La quimera de Al-Andalus
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La quimera de Al-Andalus

  1. 288 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La quimera de Al-Andalus

Descripción del libro

Pese a ser un tópico mil veces repetido, la denominada singularidad de al-Andalus en la realidad no lo fue tanto. Sólo una visión localista -en la cual han incurrido tanto detractores como fervorosos partidarios- que olvide el islam medieval y moderno en su coniunto puede insistir en esa mixtificación histórica y desconocer que la Península Ibérica no fue la única tierra de confrontación entre esa religión y su cultura correlativa y las propias de los países conquistados por los árabes: Sicilia, Bulgaria, Grecia, Yugoslavia, la India... también son territorios en los cuales el islam entró por la fuerza de las armas y acabó reculando por la reacción a largo plazo de las poblaciones respectivas o por la aparición de conquistadores nuevos. La Hispania medieval no constituyó una excepción, ni siquiera en Europa, como lugar de afincamiento y retroceso de la religión musulmana y, sin embargo, tal idea está presente de modo subliminal y repetitivo, cuando no declarado, en discursos políticos, ensayos, prensa, televisión y en un imaginario colectivo más y más falseado en la medida en que se busca cuartear la imagen de España como nación. Al-Andalus no fue ningún paraíso ni algo ajeno a los países islámicos medievales, sino uno más de ellos. Contribuir a desmitificar esa etapa de la historia de la Península es tarea necesaria que la presente obra acomete sin complejos.Serafín Fanjul es Catedrático de Literatura Árabe en la Universidad Autónoma de Madrid, autor de Al-Andalus contra España.

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Información

Editorial
Siglo XXI
Año
2004
ISBN de la versión impresa
9788432311505
ISBN del libro electrónico
9788432316913
Edición
1
Categoría
Historia
1. La idealización de al-Andalus
Tal vez los historiadores estimen inadecuado descubrir a estas alturas el péndulo como artilugio para interpretar o, al menos, describir la Historia, para enumerar las fases de crisis colectivas de conciencia de una comunidad humana; sin embargo, en el caso español los hechos muestran una estructura psicológica ciclotímica que se transporta rápida e inexorablemente desde las grandes euforias y grandilocuencias triunfalistas a la asunción irreflexiva de complejos de inferioridad, de culpa y autohumillación. Quizás unas irracionalidades arrastren y entronicen sin remisión a las contrarias, fenómeno que en el plano clínico no nos interesa, pero sí por cuanto afecta a la sociedad en que —velis nolis— vivimos. Los españoles que, en tiempos ya muy lejanos, se distinguieron en los cuatro puntos cardinales por su arrogancia —cuando no por su soberbia—, sentido de la dignidad y convicción, sin duda excesiva, en su propia valía, sentaron plaza de orgullosos, hasta el punto de que cerebros lúcidos dejaron constancia de tales demasías y de sus perniciosos efectos: “...que eres español y por nuestra soberbia siendo malquistos, en toda parte somos aborrecidos”, apunta Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache1. Y no es el único2. Tal vez hayamos carecido de un sentido generalizado de distanciamiento e ironía amable y afectuosa hacia nosotros mismos, en la línea con que J. Saramago se burla suave y cariñosamente no sólo de los fierabrás españoles sino de sus mismos compatriotas por el modo en que desconfían del vecino peninsular:
...os espanhois sâo assim, querem logo tomar conta de tudo, é preciso estar sempre de olho neles3.
En opuesto sentido, en los años finales del siglo xx y con aceleración vertiginosa desde la muerte del general Franco, hemos asistido a un reverdecimiento del pesimismo hispano, a la aceptación de nuestra incapacidad histórica (real o irreal) como pueblo, entreverado ahora con un pragmatismo zafio dispuesto a sacrificar cualquier cosa a cambio de conservar una modernidad mal digerida y que, de hecho, nadie pone en discusión ni nadie amenaza. Y oculta durante unos pocos años esa falta de autoestima por el carnaval y las luces de colores de la democracia formal. Los españoles han pasado sin solución de continuidad de la nación imperial de cartón piedra que proclamaba la dictadura a otra donde las tendencias centrífugas y disgregadoras ocupan todo el escenario, inconscientes ante el riesgo suicida que conlleva la fragmentación de un país ya débil. Y una de las ideas-fuerza más recurrente y aceptada de manera por completo acrítica es la negación continua de nosotros mismos, en gran medida por la incultura media dominante. No faltan quienes se regodean en la autoflagelación eterna y mientras el nacionalismo de campanario se inventa milenarios y héroes míticos para encubrir la especulación local, de forma simultánea se ataca a la identidad colectiva de todos los que admitan con naturalidad desacomplejada que son lo que son: españoles. ¿Debemos avergonzarnos? ¿Pedir perdón sin tregua por acontecimientos en los cuales no intervinimos y que si antes se tiñeron de rosa ahora se tiñen de negro? ¿Qué nación hace otro tanto?
Por supuesto, la Historia —o más bien sus interpretaciones— es el campo donde se libra la batalla principal. Autotitulados filósofos repiten como loros que en España nunca hubo pensadores ni científicos, convierten su ignorancia en virtud autocrítica y reflejan bien la mediocridad del momento presente, en cuyo libreto son actores destacados. No es ésta la ocasión para reivindicar nombres, que estos hiperautocríticos quizás ni conozcan, no por su escaso peso científico o por no haber despertado sus trabajos interés en su tiempo, sino lisa y llanamente por ignorancia. Dejemos la cuestión para otros instantes en que, al fin, nuestro país se haga justicia a sí mismo haciéndosela a Mutis, Malaspina, Ulloa, Balmis, Jorge Juan, Fausto de Elhúyar, Andrés del Río, Azara, Domingo de Soto, Vitoria, etc. y ciñámonos a los más notorios terrenos de autodestrucción ideológica: la contraposición hostil, agresiva y victimista de algunas comunidades regionales frente a la noción genérica de España; la condena ciega y en bloque de la colonización americana4; y la resurrección de un al-Andalus legendario que, en Andalucía, se pretende sustituto de la varita mágica que acuda a resolver los graves problemas socio-económicos de la región. Por razones obvias, es en este último apartado donde concentraremos nuestra atención.
Pese a ser un tópico mil veces repetido, la denominada singularidad de al-Andalus en la realidad no lo fue tanto. Sólo una visión localista —en la cual han incurrido tanto detractores como fervorosos partidarios— que olvide el islam medieval y moderno en su conjunto puede utilizar de manera continua expresiones como esa supuesta singularidad arriba mencionada. La Península Ibérica no fue la única tierra de confrontación, de avance y afianzamiento primero y retroceso después del islam desde su aparición: Sicilia, Bulgaria, Grecia, Yugoslavia, la India... también son países en los cuales esa religión entró por la fuerza de las armas y acabó reculando por la reacción a largo plazo de las poblaciones respectivas o por la aparición de conquistadores nuevos. Por añadidura a buena parte del centro de Asia y del África Negra donde se mantiene en coexistencia no hegemónica pero sí conflictiva con otras cosmovisiones y otros modos de organizar la sociedad. La Península Ibérica no constituyó una excepción, ni siquiera en Europa, como lugar de afincamiento y retroceso de la religión musulmana y, sin embargo, tal idea está presente de modo subliminal e implícito, cuando no declarado, en discursos políticos, ensayos, conferencias... Claudio Sánchez Albornoz, cuya obra ha sido mal entendida y peor utilizada —en su contra—, denuncia la falsificación edulcorada de al-Andalus, aunque él mismo termine cayendo en idéntica deformación, no por tratarse de árabes, sino del elemento hispano que reivindica, en buena medida con razón5:
Sigue viva la imagen romántica y brillante de los árabes hispanos que, desde hace muchos años, seduce a gran número de lectores de uno y otro lado del Atlántico. Hundidos en el prosaísmo de sus vidas tratan de escapar a él refugiándose en irisadas Alhambras de ensueño. Desconocedores de la auténtica silueta de la morería española, se la imaginan aureolada por luces extrañas, fantasmagóricas, en un escenario cuyo exotismo, frente a la pobre morada de su existir diario, aumenta la magia de su símbolo.
La tradicional hostilidad de grandes masas de occidentales contra la falsa idea de la España hegemónica de los siglos xvi y xvii acuñada por nuestros rivales y enemigos, había contribuido a crear un vago sentimiento de simpatía hacia los musulmanes hispanos. [...] Una España culta, industriosa, de exquisita sensibilidad y de vivacísima tolerancia; de la España aplastada por la ignara brutalidad de los cristianos españoles. “Si los moros hubiesen ganado la partida” [...]. No podemos conocer integralmente nuestro ayer sin estudiar la vida de la España musulmana. Los moradores en ella fueron, además, en su inmensa mayoría hispanos de raza, despaciosamente islamizados que acabaron viviendo bajo la misma cúpula cultural de los otros pueblos islámicos y contribuyendo espléndidamente al desarrollo de esa civilización. Par­tí­ci­pes de la herencia temperamental de los peninsulares de quienes descendían —fue muy prolongada la acción de lo premuslim en la España musulmana— padecieron y gozaron de una estructura vital no demasiado disímil de la que gozaron o padecieron los cristianos. Muchas de las grandes figuras de la muslimería hispana son no menos nuestras que las nacidas en el solar de la cristiandad peninsular. Algunos de tales ingenios se sintieron, además, occidentales e incluso españoles.
A la postre, las galas con que Sánchez Albornoz adorna a al-Andalus, sea por su componente árabe-islámico (como pretenden los propagandistas de esta fe), o por su base de celtiberismo eterno (como afirma el historiador), convierten aquel período de la historia de la Península en un fenómeno sin parejo posible. Es menester comenzar reco­no­cien­do el valor documental y el esfuerzo erudito de Sánchez Albornoz, así como su intento de conferir un sentido y un hilo conductor de interpretación a los sucesos habidos sobre esta porción de la geografía europea. También debemos señalar otro aspecto no desdeñable y fácil de volver en contra del autor desvalorizando por la forma el fondo y sus razones: el tono vehemente, apasionado y ardoroso con que por lo general se produce resta poder de convicción a sus palabras, tornándolas en exceso personales, demasiado susceptibles de adscribir a posturas arbitrarias, a complejos chovinistas. El bagaje de información que exhibe —pese a reconocer lo mucho perdido y en donde se podrían hallar nuevas y mejores claves6— suele despacharse con unas pocas frases despectivas de quienes prefieren eludir terrenos para ellos tan escabrosos7, o sortear las cuestiones de fondo con meras vaguedades8, o —incluso— descalificar como racista y nazi9 al pobre —y honesto— don Claudio. En un campo cuya documentación es irremisiblemente fragmentaria no podemos sino aventurar hipótesis, sin afirmaciones categóricas (ser de España inmutable y eterno, o semitización psicológica de los españoles), tal como hace P. Guichard, hasta en el lenguaje que emplea (y dejando aparte su inagotable búsqueda de pintoresquismo a la francesa, estilo Carmen de Mérimée10), mezclando el voluntarismo desiderativo con las meras conjeturas: “lo que hay que procurar”11, “es posible pen­sar”12, “parece probable”13, “no nos es imposible hacernos una idea”14, “puede ocurrir que”15, “parece pues evidente”16, “¿sería aventurado suponer?”17, etc. El problema reside en que de puras propuestas y preguntas retóricas extrae conclusiones afirmativas y explícitas, dañando así la solidez de sus hipótesis, que en modo alguno son despreciables. De hecho, incurre en notable contradicción con el aserto de Watt, su aliado objetivo (“Debemos cuidar de no atribuir al pasado lo que pertenece en realidad a siglos posteriores”18), v. g. al aplicar con plantilla mecánica la sociedad beduina actual (la poca que queda) y ¡beréber! a la de la España musulmana de los siglos viii a xi, aunque de tal guisa venga a coincidir con A. Castro en su impresentable cinismo al afirmar que cuanto lega el pasado no tiene otro sentido sino el que le insufla la presente vida de una comunidad, es decir la forma en que se utiliza el pasado19, y con el mismo don Carlos Marx (“Toda historia es inevitablemente contemporánea”). Por tanto, habremos de prescindir de cualquier intento de aproximación lo más honrada y cercana posible a la realidad de los sucesos y limitarnos a u...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Cita
  5. Preliminar
  6. 1. La idealización de al-Andalus
  7. 2. El mito de las tres culturas
  8. 3. ¿Eran españoles los moriscos?
  9. 4. Gitanos y moriscos
  10. 5. Al-Andalus y la novela histórica
  11. 6. Los moriscos y América
  12. 7. El sueño de al-Andalus
  13. Bibliografía de referencia
  14. Índice de abreviaturas
  15. Otros títulos publicados