempo para hincarse de rodillas y, con la cabeza colgando por la vergüenza, ofrecer una fuente de agua de rosas a la propia gran reina.
Tal fue su timidez que no vio nada más de ella que su mano llena de anillos en el agua, pero fue suficiente. Era una mano memorable; una mano delgada de largos dedos siempre curvados como en torno al orbe o el cetro; una mano nerviosa, hosca, enfermiza; una mano imperiosa, también; una mano que sólo tenía que alzarse para que cayese una cabeza; una mano, adivinó, unida a un cuerpo viejo que olía como un armario en el que se guardan pieles en alcanfor; un cuerpo que estaba, sin embargo, engualdrapado en todo tipo de brocados y gemas; y que se mantenía muy tieso aunque puede que dolido por la ciática; y que nunca se estremecía pese a estar enhebrado por un millar de miedos; y los ojos de la reina eran amarillo pálido. Todo esto sintió cuando los grandes anillos destellaron en el agua y algo le oprimió el cabello, lo que quizás explica por qué no vio nada que pudiese haber sido de más utilidad para un historiador. Y, en verdad, su mente era tal confusión de contrarios –de la noche y las titilantes velas, del desa­liñado poeta y la gran reina, de campos silenciosos y el estrépito de los sirvientes– que no pudo ver nada; salvo una mano.
Por la propia postura, la reina sólo puede haber visto una cabeza. Pero, si es posible de una mano deducir un cuerpo, informado con todos los atributos de una gran reina, su hosquedad, coraje, fragilidad y terror, es seguro que una cabeza puede ser igual de fértil, al mirarla desde lo alto de un trono, para una señora cuyos ojos estaban siempre, si hemos de confiar en las figuras de cera de la abadía de Westminster, bien abiertos. El pelo largo y rizado, la oscura cabeza inclinada de forma tan reverente, tan inocente ante ella, hacía suponer un par de las mejores piernas sobre las que un joven noble ha podido erguirse; y ojos violetas; y un corazón de oro; y lealtad y apostura viril: todas ellas cualidades que la mujer mayor adoraba más cuanto más le fallaban a ella. Pues envejecía, agotada y corcovada, antes de tiempo. Había siempre sonido de cañones en sus oídos. Veía siempre la reluciente gota de veneno y el largo estilete. Cuando se sentaba a la mesa, escuchaba; oía la artillería en el Canal; sentía pavor: ¿era una maldición?, ¿era un susurro? La inocencia, la sencillez le eran aún más queridas por el oscuro fondo ante el que las observaba. Y fue esa misma noche, dice la tradición, mientras Orlando dormía un profundo sueño, cuando ella cedió formalmente, poniendo su mano y su sello por fin sobre el pergamino, el regalo de la gran casa monástica que había sido del arzobispo y luego del rey al padre de Orlando.
Orlando durmió toda la noche en la ignorancia. Lo había besado una reina sin que él lo supiese. Y, dado lo intricado del corazón de las mujeres, puede que fuesen la ignorancia de él y el sobresalto que tuvo al tocarlo sus labios los que mantuvieron vivo el recuerdo del joven primo (pues tenían sangre común) en su mente. En cualquier caso, no habían pasado dos años de esta pacífica vida campestre, y Orlando no había escrito quizá más de veinte tragedias y una docena de historias y una veintena de sonetos, cuando llegó el mensaje de que debía presentarse ante la reina en Whitehall.
—¡Aquí –dijo, observándolo avanzar por la larga galería hacia ella– viene mi inocente! –Había una serenidad en torno a él siempre que tenía el aspecto de la pureza cuando, técnicamente, la palabra había dejado de ser aplicable–. ¡Ven! –dijo.
Estaba sentada muy erguida junto al fuego. Y lo detuvo a un paso de ella y lo miró de arriba abajo. ¿Estaba comparando sus especulaciones de la otra noche con la verdad ahora visible? ¿Encontró sus conjeturas acertadas? Los ojos, la boca, la nariz, el pecho, las caderas, las manos: los recorrió, sus labios crispándose de manera visible al mirar; pero, cuando vio las piernas, rio a carcajadas. Orlando era la viva imagen de un noble gentilhombre. Pero ¿y en su interior? Lo enfocó con sus ojos de halcón amarillos como si quisiera traspasarle el alma. El joven aguantó la mirada ruborizándose apenas un rosa de Damasco como era su naturaleza. Fuerza, gracia, r...

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