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La mente del niño es de forma insular. Me parece estar viendo todavía cómo aquellos trozos de tierra firme, trozos de conciencia, emergían unos tras otros de la tiniebla de un mar proceloso e iban aproximándose y reuniéndose para formar archipiélagos cada vez más nutridos y compactos.
La primera isla descubierta fue la de los juguetes dorados. Se me aparecieron de improviso, entre verdores de virutilla, al levantar la tapa de una caja, y su hallazgo tuvo caracteres de revelación. Representaban animales de especies y familias muy diversas, todas desconocidas para mí. Sólo pude identificar entre ellas a una cabrita de pelambre y cuerna de oro, pues me hizo pensar –por una semejanza tan remota y vaga como la de la idea platónica con las cosas corrientes y vulgares– en las cabras de un rebaño maloliente que cada mañana se detenía a la puerta de nuestra casa. El indio pastor ordeñaba a una hembra barbuda en el zaguán y el hato seguía calle adelante con gran estruendo de balidos y cencerros. (Los médicos de entonces recomendaban mucho la leche de cabra para los niños.) Pero lo que me atraía más de aquellos juguetes no era su intención representativa sino el brillo del latón. Apenas quedaron en mis manos, procedí a romperlos. Con paciencia y maña logré separar las dos valvas idénticas con que cada animal estaba formado y sufrí una gran decepción al ver que estaban huecos y descubrir que a cada relieve externo correspondía una depresión interna y que el brillo era superficial, pues por dentro el latón apareció sucio y mate.
Tras ésta, emergieron de la nada otras muchas islas. Todo un archipiélago hecho de fragmentos y retazos de nuestra casa; paisajes de rincones y suelos, de alfombras sobre todo. De éstas brotaban, como de praderas floridas, troncos enhiestos: las patas de las sillas. También recuerdo ciertos objetos relucientes, translúcidos y vibrátiles donde descansaban las ruedas del piano, así como las láminas de un álbum hojeado de bruces en el suelo, y vuelos de faldas y perneras de pantalones: basamentos de seres gigantescos que podían traerle y llevarle a uno por los aires a su antojo.
El descubrimiento del aire libre fue de fecha posterior. Se produjo durante un viaje que hizo toda la familia, fámulos inclusive, a unos baños medicinales sitos en un rancho próximo a la ciudad. Caminábamos por una llanura infinita, rota sólo por algún mezquite, y entonces, al alzar la vista, contemplé por primera vez el cielo estrellado y tuve una vislumbre de las dimensiones disparatadas de nuestro planeta, en comparación con las de nuestra casa. Ante tamaña monstruosidad, escondí el rostro en el seno de mi madre y lloré con amargura. Eso al menos me contó ella años después y también me dijo que hicimos parte del viaje en carruajes y parte a lomo de caballerías. La primera noche que pasamos en el rancho, tuvimos que dormir todos, niños y mayores, sobre colchones tendidos en el suelo. Mejor dicho, los mayores no durmieron. Dentro del aposento con piso de tierra cantaba un alacrán, cuya picadura en México es mortal para las criaturas, y estuvieron buscándolo a la luz de las velas de sebo hasta que se consumieron todas. El inquietante bichejo siguió cantando a intervalos toda la noche y sólo al rayar el alba, cuando se recogieron los colchones, apareció, ya silencioso, bajo aquél donde mi madre y yo habíamos dormido. Ella exclamó: «¡Pobre de mi Angelito si llega a picarle!». Con este motivo me cubrieron de besos y pasé de unos brazos a otros. Debió ser en ese momento, al sentirme el centro de la atención general, cuando tuve conciencia de que se dirigían a un algo, que era yo, y que ese algo se llamaba Angelito.
También conservo de ese viaje el recuerdo de un croar de ranas en el silencio nocturno y la viva imagen de una hilera de camisas de víboras puestas a secar en una cuerda combada entre dos columnas del porche de una mansión colonial.
Fantaseando sobre el episodio del escorpión, llegué a creerme nacido bajo el signo de Escorpio. Pero lo cierto es que vine al mundo en plena canícula, bajo las luces de Sirio. Prueba de que, pese a los muchos esfuerzos que uno haga por depurar vivencias tan remotas, siempre se mezclan con ellas otras que nos fueron referidas con posterioridad y que, sin sernos ajenas del todo o falsas por completo, resultan ya de segunda mano y de fecha más reciente. También muchos de los recuerdos que creíamos conservar puros, no son sino reminiscencias de otros muy rumiados, es decir, que nos vinieron varias veces a la mente, cuando no a los puntos de la pluma, siendo otras tantas repelidos y olvidados, por lo que ahora carecen de su frescor primitivo. Hay además memoriaciones reconstruidas conscientemente, partiendo de una leve evocación, como el paleontólogo reconstruye un organismo completo mediante un leve huesecillo. Y también, en más de una ocasión, habrá ventriloquía: la voz del viejo junto a la del niño. Lo que, igualmente, es inevitable, pues ¿cómo recordar la infancia sin mezclar razón con fantasía?
Tras el viaje al rancho se reanudan los recuerdos caseros. En el San Luis Potosí de entonces, las mujeres y los niños salíamos poco a la calle. Las casas eran todas de una sola planta, sus ventanas se cerraban con rejas, cortinas, persianas y contraventanas, y las mansiones, ya fuesen pobres o no, respiraban por los patios. El nuestro parecía una habitación más de la casa, pero mayor que las otras y, por supuesto, sin techo, lo que contribuía a darle más aire de decorado teatral. Allí daban las puertas de todas las habitaciones de la casa y, además, otra pintada en la pared para hacer pendant. Todo a lo largo de sus paredes corría una greca clásica, aztequizada por el indio que la pintó. El cielo raso de este aposento no era otro sino el limpio de toda nube de la altiplanicie mexicana, cuyo azul, de tan intenso, parecía solidificado. Una vela, con apariencia de bambalina de viejo teatro, la velaba y desvelaba, según convenía por la marcha del sol, acrecentando aún más la impresión escénica del conjunto, donde las enredaderas, los rosales, el nopal, las mecedoras de enea, los macetones resquebrajados –semejantes a campanas bocarriba– y hasta el hormiguero del rincón del comedor eran parte de un decorado, cambiante con la luminotecnia alternada del sol y de la luna. Decorado corpóreo y practicable, donde los personajes a veces parecían menos grávidos, pero se movían con toda naturalidad; sobre todo de día.
El patio representaba lo interior, o mejor lo interno, la fantasía, lo subjetivo de nuestra casa. En oposición a las ventanas. Éstas eran el acceso a la realidad externa, la de todos, a la vida ajena y ciudadana, al bullicio colectivo. Por las mañanas, cuando las abrían de par en par, durante el trajín de la limpieza cotidiana, servían a las mujeres para seguir por ellas el ir y venir de los vecinos y los vendedores ambulantes. Pero al atardecer, mientras daban en todas las iglesias, unas tras otras, lentas, muy lentas las campanadas del ángelus, empezaban a velarse con cortinas y persianas, y, al pie de la ventana de la salita, se servía el chocolate a las señoras. Entonces, a esa hora, más que nunca, la ventana destacaba su cuadrilátero de claridad. Era como una pantalla de cine, cuadriculada por la reja, en la cual transcurría el espectáculo de la calle, que, desde sus butacas en la sombra, presenciaban las damas en silencio o platicando en voz baja. A veces, un transeúnte, como personaje de película, pasaba a primer plano y se acercaba a la reja para saludar a las espectadoras en la sombra.
El más asiduo era un padre cura anciano. Embozado en su capa española y tocado con una chistera, recostaba su silueta contra los hierros como un enamorado romántico y, con susurros confesionales, cambiaba cortesías y chismes con las damas. Al despedirse, sin deshacer el embozo, sacaba de entre los pliegues de su capa una mano peluda y la introducía entre los barrotes para que todas la besaran.
A la hora del cierre del comercio, regresaban los señores. También era ése el momento de cerrar las ventanas con cristales, maderas, visillos, barras de hierro transversales, cortinas y cortinones. Se encendía el quinqué y, al resplandor del petróleo, el aposento cambiaba por completo, cobrando un aire más real y más prosaico. Las contertulias y los recién llegados se miraban, aquéllas como si salieran de un sueño, y sentían la necesidad de hacer algo. Las mujeres bordaban, cosían o zurcían, y mi padre, en cambio, recostándose en el sofá, se ponía a hojear El Estandarte o a hablar de negocios con el tío Aurelio o el tío Ignacio, los cuales, después de cerrar sus respectivos escritorios, venían a casa para recoger a sus esposas o a su hermana, la tía Carmen. Si Mamá Grande se hallaba presente, como cabeza que era de la familia, se sentaba también en el sofá y terciaba en la conversación de los señores, quienes escuchaban sus opiniones financieras, no siempre ortodoxas, con el mayor respeto.
Mamá Grande era gruesa, bajita y risueña. Sus cabellos canos con reflejos dorados, peinados siempre con esmero, se partían en dos por una raya, blanquecina también, pero mate. Su naricita resultaba tan breve que los anteojos de cristales ovalados que usaba para leer, amenazadoramente vencidos hacia delante, resbalaban a cada paso y había de sujetarlos con una cinta de seda negra para que al caer no se quebraran. Padecía del corazón y también de asma, mas, pese a la prohibición de los médicos, fumaba sin cesar. Acostumbraba a guardar sus cigarrillos de papel moreno en una caja de laca, donde chinitos de rostros desvaídos cazaban mariposas en cielos siniestros. A fin de no macularse los dedos, usaba unas tenacillas de oro. Pero como se distraía muchas veces hablando y hasta en ocasiones se dormía con el cigarrillo encendido, siempre había en su regazo cenizas y otras huellas de incendios sofocados. Era propietaria de una hacienda, de varios inmuebles en la ciudad y de alguna mina. Tenía coche y una casa más grande que la nuestra con muchos criados. Su patio también era mayor que el nuestro y en él tenía una enorme pajarera con multitud de pájaros. Pero su favorito estaba en la sala, en una jaula dorada. Era un sensontle, avecilla azteca que tenía que ser alimentada con fibras deshebradas de corazones para que cantara, lo que hacía muy bien cuando lo hacía.
Doña Refugio, como le llamaba mi padre, venía a nuestra casa algunas veces entre semana, pero el domingo su visita era oficial.
Ese día la rutina cotidiana se alteraba. Los preparativos para ir a misa de doce en la catedral empezaban a primera hora de la mañana y, al dar las terceras campanadas, no habían terminado. El domingo mi padre usaba chistera y chaqué, cuello almidonado y alto con pajaritas y, bajo éstas, el plastrón con alfiler. En una mano llevaba los guantes sin calzar y en la otra, la caña de indias con puño de plata. Mi madre se tocaba con un sombrero de aves disecadas y flores de trapo. Su velo era tan tupido que su rostro parecía otro, y aún la hacían más rara la pelerina y el polisón. En las manos, enguantadas hasta el codo, había de llevar, además del devocionario con tapas de nácar y el abanico de marfil y gasa pintada, una sombrilla de tul con volantes. En cuanto a mí, chorreando colonia y tirabuzones, se me introducía en un grueso traje de piqué, campanudo y hierático a fuerza de almidones, que se abrochaba por detrás y tenía peto y bocamangas con bordados de gran bulto, dentro del cual me sentía como un heraldo bajo su dalmática. Por imposición de la moda de aquel tiempo, bajo la faldamenta del traje asomaban una cuarta los calzones.
Terminada la misa de la catedral, dábamos tres vueltas a la Plaza de Armas, donde tocaba la música. Yo iba en medio, asido o más bien colgado de las manos de mis padres. Aunque resultara todo muy incómodo, avanzábamos despacio, respondiendo ellos con sonrisas y cabeceos o amagos de mi padre de quitarse la chistera, a todos los saludos. Hasta que, a la tercera vuelta, la cadena de las manos sé rompía frente al puesto de las charamuscas. Tras el tenderete, la india chaparra de boca ancha y sonriente, oseaba a las moscas con un oseador de tiras multicolores. Las golosinas que allí se exhibían sobre una tabla ensabanada –piloncillos diminutos, camotes en dulce, cuadraditos y losanges de jamoncillo, muertos de caramelo– formaban arabescos y pirámides, cuya complicada ejecución suponía un largo manoseo.
Cuando quedaba en mi poder la charamusca dorada, retorcida, como trenza de mujer o columna salomónica, emprendían el regreso. No me estaba permitido probarla hasta después de comer, pero, sin soltar la mano de mi padre, con la otra la enarbolaba, sujeta reverentemente con un papel de estraza. Los inditos descalzos que nos cedían la acera, quitándose los sombreros de petate, medio destrenzados por el tiempo, tendían manos tan cobrizas como las monedas que mi padre depositaba en ellas. Todo lo cual, ni que decir tiene, me parecía lo más justo y razonable.
La comida del domingo era también más tarde. El coche de Mamá Grande no llegaba hasta las tres. La mesa del comedor se alargaba, intercalando varias tablas, y siempre había algún extraordinario. A eso de las cuatro o las cinco iban llegando los demás de la familia para pasar la tarde en nuestra casa. Cuando doña Refugio despertaba de su siesta en la mecedora del patio, mi madre tocaba el piano de la salita y la tía Carmen y el tío Aurelio cantaban. Éste, sanguíneo, jacundo, sobrealimentado, era tal como uno se imagina a ciertos césares romanos. Se ocupaba de los negocios rústicos de mi abuela, en tanto que los urbanos y mineros corrían a cargo del tío Ignacio y de mi padre.
Antes de cantar, el tío Aurelio se atusaba largamente los grandes bigotes negros y luego apoyaba un codo en la tapa del piano vertical, con cuidado de no derribar nada de cuanto allí había: retratos en caballetes metálicos, frágiles floreros, abanicos desplegados y bibelotes de bisutería barata, regalos de «las posadas». La tía Carmen, que le hacía el dúo, era la versión femenina de su hermano. No se parecía nada a mi madre, toda sencillez y dulzura, y nadie la hubiera tomado por mexicana. Su arrogancia y acento eran españoles, éste adquirido en el colegio para señoritas distinguidas de Chamartín de la Rosa, donde estuvo después de estudiar en Inglaterra. Nadie se pintaba entonces, pero sus facciones grandes, hermosas, casi varoniles –ojos bellísimos, nariz valiente–, estaban recubiertas de una capa de polvos de arroz tan densa que les daba rigidez estatuaria. En los retratos de aquel tiempo aparece siempre con peinados más atrevidos que los de mi madre, y con mangas más ajamonadas y polisones más ampulosos. Al cantar surgía de su garganta, comprimida por un cuello de encaje con ballenas, una voz pastosa de contralto. Y en el dúo de La Revoltosa, cada uno a un lado del piano, los dos hermanos se miraban fieramente por encima de mi madre. Sobre todo al llegar a «¡chulapoo!», «¡chulapaa!», cuando quedaban un rato inmóviles y con la boca abierta, para prolongar las últimas vocales.
Tal era la vitalidad de la tía Carmen, que yo a veces la miraba absorto ...