1. La interpretación clásica
AUGUSTIN THIERRY Y CONTINUADORES
Bajo la influencia de François Guizot, Augustin Thierry (1795-1856) perteneció a una escuela constitucionalista que veía en los códigos modernos un logro burgués, y los sedujo a maestro y discípulo el modelo inglés con su Carta Magna. Como Guizot, se interesó por la trayectoria de la burguesía hasta su victoria final, si bien a diferencia de su mentor, que ha sido calificado como representante historiográfico del racionalismo experimental, se inscribió en una línea narrativa que se ajustó al material cronístico de las insurrecciones. Como dijera Georges Lefebvre, Thierry y algunos más, influidos por el Romanticismo, pusieron en escena a hombres que han vivido y no a personajes eternos. Es una característica que advirtió José Luis Romero, que lo denominó discípulo de Walter Scott y de François-René de Chateaubriand. No es indiferente añadir que se había iniciado en el periodismo y combatió en el Partido Liberal (en cuya ideología lo introdujo la lectura de Saint-Simon), lo que permite presumir sobre su preparación para seguir el desenlace vertiginoso de las luchas. Por supuesto que no estamos ante un simple narrador de hechos, aunque efectivamente los ha narrado, sino ante un intérprete del desenvolvimiento burgués. Fue un intérprete que escribió desde la perspectiva de las revoluciones de 1830 y 1848, lo que llevó a decir que su lectura «est plus passionnante encore pour la connaissance du XIXe siècle que pour celle du moyen âge». El comentario hecho sobre una partícula de verdad desfigura la verdad; sus escritos exigen otro análisis.
Ante todo, su descripción tuvo como protagonistas a las masas, ya que por ellas las comunas del siglo XII consiguieron independencia, igualdad ante la ley, elección de las autoridades y fijación de las rentas. Estas medidas no se lograron por concesión de los reyes, que solo tuvieron una inacción más forzada que voluntaria. Se debieron, en cambio, a una población que no se sometió a la servidumbre que había dominado al campesino, y aquí reside una concepción que arraigó en la historiografía liberal posterior.
Este análisis lo organizó alrededor de la dicotomía entre la tradición romana, que se había conservado en las ciudades (de lo cual derivó una amplísima discusión historiográfica sobre la supervivencia o no supervivencia del municipio romano en la Alta Edad Media) y la tradición germana, dicotomía que a su vez desembocó en otras controversias sobre el origen del derecho medieval. En esta división, Thierry reprodujo la concepción sobre una época oscura signada por la servidumbre, periodo que se habría iniciado con los bárbaros, es decir, con el sojuzgamiento de una raza por otra. En ese contexto, la menos alterada de las tradiciones sería la que se conservó en el aislamiento de las ciudades, como observó en los habitantes de Reims que, en el siglo XII, recordaban el origen antiguo de su constitución. De aquí habría derivado la desigual resistencia al poder señorial, porque allí donde, como en el norte de la Galia, la herencia germana tuvo peso, aumentó el poder despótico. Ese condicionante (que, dicho en un lenguaje actual, sería en parte cultural y en parte congénito racial) no neutraliza la gravitación que el relato confiere a los burgueses. Recalquemos que, para Thierry, la cuestión radicaba en los habitantes de la ciudad que defendieron esa libertad con sus arqueros. Tras los muros que separaban del campo donde regía la desigualdad y la violencia, surgió una asociación igualitaria que daba forma al estado político de estos combatientes por sus derechos.
Esos precedentes contribuyeron para hacer de la urbe un baluarte casi indestructible de la libertad y, ya a finales del siglo XI, muchas ciudades del sur de la Galia reproducían hasta cierto punto formas del antiguo municipio romano. El ejemplo se extendió hacia el norte, donde en las ciudades se formaron asociaciones unidas por juramentos, y a ellas llegaron los campesinos que huían de la servidumbre para conjurarse con los vecinos y redimirse. Desde entonces, la urbe tomó el nombre de comuna sin esperar a que le otorgue esa condición una carta monárquica o señorial. Los señores resistieron, hubo batallas y también transacciones y, en esa dialéctica, se hicieron las cartas de franquicia. Una cierta suma de dinero terminó por sellar el tratado de paz, y esto habría representado el coste final de la independencia.
En ese devenir hubo, para Thierry, un hecho sobre el cual conviene insistir y que fue la predisposición de los pobladores a defender su derecho a organizarse ya que, si no hubieran opuesto la guerra o por lo menos una fortificación defensiva a quienes le negaban esa potestad, no hubieran triunfado, concepto que reivindicaron historiadores posteriores de la escuela al punto de transformarlo en casi esencia del fenómeno. La violencia de masas sobrevuela en este relato, destinada a reivindicaciones sustanciosas, porque esa nueva organización significaba para reyes y señores perder tributos regulares y gravámenes por casamiento, herencia o justicia. La cuestión se relacionaba entonces con las cargas feudales e implicaba una transformación del sistema legal. Por eso los ciudadanos pretendieron y lograron una constitución independiente y, en consecuencia, el establecimiento de las comunas en el norte de Francia puede ser considerado une conspiration heureuse, que era el nombre que los actores se daban a sí mismos, ya que los ciudadanos se llamaban conjurados.
La tendencia hacia estas asociaciones llegó a los lugares donde prevalecía la servidumbre, y aquí estamos ante otra concepción que iba a tener una larga vigencia y que identificaba a la ciudad como el principio transformador de un entorno arcaico. Con sus derechos legales, se convertía en la plataforma de toda innovación ya que, con esa libertad, la persona se consagraba a la industria y con esta se hacía poderosa, por lo cual la victoria jurídica abría la senda de la transformación económica y esta transformaba el todo social. Se imponía entonces una fuerza arrolladora al punto de que no faltaron los aristócratas que se vieron obligados a dar esa franquicia a las nuevas poblaciones y, aunque aquí debemos señalar un aspecto derivado de la matriz constitucionalista del autor, el centro argumental estaba en la acción social. Decía al respecto Thierry que las organizaciones municipales implantadas por los señores fueron las menos porque las más numerosas se establecieron por insurrecciones y, en ellas, la contribución de los reyes se limitó a mediar entre el señor y la comuna para detener la guerra. La organización propia fue un logro de esa lucha, un triunfo de la enaltecida idea de libertad contra las injusticias, lo cual solo pudo concretarse en un ámbito históricamente preparado para ello como era la ciudad.
Algo más daría sentido a la descripción. Ese algo era una lógica del proceso jurídico que determinaba una inalterable raíz programática del ascenso burgués, visión que se transmitió a la historiografía liberal posterior. Esa agitación comunal del siglo XII presentaba similitudes con las revoluciones constitucionales de los siglos XVIII y XIX, en tanto estos movimientos tuvieron un carácter de universalidad y progreso ligado a la misma libertad por la que lucharon los medievales; concepto de libertad que implicaba el derecho de ir o venir, de vender y dejar en herencia, y que tuvo larga vigencia entre los historiadores. En los siglos XI y XII se buscaba la seguridad personal, y ese objetivo también se conectó con las conmociones burguesas posteriores que complementaron y ampliaron ese designio. Más allá de considerables diferencias (por ejemplo, en las revoluciones modernas, tuvieron más peso las ciudades de realengo), el meollo es que instituyó una continuidad categorial entre los dos ciclos revolucionarios, proceso en el que él mismo estaba comprometido, y ello no fue indiferente a que, por momentos, su prosa adquiriera un tono apologético que desagrada al sobrio historiador del siglo XXI, aunque no debería lamentarse que cada tanto las emociones nos zambullan en el océano político y en el compromiso.
Debe tenerse en cuenta también la similitud entre el discurso de Thierry y el de los humanistas del Renacimiento sobre las libertades urbanas del periodo. No es una proximidad que nos deba asombrar si se recuerda que historiadores como Jacob Burckhardt popularizaron una Edad Media oscura retomando un concepto que Petrarca plasmó en su poema «África», imagen que también cultivaron otros humanistas. En la comparación de Thierry con esos antecesores resalta en el siglo XV el canciller florentino Benedetto Accolti. En su diálogo De praestantia virorum sui aevi decía que, cuando los bárbaros fueron expulsados de Italia y cesó el dominio de los emperadores de Alemania, las ciudades empezaron a proclamar la libertad y a constituir sus Estados, orientación que fue entorpecida por el pontífice de Roma, aunque algunas de esas ciudades (como Florencia y Venecia) consiguieron sacudir la servidumbre y ensanchar sus límites.
En esta apretada reseña se debe distinguir una forma de historia social (en la que participaba Guizot) que, como ha indicado Tulio Halperin Donghi, no surgió de la superación de la historia política y militar constituida como memoria de la clase gobernante, sino que nació de una mutación de la problemática política a partir de las revoluciones democráticas, no planteándose esa historia social como alternativa de la historia política sino como su profundización. Ese nuevo estudio del pasado político entrañó una reescritura francesa en virtud de la cual se pasó a considerar (después de 1815) una Edad Media inestable que iniciaba la lucha de clases y se encaminó hacia la Revolución francesa, promulgándose en consecuencia una noción esencialmente moderna del periodo.
La temática de Thierry fue seguida por historiadores que se adhirieron a su enfoque, pero, sin desconocer su importancia, la comprensión liberal positivista del movimiento burgués de la Edad Media tuvo su más elevada expresión en Henri Pirenne (1862-1935).
Dejando de lado el peso que tuvo en la historia de Bélgica, su influencia se constata por igual en quienes han seguido sus interpretaciones y en quienes las han criticado, dibujando esos dos grupos una oscilación pendular que ha seguido hasta hoy. Formado en la rigurosidad hermenéutica del positivismo y en la explicación económica social y cultural en sentido amplio que se abrió paso en Alemania a finales del siglo XIX con Karl Lamprecht (que, en 1909, había fun...