Buscando a Carmen
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Buscando a Carmen

  1. 272 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Buscando a Carmen

Descripción del libro

La imagen exterior de España cristalizó hace tiempo, conformando un conjunto de rasgos que, en puridad, se reducen a unos pocos estereotipos en los cuales la mayor parte de los españoles no nos reconocemos, aunque, paradójicamente, hayamos terminado por aceptarlos en el plano colectivo; este libro estudia cómo los viajeros europeos del XIX crearon esta imagen falsificada de España y los españoles.

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Información

Editorial
Siglo XXI
Año
2012
ISBN del libro electrónico
9788432316326
Edición
1
Categoría
Historia
IV.
La navaja en la liga
Queman los nuevos olivos,
guardan los espinos tuertos.
(Gómez Manrique, Exclamaçion e querella de la gobernaçion).
Obviamente, con la expresión «navaja en la liga» resumimos el conjunto de rasgos exóticos con que extraños –y a veces propios– decoran el «carácter español». El pintoresquismo, las rarezas y los signos «raciales», como venimos viendo, constituyen un escenario obligado para que el viajero no solo haga ameno su relato sino también creíble, cumpliendo así lo prodigioso una función estructural en la obra, no de mero contenido. Las descripciones crítico-pintorescas con tendencia a lo divertido y en todo caso a lo sorprendente y maravilloso convierten a España en un espectáculo. ¿Y qué mejor exhibición que la de una gitana morena y con trapío descubriendo el muslo para extraer la faca, a ser posible cabritera? Washington Irving resume bien la idea, todavía en el primer tercio del XIX, recogiendo en un solo párrafo los principales tópicos que, desde décadas antes, se cernían sobre el país:
No hay nadie que entienda mejor el arte de no hacer nada y de nada vivir como las clases pobres de España. Una parte de ello se debe al clima y lo demás temperamento. Dadle a un español sombra en el verano y sol en el invierno, un poco de pan, ajo, aceite y garbanzos, una vieja capa parda y una guitarra, y ruede el mundo como quiera.¡La pobreza! Para él no es una deshonra. La lleva consigo con elegante estilo, como la raída capa; porque él siempre es un hidalgo, aunque sea con harapos[1].
Además de la proverbial pereza española –sobre la cual volveremos–, que es el resultado, el norteamericano apunta a las dos causas (clima y temperamento) que, según él, originan tan divertidos efectos a ojos del espectador foráneo. Y recalquemos lo de espectador.
Ambos factores tienen antecedentes antiguos, tanto el determinismo medioambiental como los condicionantes raciales que tendrían consecuencias culturales y de comportamiento. Ya Marco Vitruvio Polión[2] señalaba que los pueblos meridionales disfrutan de inteligencia perspicaz debido a la ligereza de la atmósfera y al calor, en tanto los del norte, paralizados por humedades y por la densidad brumosa del aire adolecen de una inteligencia perezosa y lenta. Ni que decir tiene que el etnocentrismo de romano le inducía a interpretar de tal manera las conductas. Por el contrario, Montesquieu –y no digamos los anglosajones– lo ven de opuesto modo: los septentrionales son inteligentes, valientes, vigorosos, insensibles al dolor, poco aficionados al sexo y sus deleites pero sí al alcohol[3]. Alguno de estos deterministas (De Maestre, De Bonald), partiendo de la idea de que el lenguaje, tanto oral como escrito, solo puede proceder de Dios, asociaron inextricablemente la lengua de los pueblos con su carácter nacional y con un destino histórico inmutable, dotándolos de un sentido mítico determinante de leyes y costumbres, ideas que hallarían eco en el nacionalismo romántico de Fichte o Hegel. O del mismísimo Américo Castro, cuando inventa y encasqueta sin remisión a la lengua española un carácter semítico porque decimos «aceite», «alcanfor» o «arrebato». Baltanás señala cómo se pueden alcanzar las cimas del esperpento y el ridículo –caso de Luis Cernuda, aludiendo al pasado musulmán de Andalucía– al asegurar el poeta que «el suelo y el aire quedaron impregnados de algunos dejos, ecos de aquellas razas extintas; dejos que, respirados por los nuevos pobladores, pasan a ser parte de su espíritu»[4]. Que no decaiga.
En realidad, la entronización del clima como eje y base de los caracteres humanos, tanto individuales como colectivos, es vieja. Hipócrates (460-385 a.C.) fundamenta las diferencias, tanto físicas como psíquicas, entre los hombres en factores tales como frío y calor, humedades y sequías. La composición de los suelos y, consiguientemente, la alimentación, serían otros elementos que conjugar en los resultados. De tal suerte se explican el color de la piel, la morfología corporal y… las conductas. Cuando Herder[5] considera el medio ambiente el principio de causalidad de las culturas, de hecho está reproduciendo ideas que proceden del médico griego transmitidas a Aristóteles, Eratóstenes, Estrabón y Ptolomeo y de estos a los geógrafos y médicos árabes medievales: Ibn Butlán, Ibn Jaldún, Ibn al-Muyawir, Ibn Battuta, León el Africano, viajeros y/o etnógrafos[6], más o menos conscientes de serlo, que pusieron las bases, junto con la recuperación de la cultura clásica grecolatina por los humanistas, para que ya en los siglos XVI al XVIII se conformara toda una teoría climática que intentaba ofrecer explicaciones racionales para los caracteres de las naciones. Las observaciones, experiencias y codificación de infinidad de materiales habidos entre los pueblos con que los europeos entraron en contacto a partir del siglo XV en los otros continentes contribuyeron a reforzar tales teorías[7]. Y si los geógrafos e historiadores árabes –incluido el beatificado Ibn Jaldún– no titubean en resaltar la cercanía de los negros ecuatoriales a la condición animal, Juan Ginés de Sepúlveda[8] o Alonso de Veracruz[9] no les van a la zaga, aunque sus justificaciones se revistan de especiosidades escolásticas.
El médico español Juan de Huarte (Examen de ingenios para las ciencias, 1575) desarrolla el estudio de las habilidades humanas en función de la teoría de los climas:
[…] las costumbres del ánima siguen el temperamento del cuerpo donde están que, por razón del calor, frialdad, humedad y sequedad de la región que habitan los hombres, y de los manjares que comen, y de las aguas que beben, y del aire que respiran unos son necios y otros sabios, unos valientes y otros cobardes, unos crueles y otros misericordiosos, unos cerrados de pecho y otros abiertos, unos mentirosos y otros verdaderos, unos traidores y otros leales, etc.[10].
La obra de Huarte se difundió por toda Europa y un año después publicaba, en París, Jean Bodin su libro Les six livres de la République en que relacionaba directamente el carácter y disposición de las gentes de cada país con la naturaleza del medio que las rodea. En su teoría, se destaca una gradación climática en la cual Francia ocupa el lugar ideal y más benigno y es productora por tanto de los mejores humanos; por el contrario, con anterioridad ya había insertado a Inglaterra en la zona septentrional, fría y poco agraciada[11]. Ni que decir tiene que en el siglo siguiente los estudiosos ingleses desplazaron el centro climático ideal al noroeste, o sea hacia sí mismos, mientras los pueblos ubicados al sur y sudeste de las islas británicas adolecían de fallas en cuanto a fuerza, valor y sentido independiente, de los cuales los ingleses andaban pletóricos y así se mostrarán (véase supra, Capítulo II de esta obra) los viajeros-comentaristas por aquí asomados. Por último, Montesquieu (De l’esprit des lois, 1748) señala al elemento climático como principal determinante de las actitudes y aptitudes políticas y sociales.
Los e...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. I. A modo de introducción en un país de listos
  6. II. La invención de Carmen
  7. III. La Manola que nunca existió
  8. IV. La navaja en la liga
  9. V. Andalucía, la verdadera España
  10. VI. A garrotazos
  11. VII. Que no decaiga
  12. VIII. Los convidados de piedra
  13. IX. Carmen, en el paro
  14. X. Floresta de jácaras
  15. Bibliografía de referencia