Petersburgo
eBook - ePub

Petersburgo

  1. 720 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

La acción de Petersburgo transcurre durante el último día de septiembre y varios días grises de octubre de 1905, entre mítines, huelgas, manifestaciones y proclamas obreras. Con el trasfondo de la primera revolución rusa, Biely escribió un relato maestro que, articulado en torno a temas como el zarismo caduco, el terrorismo y el conflicto padre-hijo, tiene a la ciudad de San Petersburgo como gran protagonista. Considerada una de las cumbres de la prosa rusa del siglo XX, la presente edición recoge la versión original publicada por la editorial Sirín en 1913-1914, fiel reflejo del innovador espíritu literario que impregnaba a su autor en el momento de su concepción y que emparenta su línea narrativa con obras como el "Ulises" de Joyce.

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Información

Año
2009
ISBN de la versión impresa
9788446027652
ISBN del libro electrónico
9788446037552
Capítulo sexto
en donde se narran los sucesos
de un día gris.
Por todas partes, el Jinete de Bronce
cabalgaba tras él con su galope pesado.
A. Pushkin
Retomó el hilo de su existencia
Era una deslucida mañana petersburguesa. Ideal para volver con Aleksánder Ivánovich. Aleksánder Ivánovich se despertó; Aleksánder Ivánovich entreabrió sus ojos, pegajosos de sueño: en su subconsciente desfilaron los acontecimientos del día anterior; sus nervios se desquiciaron: para él, la noche era un acontecimiento de dimensiones gigantescas.
Aquel estado intermedio entre el sueño y la vigilia lo despedía hacia otro lugar y, en este caso concreto, parecía despeñarlo por la ventana de un quinto piso. Estas sensaciones abrían en su mundo una brecha inadmisible, por la que él echaba a volar, a galopar por un mundo vertiginoso, donde sería poco decir que era atacado por unos entes parecidos a las Furias: de hecho, el mismo tejido que trenzaba ese mundo era un tejido furioso.
Aleksánder Ivánovich sólo lograba domeñar ese mundo en la antesala del amanecer y, entonces, su estado era de dicha total; pero el despertar lo destronaba impetuosamente de su pedestal: por esa razón, al despuntar el día siempre se quejaba, sentía todo el cuerpo lastimado, gemía.
Lo primero que sintió al despertar fue un escalofrío brutal, que le estremecía todo el cuerpo. Había pasado toda la noche moviéndose de un lado para otro: naturalmente, había algo que lo intranquilizaba… ¿Pero qué exactamente?
Toda la noche se le había ido en una huida delirante por avenidas llenas de niebla o subiendo y bajando los escalones de una misteriosa escalera. Aunque quizá habría que decir, para ser más exactos, que era la fiebre la que corría: y por sus venas. La memoria trataba de decirle algo, pero los recuerdos se desvanecían, sin que él pudiera enlazarlos en su cabeza.
Sí, era la fiebre.
Verdaderamente asustado (Aleksánder Ivánovich, en su soledad, le temía a las enfermedades), pensó que quizá no le vendría mal quedarse en casa.
Y ese pensamiento le bastó para que comenzara a olvidarse de sus dolencias. Y mientras se olvidaba, pensaba:
—Quizá debería tomar quinina…
Y se durmió.
Y, al despertarse otra vez, añadió:
—Sí, y un té bien fuerte…
Y pensando de nuevo, añadió:
—Con mermelada de frambuesa.
Pensó que durante los días precedentes se había conducido con una ligereza impermisible, dada su situación. Una ligereza que le parecía tanto más vergonzosa, cuanto que se avecinaban jornadas duras y decisivas.
Se le escapó un suspiro:
—Y además debería… abstenerme por completo… de beber vodka… De leer la «Revelación de San Juan Evangelista»… De bajar a la casa del portero e irme de la lengua con Stiopka…
Estos pensamientos sobre el té con frambuesa, el vodka, Stiopka o la Revelación de San Juan lo tranquilizaron en un principio, ayudándolo a desdramatizar los acontecimientos del día anterior.
Pero después de lavarse la cara en el grifo, ayudado por el agua helada y la visión de la suciedad que impregnaba la jabonera y la miserable veta de jabón que le quedaba, sintió otro ataque de absurdidad.
Paseó la mirada por su habitación de doce rublos (una buhardilla).
¡Qué morada tan indigente!
La joya de la corona de su miserable cuartucho era el lecho, formado por cuatro tablas agrietadas, montadas de cualquier manera sobre caballetes de madera. En la agrietada superficie de estos caballetes se divisaban perfectamente una repulsivas manchas resecas de un color rojo oscuro, manchas que, con toda seguridad, serían obra de los piojos, contra los que Aleksánder Ivánovich luchaba denodadamente desde hacía meses con ayuda de los polvos pérsicos.
Sobre los caballetes descansaba un fino colchón relleno con líber de tilo. Sobre la única y sucia sábana que yacía sobre el colchón, la mano de Aleksánder Ivánovich había colocado con sumo cuidado una manta de punto, que a duras penas se podría calificar de «a rayas», pues los mezquinos trazos que, en tiempos pasados, habrían sido unas rayas de color rojo y azul claro, habían sido desdibujados ahora por una invasión de tonos grises, producto, a juzgar por las apariencias, no tanto de la suciedad, como del uso continuo y prolongado de la manta durante lustros. Era evidente que a Aleksánder Ivánivoch le costaba desprenderse de aquella frazada, un regalo de alguien que lo quería (tal vez su madre), quizá porque carecía de medios para sustituirla (la manta había ido con él incluso a la región de Yakutia[1]).
Además del lecho…
Ah, pero antes hay que decir que, sobre la cama, colgaba una pequeña imagen de Serafín Saróvski, el santo que estuvo orando mil noches encima de una piedra en medio del bosque, todo rodeado de pinos (hay que añadir que Aleksánder Ivánovich también llevaba debajo de la camisa una pequeña cruz de plata, que colgaba de su cuello).
Además del lecho, había una pequeña mesa, bien cepillada y carente de todo ornamento: una mesa idéntica a esas que suelen utilizarse en las modestas casas de campo para colocar la palangana y los útiles de aseo y que se pueden comprar fácilmente en cualquier mercado dominguero. En el habitáculo de Aleksánder Ivánovich una mesa así servía al mismo tiempo de mesita de noche y de escritorio, porque lo que era la palangana, brillaba por su ausencia: Aleksánder Ivánovich, a la hora de su aseo personal, solía utilizar el grifo de la cañería, una concha para rociarse el agua y una lata de sardinas, conteniendo las limaduras del jabón de Kazán que usaba para lavarse y que flotaban sobre sus propias mucosidades. Había también una percha: con unos pantalones colgando. Por debajo de la cama asomaban las punteras agujereadas de unas zapatillas caseras con las suelas completamente desgastadas (en cierta ocasión, Aleksánder Ivánovich soñó que una de sus zapatillas era un ser vivo: un animal doméstico, como un perro o un gato de esos, que corretea libremente por cualquier habitación y se roza contra las esquinas. Una vez que Aleksánder Ivánovich trató de alimentarlo dándole gachas de harina por la boca, aquella traviesa criatura le mordió el dedo con el agujero que tenía en la puntera. Ese fue el momento en que nuestro hombre se despertó).
Había también una maleta marrón, que hacía tiempo había perdido su forma inicial y que guardaba unos objetos de lo más horribles y variados.
Todo el mobiliario de la habitación, dicho sea con permiso, retrocedía a un segundo plano en contraposición con el color del papel que cubría las paredes, un color insolente y desagradable, en un tono indeterminado entre el amarillo y el marrón oscuro, del que descollaban unos enormes manchones de humedad: al caer el sol, ora por una de esas manchas, ora por otra, se arrastraba alguna cochinilla. Todo el mobiliario de la habitación estaba envuelto por varias capas de humo de tabaco. Para transformar la descolorida atmósfera inicial de aquella habitación en la azul pardo oscura del humo de ahora, era necesario fumar como mínimo durante doce horas seguidas.
Aleksánder Ivánovich Dudkin paseó la mirada por su habitáculo y, de nuevo (como le ocurría tantas veces), sintió una ganas terribles de abandonar aquella habitación irrespirable: unas ganas terribles de salir a la calle, a aquella sucia niebla, para adherirse, pegarse, juntar sus hombros y su espalda con los de aquellos otros rostros verdosos, que recorrían las avenidas petersburguenses y fundirse él también en aquel enorme rostro, en aquel compacto pectoral colectivo.
A la ventana de su habitación se adherían los enjambres verdosos de las nieblas de octubre: y Aleksánder Ivánovich Dudkin sintió entonces el irreprimible deseo de que aquella niebla le atravesara también a él, que atravesara sus pensamientos para ahogar aquel parloteo estúpido que traqueteaba en su cerebro y apagar las llamaradas de sus delirios, que surgían como bolas de fuego (que luego explotaban); de ahogarlos y apaga...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Prólogo
  5. Capítulo primero
  6. Capítulo segundo
  7. Capítulo tercero
  8. Capítulo cuarto
  9. Capítulo quinto
  10. Capítulo sexto
  11. Capítulo séptimo
  12. Capítulo octavo
  13. Otros títulos