El Príncipe
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Nicolás Maquiavelo

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El Príncipe

Nicolás Maquiavelo

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En los duros momentos de su reclusión en San Casciano, acusado de conspiración contra los Médici, Maquiavelo compuso este tratado de doctrina política con la finalidad tanto de alcanzar el favor de aquellos que le habían privado de la libertad y recuperar su antiguo empleo de canciller como de ser útil a Florencia. En "El Príncipe" recogió sus reflexiones, experiencias personales y ejemplos históricos destinados a cimentar sobre bases sólidas el poder del futuro gobernante, un príncipe que llevase a cabo el sueño de Julio II: la liberación de Italia de los "bárbaros". Y lo dedicó a Lorenzo de Médici. Su fama de libro perverso, de manual de déspotas, y la polémica interpretación todavía no cerrada sobre el verdadero fin y significado de sus palabras explican la fascinación que esta obra sigue causando siglos después de su publicación.

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Información

El Príncipe
Nicolaus Maclavellus Magnifico Laurentio Medici iuniori salutem[1]
Suelen, las más de las veces, quienes desean conseguir el favor de un príncipe, presentársele con lo que tienen de más querido o lo que ven que le agrada más. Por eso vemos que frecuentemente les ofrecen caballos, armas, paños bordados en oro, piedras preciosas y similares adornos dignos de su grandeza. Así pues, deseando yo ofrecerme a Vuestra Magnificencia con algún testimonio de mi devoción, no he encontrado entre mis pertenencias nada más querido o que estime tanto como el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, aprendido por mí gracias a una larga experiencia de los sucesos modernos y una continua lectura de los antiguos. Y tras haberlos examinado y considerado con atención, los envío a Vuestra Magnificencia compendiados ahora en un pequeño volumen.
Y aunque juzgo esta obra indigna de serle presentada, tengo la esperanza de que su magnanimidad le lleve a aceptarla, habida cuenta de que, por mi parte, no puedo hacer mayor ofrecimiento que darle la facultad de comprender en muy breve tiempo todo lo que en tantos años, sinsabores y peligros he ido conociendo y aprendiendo. Esta obra no la he adornado y recargado de extensos períodos, de palabras ampulosas y grandilocuentes, o de cualquier otro artificio u ornato superfluo con los que muchos suelen escribir y embellecer sus obras, pues mi deseo ha sido que nada en concreto la distinga o que la hagan grata la variedad de la materia y la importancia del asunto. Y no quiero que se tome como presunción que un hombre de baja e ínfima condición se atreva a estudiar el gobierno de los príncipes y ponerle reglas; pues, así como los cartógrafos se sitúan en la llanura para estudiar la naturaleza de los montes y de los lugares altos y, para hacer lo propio con los lugares más bajos, se sitúan en lo alto de los montes, de manera similar, para conocer bien la naturaleza de los pueblos, hay que ser príncipe, y, para conocer bien la de los príncipes, hay que pertenecer al pueblo.
Acepte, pues, Vuestra Magnificencia este pequeño presente con el mismo espíritu que yo se lo hago llegar y, si lo lee y medita con atención, reconocerá en él mi más deseado anhelo: que alcance la grandeza que la fortuna y sus restantes cualidades le reservan. Y si Vuestra Magnificencia, alguna vez, desde su atalaya, dirige la mirada hacia estos bajos lugares, conocerá cuán inmerecidamente soporto un largo y continuo infortunio.
Nicolai Maclavelli de principatibus ad magnificum Laurentium Medicem[2]
I. Quot sint genera principatuum et quibus modis acquirantur[3]
Todos los estados, todos los dominios que han tenido y tienen poder sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados. Los principados o son hereditarios, en cuyo caso ha imperado durante largo tiempo el linaje de su señor, o son nuevos. Éstos son o completamente nuevos, como fue Milán con Francesco Sforza[4], o miembros añadidos al estado hereditario del príncipe que los conquista, como es el Reino de Nápoles al rey de España[5]. Los dominios así adquiridos están acostumbrados a vivir bajo el poder de un príncipe o a ser libres, y se conquistan con ejércitos ajenos o con tus propias armas, por fortuna o por virtud.
II. De principatibus hereditariis[6]
Dejaré de lado la cuestión de las repúblicas porque ya la he tratado por extenso en otra ocasión. Me centraré únicamente en los principados, e iré tejiendo la urdimbre que acabo de exponer y analizando cómo se pueden gobernar y mantener.
Digo, pues, que los estados hereditarios y familiarizados con el linaje de su príncipe se conservan con menos dificultad que los nuevos, porque basta con respetar las disposiciones de sus antepasados y amoldarse a las circunstancias; de modo que, si el príncipe en cuestión tiene un talento normal, siempre conservará su estado a no ser que una fuerza extraordinaria y desmedida lo prive de él; y aun privado, podrá recuperarlo con el primer revés que sufra el usurpador.
Nosotros tenemos en Italia como ejemplo a los duques de Ferrara[7], que resistieron finalmente a los ataques de los venecianos en 1484 y los del papa Julio en 1510 sólo por la antigüedad en el gobierno de su linaje. Y es que quien ha nacido príncipe tiene menos motivos y necesidad de causar agravios, por lo que necesariamente resulta más amado; y a menos que algún vicio particular haga que lo odien, lo normal es que los suyos sientan un afecto espontáneo por él. Y la antigüedad y perseverancia en el gobierno anulan tanto el recuerdo como la causa de continuos cambios; pues ya se sabe que toda transformación deja siempre los dientes[8] que permiten la construcción de una nueva.
III. De principatibus mixtis[9]
Pero es en el principado nuevo donde residen las dificultades. Sobre todo si no es totalmente nuevo, sino un miembro de otro (principado que podemos llamar cuasi mixto). Su inestabilidad nace en primer lugar de una dificultad natural que se da en todos los principados nuevos: que los hombres cambian de buen grado de señor creyendo mejorar con ello, convicción que los lleva a tomar las armas contra él. Se engañan, dado que la experiencia les hace comprobar a posteriori que han salido perdiendo. En segundo lugar, proviene de otra necesidad normal y natural, que obliga a un nuevo príncipe a agraviar a quienes pasan a ser sus súbditos, bien con sus tropas, bien con infinidad de vejaciones que trae consigo la reciente conquista. Así que tienes como enemigos a todos los que has agraviado en la ocupación del principado y no puedes mantener como amigos a los que te han introducido en él, porque no tienes modo de satisfacerlos como habían presupuesto y las obligaciones que has contraído con ellos te impiden el empleo de «medicinas fuertes»[10] en su contra; que, aunque uno cuente con un ejército fortísimo, es necesaria la colaboración de sus habitantes a la hora de conquistar un territorio. Por estas razones, Luis XII de Francia perdió Milán tan rápido como lo conquistó, y bastó para expulsarlo, en la primera ocasión, el propio ejército de Ludovico, porque el pueblo que le había abierto las puertas, encontrándose errado en sus cálculos y en los bienes futuros que se había imaginado, no podía soportar los inconvenientes de un nuevo príncipe[11].
Es cierto, sin duda, que se pierden con más dificultad los dominios que se conquistan por segunda vez tras una rebelión, pues el señor, aprovechándose de ésta, tiene menos miramientos para afirmarse castigando a los culpables, destapando a los sospechosos y reforzándose en sus puntos más débiles. De tal forma que, si para lograr que Francia perdiera Milán bastó en la primera ocasión un duque Ludovico que alborotase en las fronteras, para hacérselo perder por segunda vez, hubo que tener en contra a todo el mundo y que sus ejércitos fuesen destruidos o puestos en fuga de Italia, por las razones mencionadas. En todo caso, en ambas ocasiones le fue arrebatado Milán.
Hemos tratado ya las causas generales de la primera pérdida del ducado. Nos queda ahora ocuparnos de la segunda y ver de qué remedios disponía el rey Luis y cuáles puede tener quien se encuentre en sus circunstancias a fin de conservar lo conquistado mejor que lo hizo Francia.
Digo, por tanto, que los estados que se unen mediante conquista al antiguo estado del conquistador pertenecen o a la misma zona geográfica y lingüística o no. En el primer caso, es muy fácil conservarlos, máxime cuando no están habituados a vivir libres. Para poseerlos con seguridad, basta con que se extinga la línea sucesoria del príncipe que los dominaba; en lo demás, no habiendo disparidad de costumbres, las gentes viven en paz si se les mantienen sus antiguas condiciones de vida. Así ha ocurrido en Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandía, tanto tiempo unidas a Francia[12]; y aunque haya algunas diferencias en la lengua, son pueblos de costumbres semejantes que pueden convivir con facilidad. Por tanto, el conquistador de este tipo de estados debe respetar dos cosas para mantenerlos: la primera, que se extinga el linaje del anterior príncipe; la segunda, no alterar ni sus leyes ni sus tributos. Así, en muy poco tiempo, la reciente conquista se integra en el antiguo principado formando un solo cuerpo.
Pero, cuando se conquistan estados en un territorio de lengua, costumbres e instituciones distintas, ahí están las dificultades y ahí sí que son necesarios una gran fortuna y un gran ingenio para conservarlos. Uno de los mejores y más eficaces medios consistiría en que el conquistador se estableciese en el lugar conquistado; esto haría más segura y duradera su ocupación. Así ha obrado en Grecia el Turco, quien, por mucho que hubiese aplicado las reglas para conservar un estado, no podría haberlo logrado si no hubiese ido a vivir allí. Y es que in situ se ven nacer todos los desórdenes y al punto los puedes remediar; de otro modo, sólo se tiene conciencia de ellos cuando ya son demasiado grandes y no tienen remedio. Además, el estado no sufrirá el pillaje de tus funcionarios y los súbditos se beneficiarán del fácil acceso al príncipe. Ello les dará más razones para amarlo, si quieren ser buenos, y para temerlo, si actúan de otro modo, y quien desde fuera quiera atacar dicho estado sentirá un mayor respeto. En consecuencia, si el príncipe reside en su nueva posesión, difícilmente la podrá perder.
Otro medio óptimo es el establecimiento, en uno o dos lugares, de colonias que sean como unos «grilletes»[13] para el estado sometido; si no, habría que ocuparlo con una nutrida infantería y caballería. Con las colonias no se gasta mucho, se fundan y mantienen sin apenas gastos. Se perjudica solamente al pequeño grupo de personas que se ven privadas de sus campos y casas para dárselas a los nuevos ocupantes; los agraviados por el príncipe no pueden llegar jamás a perjudicarle por permanecer pobres y dispersos; todos los demás deberían permanecer tranquilos y atentos a no equivocarse por temor de que les suceda lo mismo que a los expoliados. Concluyo que estas colonias no son costosas, ofrecen mayor fidelidad, causan menos agravios y los perjudicados no te pueden dañar por hallarse pobres y dispersos, como se ha dicho. Por eso conviene señalar que a los hombres hay que ganarlos o aniquilarlos, pues se vengan de las ofensas sin importancia; de las graves, no son capaces. De ahí que toda ofensa que se inflija a un hombre ha de ser tan grande que no se tema su venganza.
Si en lugar de colonias se mantienen soldados, se gasta mucho más y se han de consumir todos los ingresos del nuevo territorio en su custodia. Así la ganancia se torna en pérdida y agravio aún mayor, ya que todo el territorio sufre los continuos cambios de acuartelamiento[14] que realiza el ejército. Todo el mundo se siente perjudicado por ello y se convierte en enemigo del ocupante, y son enemigos que pueden hacer daño por permanecer derrotados en su propia casa. Así que, desde cualquier punto de vista, un ejército de ocupación es tan inútil como útiles son las colonias.
Asimismo, quien se encuentre en un territorio de lengua y costumbres diferentes debe –dicho está– acaudillar y defender a los menos fuertes, ingeniárselas para debilitar a los poderosos y guardarse de que, por circunstancia alguna, entre allí un señor de poderío similar. Y es que siempre puede ocurrir que le llamen en su ayuda quienes por exceso de ambición o por miedo se sientan descontentos, como los etolios, que hicieron venir a los romanos a Grecia, y las restantes provincias, en las que entraron llamados por sus propios habitantes. El orden de las cosas es que, cuando un señor poderoso invade un territorio, de inmediato los menos pujantes del lugar le muestren su adhesión por envidia de quien ha tenido más poder que ellos. Tan es así que no ha de hacer esfuerzo alguno para ganárselos, porque motu proprio forman todos una piña con el estado conquistador. Solamente debe procurar que no lleguen a tener demasiada fuerza o autoridad; así podrá con sus tropas y con el favor de éstos empequeñecer a los poderosos, y se convertirá en árbitro absoluto de su nuevo dominio. Quien no resuelva adecuadamente este particular perderá rápidamente lo conquistado y, mientras lo mantenga, soportará infinitas dificultades e incordios.
Los romanos observaron correctamente estos principios en las provincias que conquistaron: establecieron colonias, se ganaron a los menos fuertes sin aumentar su poder, empequeñecieron a los poderosos y no consintieron que en dichos territorios adquiriese reputación ningún señor extranjero. Baste el solo ejemplo de la provincia de Grecia: apoyaron a aqueos y etolios, sometieron el reino de los macedonios, expulsaron de allí[15] a Antíoco; pero jamás los méritos de los aqueos y etolios llevaron a los romanos a consentirl...

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