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Aristocracia y servidumbre
Dentro de esta sociedad [de trabajadores], que es igualitaria […] no quedan clases, ninguna aristocracia de naturaleza política o espiritual a partir de la que pudiera iniciarse de nuevo una restauración de las otras capacidades del hombre.
Hannah Arendt, La condición humana.
La distinción entre hombre y animal se observa en la propia especie humana: solo los mejores (aristoi), quienes constantemente se demuestran ser los mejores […] y «prefieren la fama inmortal a las cosas mortales», son verdaderamente humanos […].
Ibidem.
Los placeres de la felicidad pública y las responsabilidades de los asuntos sociales pasarían entonces a formar parte de las atribuciones de los raros individuos de toda clase y condición que se sienten atraídos por la libertad pública y no alcanzan a ser «felices» sin ellas. Desde el punto de vista político, ellos son los mejores […]. Sin duda, esa forma «aristocrática» de gobierno significaría el fin del sufragio universal tal y como hoy lo entendemos […].
Hannah Arendt, Sobre la revolución.
A fin de cuentas, es posible que la teoría política de los antiguos no se equivocara al afirmar que la economía, vinculada como está a las necesidades de la vida, exigía, para funcionar adecuadamente, el predominio de los amos.
Hannah Arendt, Reflexiones sobre la revolución húngara.
43. La condición humana como obra heideggeriana
Hannah Arendt publica La condición humana en 1958. Redacta asimismo una versión alemana que envía a Martin Heidegger en el momento de su aparición, en el otoño de 1960, junto con una breve carta. Arendt y Heidegger llevaban sin escribirse desde 1954, exceptuando el efímero intercambio de misivas ocurrido a finales del año 1959. Una vez más, es Arendt quien da el primer paso. Había dirigido sus mejores deseos a Heidegger, probablemente desde Basilea, ciudad a la que había acudido para hacer una visita a Jaspers, y el autor de El ser y el tiempo le había hecho llegar, en agradecimiento, dos obras dedicadas –Serenidad y De camino al habla–, acompañadas de una breve nota (fechada el 17 de diciembre). En ese apunte se precisaba, muy escuetamente, lo siguiente: «No te he escrito a Basilea por propia decisión». Es muy probable que esa sequedad de Heidegger fuera expresión del distanciamiento que deseaba mantener respecto a Jaspers, quien, tras la guerra, había tomado la decisión de abandonar Alemania para instalarse en la ciudad de Basilea, en cuya universidad continuó con su actividad docente.
Un año después, cuando Arendt envía a Heidegger la versión alemana de su nuevo libro, lo que expresa es una mezcla de reconocimiento y amargura:
He solicitado a la editorial que te haga llegar un libro mío […]. Verás que la obra no contiene ninguna dedicatoria. Si las cosas hubieran discurrido entre nosotros como debiera –y al decir entre nosotros no me refiero ni a ti ni a mí–, te habría pedido permiso para dedicártelo; su concepción se remonta a los primeros días de mi estancia en Friburgo, y por así decirlo te lo debe prácticamente todo en todos los sentidos. Sin embargo, en vista de la situación, me ha parecido que no era posible hacerlo; de un modo u otro, me parecía importante poder al menos comentártelo.
Tras esta carta de Arendt, su corresponsal mantendrá un largo silencio, prolongado durante cerca de cinco años. En esta nota, la misma Arendt da fe simultáneamente del alcance de su deuda intelectual y de que su relación ha llegado a un punto tan difícil, al haber quedado casi interrumpida, que el solo hecho de expresar públicamente todo cuanto debe a Heidegger se revela imposible. Son varios los comentaristas que han supuesto que Arendt comete aquí un lapsus y que aducen que en lugar de hablar de Friburgo debería haber dicho Marburgo. Y es que, en efecto, el recuerdo que Arendt tiene de Heidegger parece remontarse al curso del semestre de invierno de 1924-1925 sobre el Sofista, en el que se analizaba fundamentalmente el valor respectivo de la acción política y la contemplación en Aristóteles y Platón. Pero hemos de señalar, no obstante, que su carta no evoca el principio de la influencia que las enseñanzas de Heidegger habrán de ejercer sobre su propio pensamiento, sino el momento en el que concibió esta nueva obra. Ahora bien, el proyecto inicial del que salió el libro, a saber, una crítica de Marx, solo pudo idearse a comienzos del año 1950, ya que es entonces, terminada la redacción de Los orígenes del totalitarismo, cuando Arendt empieza a proyectar una continuación. Ese año Arendt se presenta en dos ocasiones en Friburgo: primero en febrero, momento en el que se produce el reencuentro con Heidegger, y una segunda vez, con motivo de una estancia más prolongada para volver a ver a su maestro, en marzo. Y en mayo del año siguiente regresará por tercera vez. Por consiguiente, al aludir a los primerísimos momentos de su estancia en Friburgo –y asumiendo que no incurra aquí en ningún lapsus–, la autora estaría refiriéndose a los primeros cambios de impresiones de febrero de 1950. El hecho de entender Marburgo en lugar de Friburgo puede encontrar justificación intelectual en un intérprete que desee hacer hincapié en la relación de Arendt y Heidegger con Aristóteles y Platón. Con todo, la génesis de La condición humana no guarda ninguna relación prioritaria con la voluntad de reinterpretar la filosofía griega, por mucho que las referencias insistan notablemente en la antigua polis, sino más bien, como ya he recordado yo mismo –y como la propia Arendt indicará en el arranque del tercer capítulo de su nuevo libro–, con un planteamiento de crítica a Marx. Y es que, en efecto, nos encontramos aquí en el preciso instante en el que la autora propone a la Fundación Guggenheim un proyecto de investigación sobre «Los elementos totalitarios en el marxismo», que no llevará a término.
Parece además poco probable que la concepción de La condición humana se remonte a 1924, fecha en que la temática arendtiana de la acción, en tanto que realidad distinta del efecto, se encuentra todavía en una fase muy próxima a las indicaciones con las que arranca, en 1947, la Carta sobre el humanismo. Se trata, en efecto, de un texto próximo en su contenido, pero no estará de más añadir que no era en modo alguno idéntico. Arendt comparte con Heidegger la convicción de que la esencia de la acción todavía no ha sido objeto de una reflexión suficientemente determinante. El hecho de que sea preciso distinguir la acción del efecto (Wirkung), cuya realidad se valora en función de la utilidad que muestre, también es una tesis que Arendt toma de Heidegger. Dicha tesis contiene en forma germinal la distinción entre acción y obra –debido entre otras cosas a que «efecto» (Wirkung) y «obra» (Werk) son palabras que en alemán comparten una misma raíz–. No obstante, la continuación de los planteamientos de Heidegger parece menos clara si la contemplamos desde el punto de vista de la distinción de Arendt. Y es que Heidegger añade que «la esencia del actuar es el realizar», definiendo este «realizar» en función del hecho de que algo despliegue la plenitud de su esencia, de que opere como un producere. Aunque no conciba ese producere en el sentido habitual y como la producción de un efecto, su afirmación conlleva el riesgo, desde el punto de vista en el que se sitúa Arendt, de una confusión entre actuar y producir.
Resulta en este sentido significativo encontrar una nota marginal concreta en el ejemplar de la Carta sobre el humanismo propiedad de Arendt –en la edición que publica la editorial bernesa Francke–. La autora subraya en efecto la siguiente frase: «la esencia del actuar es el realizar», y observa al margen: «se trata de la esencia del fabricar. El actuar jamás puede realizarse, no produce nada». A su juicio, las afirmaciones de Heidegger llevan por tanto aparejado el riesgo de una confusión entre el actuar (Handeln) y el fabricar (Herstellen). No obstante, esta crítica resulta discutible –tanto que Heidegger utiliza, como ya hemos señalado, el verbo producere en un sentido alejado del sentido latino habitual–. Y el realizar (Vollbringen) heideggeriano se distingue claramente del fabricar (Herstellen).
Siendo cierto que Arendt conserva, tanto en sentido literal como figurado, un cierto margen de maniobra crítico respecto a Heidegger, no lo es menos que también reconoce que su nuevo libro le debe, en el fondo, la totalidad de su contenido. Es por consiguiente legítimo considerar que La condición humana, con su sobrevaloración de la «acción», es una respuesta a la proposición heideggeriana que ya hemos evocado y con la que se abre la Carta sobre el humanismo: «consideramos la esencia de la acción de un modo que no es, con mucho, suficientemente decisivo».
A su vez, esta afirmación de Heidegger solo se comprende bien si vemos que se hace eco de la crítica que Sartre había expresado en 1943, al final del capítulo que El ser y la nada consagra al Mitsein –ese «ser con», según la traducción literal de Sartre, o ese «ser en común», si se prefiere–, en el que se asume un «existenciario» de El ser y el tiempo. Y ello porque, en efecto, Sartre reprochaba a Heidegger «la insuficiencia de sus descripciones hermenéuticas». No basta con dar prioridad a lo que determina «estáticamente la configuración de un mundo». Sartre critica el hecho de que se silencie la «perpetua posibilidad de actuar, es decir, de modificar el en-sí en su materialidad óntica, en su “carne”». Y prosigue en estos términos:
¿Qué es actuar? ¿Por qué actúa el para-sí? ¿Cómo puede actuar? Estas son las preguntas a las que hemos de responder ahora.
Estas interrogantes de Sartre lograron arraigar en las mentalidades...