
- 320 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
No es sólo la historia o las humanidades, es el mundo el que está cambiando, en ocasiones de forma estimulante; en otras, de una manera que nos sobresalta. Muy pocos son los que pueden presumir de comprender esa mutación. En medio de la transformación digital, zarandeados por el remolino del cambio, la sensación de confusión y desconcierto es inevitable.
Este volumen se ofrece como ayuda, como guía para comprender algunos de los fenómenos que acompañan "el desorden digital" en el que estamos inmersos: los cambios en los soportes, en la lectura, en la escritura, en el documento y el archivo mismos, en la condición y la función de autor, en los modos de colaboración y en la difusión del conocimiento. El autor nos muestra una mutación que afecta a procesos con los que captamos el mundo, que utilizamos para conocerlo, muchos de los cuales pasan inadvertidos precisamente por su obviedad, por su familiaridad, cuando lo que hacen es modificar nuestro trabajo de una manera profunda. De ahí la necesidad de sobreponerse a la confusión, al extravío, y la exigencia de pensar lo que supone ese entorno digital, de aquilatar lo que sucede a nuestro alrededor.
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Información
Editorial
Siglo XXIAño
2013ISBN de la versión impresa
9788432316425ISBN del libro electrónico
9788432316456V. ¿Dónde está el archivo?
Documentos que no se ven ni se tocan
Y conocemos la importancia metodológica que tomaron estos espacios y estas distribuciones «naturales» para la clasificación, a fines del siglo xviii, de las palabras, de las lenguas, de las raíces, de los documentos, de los archivos, en suma, para la constitución de todo un medio ambiente de la historia (en el sentido familiar del término) en el que el siglo xix encontrara de nuevo, siguiendo este cuadro puro de las cosas, la posibilidad renovada de hablar sobre las palabras. Y de hablar no en el estilo del comentario, sino según un modo que se considerará tan positivo, tan objetivo, como el de la historia natural.
La conservación, cada vez más completa, de lo escrito, la instauración de archivos, su clasificación, la reorganización de las bibliotecas, el establecimiento de catálogos, de registros, de inventarios representan, a finales de la época clásica, más que una nueva sensibilidad con respecto al tiempo, a su pasado, al espesor de la historia, una manera de introducir en el lenguaje ya depositado y en las huellas que ha dejado un orden que es del mismo tipo que el que se estableció entre los vivientes. Y en este tiempo clasificado, en este devenir cuadriculado y espacializado emprenderán los historiadores del siglo xix la tarea de escribir una historia finalmente «verdadera» –es decir, liberada de la racionalidad clásica, de su ordenamiento y de su teodicea, restituida a la violencia irruptora del tiempo.
Michel Foucault, Las palabras y las cosas
1
Para un historiador no hay nada más importante que las fuentes, los documentos; en consecuencia, nada hay más valioso que los lugares que por antonomasia albergan unas y otros, los archivos. «Ir al archivo», expresa Michel de Certeau, «es el enunciado de una ley tácita de la historia»[1]. Dicho de ese modo, cualquier modificación que afecte a estos espacios y a lo que contienen ha de repercutir necesariamente no ya sobre nuestro modo de hacer sino sobre la manera en la que entendemos esa práctica. Se trata aquí de señalar inicialmente que no hay encuentros inocentes con los depósitos documentales, que tocar el documento puede modificarlo de algún modo, al alterarlo y significarlo. El investigador lo hace cuando lo utiliza y lo incluye en su trabajo; el archivero va más allá, cuando lo cataloga y le da una designación. Se trata de eso, pero también de algo más.
En uno de los mejores libros que se han compuesto sobre este asunto, Arlette Farge inicia su reflexión al modo en que podría ser habitual entre cualquiera de nosotros. «En invierno como en verano está helado; los dedos se agarrotan al descifrarlo mientras se impregnan de polvo frío en contacto con su papel pergamino o tela». La descripción es casi mística y poco tiene que ver con lo allí contenido, pues lo que cuenta es la liturgia que precede a la lectura: un invierno o un verano igualmente helados, unos dedos agarrotados, el polvo frío. Es el primer paso, el acercamiento al lugar, la sensación física que sentimos ante el papel que hemos de consultar. Y continúa: «aparece sobre la mesa de lectura, normalmente en forma de legajo, atado o ceñido, hacinado en suma, con los cantos devorados por el tiempo o por los roedores; precioso (infinitamente) y maltrecho, se manipula lentamente con miedo a que un anodino principio de deterioro se vuelva definitivo». Tenemos ya ante nosotros lo solicitado, de modo que a la ansiosa espera le sigue la contemplación extática en la que tantas esperanzas hemos puesto; advertimos de inmediato el paso del tiempo, en el polvo que acompaña a los legajos y en el desgaste sufrido, pero eso lo hace aún más preciado, incomparablemente más valioso. Y ese inestimable valor se acrecienta si está intacto, si ha permanecido décadas o siglos depositado sin que nadie lo manoseara, hasta ese momento. Es fácil reconocer el hallazgo, no ya por su aspecto, sino por el «caparazón gris» que el tiempo ha depositado, «sin más huella que la lívida del lazo de tela que lo ciñe y lo retiene por el centro, doblándolo imperceptiblemente por el talle»[2]. De nuevo la mística, o bien la sensualidad o el placer, ante el documento.
Se puede decir de muchas maneras, pero todos los historiadores repiten esa misma sensación cuando recuerdan sus primeras averiguaciones o cuando reflexionan sobre su oficio. Para Marc Bloch, «descubrir» los hechos históricos exigía un enorme esfuerzo de interrogación y de lectura, pero en última instancia «solo los conocemos, y nos resultan cognoscibles, mediante los documentos»[3]. De ahí que Bloch recomendara al historiador que, al escribir una obra, dedicara un capítulo a hacer una lista de los archivos consultados, que los inscribiera; de ahí que reconociese:
no hay relación alguna entre las causas que hacen que la búsqueda de documentos sea un éxito o un fracaso y los motivos por los que estos documentos resultan deseables: tal es el elemento irracional, imposible de eliminar, que da a nuestras investigaciones algo de ese trágico interior en el que tantas obras de la inteligencia, quizá con sus límites, encuentran una de las razones secretas de su seducción[4].
«La investigación histórica ha sido para mi un espacio de dicha y de pasión intelectual», señala hoy Natalie Zemon Davis, dicha y pasión que remiten al mismo momento inicial: «siento siempre ese escalofrío de anticipación cuando entro en el depósito de un archivo o consulto el fondo de una biblioteca: ¿qué es lo que me voy a encontrar?»[5]. Su sed de historia, la de esta estudiosa norteamericana, solo queda plenamente saciada de ese modo, abriendo los legajos y sumergiéndose en su lectura. Los repertorios son, pues, nuestros tesoros, nuestros monumentos, los lugares a los que rendimos pleitesía, conscientes como somos de que es con ellos como construimos nuestra interpretación del pasado, de lo ocurrido.
En el presente, cuando entendemos por fuente un conjunto de rastros y de huellas que ya no son los tradicionales y que ni siquiera están en los archivos propiamente dichos, cuando comprendemos que un documento no tiene por qué ser solo aquello que es especialmente significativo o representativo, no por ello dejamos de reverenciar el archivo. Podemos comprender lo acaecido estudiando las imágenes o la literatura o la oralidad, pero es en el legajo donde depositamos nuestra mayor confianza, porque es allí donde hemos aprendido a fijar los acontecimientos y su valor primario. Bebemos de donde siempre hemos bebido, desde que la historia se constituyó como disciplina, porque no en vano allí continúa estando lo esencial. Por eso, cualquier obra, y más si es un ejercicio académico como una tesis, remite si puede a los archivos, a esas siglas mayúsculas que dan fe de lo que decimos. Nuestras notas a pie de página no solo le dicen al lector que puede reconstruir por sí mismo el recorrido que le presentamos, que puede comprobar lo mostrado, sino que sellan nuestro trabajo más allá de la interpretación ofrecida y, en última instancia, demuestran que hemos estado allí, en el allí al que nos está dado llegar, el del archivo. Si este no existiera, si no pudiéramos remitirnos a lo que contiene, nuestra autoridad se resentiría de manera irremediable. De ahí que sea un rito de paso en nuestro adiestramiento como historiadores, nadie puede serlo sin haber pasado por ese bautismo ritual.
Por eso adoramos el polvo, incluso la áspera sensación que transmite, porque no es más que un ligero entrante para lo que nos puede deparar el legajo. Lo certifica ese otro libro provocador, el de Carolyn Steedman, cuando señala que su objeto de estudio es ese polvo, un «inmutable y perdurable conjunto de creencias sobre el mundo material, pasado y presente, heredado del siglo xix, con el que la escritura de la historia moderna intenta lidiar; el polvo es también el principio narrativo de esa escritura». Aquí, por supuesto, el polvo es realidad y metáfora, remite a algo que se posa aquí y allá, que circula y nunca desaparece, que por eso no es simplemente un residuo ni un desecho, pues nos habla de su opuesto, de que las cosas nunca desaparecen ni se destruyen del todo. El polvo y lo que representa serían incluso algo más, el hallazgo del novecientos, el de un determinado relato, en la que la centralidad corresponde a la historia[6].
Pero tanto esa narración como el polvo reposan en el archivo, que se instituye precisamente entonces y que adquiere en poco tiempo el valor que hoy le concedemos. Ya sabemos que esos centros no existían como tales, como depósitos de documentos, antes del siglo xix y que, una vez instituidos, tampoco tuvieron una existencia regular, no estaban dispuestos para la consulta ordenada ni abrían sus puertas de manera reglamentada. Ni siquiera quienes estudiaban el pasado los tomaban como lugares inexcusables para su trabajo.
Jacques Le Goff nos ha recordado que los incipientes depósitos documentales se crearon en el setecientos, pero que el primero entre los grandes, el que dio lugar a los Archives Nationales de Francia, no se instituyó hasta 1794, mientras que el Public Record Office de Londres no sería organizado hasta 1838 y el Archivo Histórico Nacional español se retrasaría hasta 1866. Es en ese siglo cuando «se acelera el movimiento científico destinado a suministrar a la memoria colectiva de las naciones los monumentos del recuerdo»[7]. En efecto, inicialmente el archivo registra el acto gubernamental, conserva bajo custodia y a salvo de la mirada indiscreta los papeles oficiales que dan cuenta de los actos de poder, de regulación y de control. A medida que el Estado se dota de contenido, de jurisdicción y de dominio exclusivo, a medida que ejerce el derecho, la fuerza y la violencia, deja mayor constancia de su administración sobre las tierras y sus gentes, acumulando datos e informaciones varias, pero también sobre otros, externos, aquellos que se le oponen como Estados o imperios y que discuten su supremacía y su autoridad excluyente.
Pero esa voluntad, la de acumular el rastro de tal ejercicio, dará paso en el ochocientos a otros sentidos, que son resultado de la «combinación de un grupo (los “eruditos”), de lugares (las “bibliotecas”) y de prácticas (copiado, impresión, comunicación, clasificación, etcétera)»[8]. El primero de esos sentidos tiene que ver con la voluntad de justificar una memoria nacional, acorde con la legitimidad que se le supone al nuevo Estado-nación que emerge entonces. Es el monumento del recuerdo, el depósito sagrado que custodia la memoria nacional y que, a la vez, ha de generarla. La identidad, la ciudadanía o la solidaridad nacionales descansan en esos fondos. Como diríamos ahora, sin ellos no hay posibilidad de imaginar la nación y de hacerla posible. Por tanto, el archivo se crea para fijar, para dar estabilidad y para autorizar esa memoria colectiva, recolectando aquello que puede dar prueba de lo ocurrido y que puede ser interpretado como elemento de cohesión frente a otras narraciones, otras memorias. Si, como señalara Maurice Halbwachs, «podemos recordar solamente con la condición de encontrar, en los marcos de la memoria colectiva, el lugar de los acontecimientos pasados que nos interese», el archivo ocupa un lugar crítico en ese proceso social. Si la sociedad se adapta a los tiempos, modificando sus convenciones y sus lenguajes para representarse el pasado, el registro conservado es el que permite que esa función se ejerza de un modo particular, permitiendo a su vez renunciar a la idea de que «el pasado se conserva intacto en las memorias individuales, como si no hubiese transitado por tantas experiencias diferentes como individuos existen»[9].
En ese sentido, la importancia que se otorga al archivo es algo absolutamente moderno. El depósito documental siempre existió, para salvaguardar las gestas de los reyes, administrar sus dominios, amparar ciertos derechos, etcétera, siempre en relación con el poder y sus necesidades, con la decisión del presente para fijar lo que merece ser recordado, resguardado del olvido, para escoger lo que es y será conocido en el futuro sobre ese pasado. El archivo era así un acto de poder y, en consonancia con ello, lo registraba: detallaba sus múltiples controles[10]. Pero quienes hurgaban en el pasado no siempre acudían al archivo para establecer sus fuentes. Fue en el ochocientos, al constituirse como suministros de la memoria nacional, cuando empezaron a ser visitados y a ser tomados como lugares emblemáticos para la construcción de las respectivas historias. Así lo sintió Jules Michelet en su Histoire de France:
En mi caso, cuando entré por primera vez en estas catacumbas de manuscritos, en esta necrópolis de los monumentos nacionales, con mucho gusto habría dicho, como aquel alemán que entraba en el monasterio de Saint-Vannes: ¡aquí está la morada que he elegido y mi descanso por los siglos de los siglos!
Sin embargo, no tardé en percibir que en el aparente silencio de estas galerías había un movimiento, un susurro que no era el de la muerte. Estos papeles, est...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Legal
- Cita
- Dedicatoria
- Agradecimientos
- Introducción
- I. Las humanidades digitales
- II. Los nuevos soportes de lo escrito
- III. Lecturas en pantalla
- IV. La poética de la colaboración
- V. ¿Dónde está el archivo?
- VI. Escrituras
- VII. Comunicar, difundir y publicar
- VIII. Panorama de la historia digital
- Conclusión
- Otros títulos