IX. EL PROGRAMA PENAL DE LA CONSTITUCIÓN Y SU DESARROLLO REGRESIVO EN EL CÓDIGO PENAL VIGENTE
María Acale Sánchez
Catedrática de Derecho penal
Universidad de Cádiz
1. La Constitución como excusa del cambio de Código penal
Nada más aprobarse la Constitución de 1978, la doctrina penalista puso de relieve la necesidad de un nuevo Código penal, en el que, además de otorgarse protección a los entonces recién nacidos derechos y libertades constitucionalizados, se prestara atención también al conjunto de principios fundamentadores del ordenamiento jurídico y a los límites encargados de encorsetarlo. Hicieron falta algunos años y la elaboración en sede ministerial de varias propuestas (la primera que inauguró la saga fue la contenida en el Proyecto de Ley Orgánica de Código Penal de 1980, de cuya fecha se pone de manifiesto que los trabajos preparatorios del mismo comenzaron en 1978) para que finalmente un Parlamento con mayoría absoluta del PSOE tuviera tiempo de presentar, tramitar y aprobar la LO 10/1995, de 23 de noviembre, que dio lugar al nacimiento del Código penal de la democracia.
En efecto, la propia Exposición de Motivos comienza afirmando que el nacimiento de ese nuevo Código penal obedecía a la imperiosa necesidad de adaptar el arsenal punitivo existente entonces a «los valores constitucionales», al amparo de las «modificaciones de orden social, económico y político», pues, a pesar de las reformas parciales que el texto refundido del Código penal heredado del franquismo de 1973 había sufrido, lo cierto era que el Estado social y democrático de derecho diseñado por la Constitución exigía un Código de nueva planta, que asumiera en sus propios mimbres los valores, principios y, en esencia, el modelo político –criminal– subyacentes a aquella. Desde este marco se dejaba sentado el carácter dialéctico con el que el legislador afrontaba la tarea de elaboración del Código penal constitucional en la medida en que se enfrentaba a «la antinomia existente entre el principio de intervención mínima y las crecientes necesidades de tutela en una sociedad cada vez más compleja, dando prudente acogida a nuevas formas de delincuencia, pero eliminando, a la vez, figuras delictivas que han perdido su razón de ser». Tras la lectura de estas bellas palabras se presentaba la voluntad del legislador de eliminar de nuestro ordenamiento jurídico los restos de un Derecho penal autoritario, adaptándose al mismo tiempo a la ya estabilizada Constitución de 1978.
Dos son los ejes principales sobre los cuales giraba –y gira– la Exposición de Motivos del entonces nuevo Código penal: por un lado, el principio de lesividad exigía –y exige– que la ley penal se adapte al conjunto de bienes jurídicos que más o menos expresamente encuentran cobijo en el texto constitucional; por otro, el de necesidad de pena, que quedaba así convertida en la ultima ratio del Derecho sancionatorio. De esta forma, cumplía el legislador penal con su obligación de adaptar el «sistema» a «los objetivos que la Constitución le asigna» (Vives Antón, 2005).
Así, en la primera línea, el Código penal de 1995 introdujo delitos como los de discriminación laboral, contra el medio ambiente, el urbanismo y la ordenación del territorio, o las manipulaciones genéticas, al tiempo que derogaba otras figuras delictivas que carecían de bien jurídico por estar rígidamente formalizadas (como la expedición de medicamentos sin prescripción facultativa) o desenmascaradas por la propia mayoría de edad de la ciudadanía (como la moral sexual). Se tendía, pues, a alcanzar la imbricación de los principios de lesividad y de ofensividad.
Si se presta atención al segundo de los ejes citados, puede decirse que «sistema de penas» es algo mucho más amplio que mero «catálogo de penas». Por tal puede entenderse el conjunto de mecanismos en virtud del cual, en el marco de la Constitución de 1978, el Código penal adecuaba el arsenal punitivo a aquel momento histórico, en el que la pena de prisión necesariamente debía empezar a ceder su papel protagonista del arsenal punitivo a otras penas. De ahí la importancia que adquirieron entonces los nuevos arrestos de fin de semana o los trabajos en beneficio de la comunidad, así como los mecanismos de suspensión y sustitución de penas. Se reconocía así que, en aquel momento y en aquellas condiciones, difícilmente la pena privativa de libertad podía cumplir más que el fin de retención y custodia de detenidos, penados y presos a los que, como fines secundarios de la pena privativa de libertad, hace referencia el art. 1 de la LO 1/1979, General Penitenciaria. Todo ello en detrimento de la reeducación y reinserción social que, según aquel, son el fin principal al que han de estar dirigidos los esfuerzos de las instituciones penitenciarias, así como la única finalidad de las penas privativas de libertad y de las medidas de seguridad a la que expresamente se refiere el art. 25 de la Constitución.
Soplaban aires de libertad, porque los vientos que empujaban el nacimiento de ese nuevo Código penal eran vientos democráticos que alejaban el Código penal de la democracia del Código penal franquista. La lógica de ese Código penal mínimo debía haber determinado que, paulatinamente, siguieran destipificándose viejas conductas e incluyéndose otras nuevas encaminadas a proteger nuevas necesidades de tutela, no a otros motivos, y que siguiera minimizándose el catálogo de consecuencias jurídicas, buscando alternativas a la privación de libertad. Esto, sin embargo, no ha sido así.
2. Las reformas sucesivas del Código penal de 1995
Lo cierto es que, recién aprobado el Código, pronto comenzó a ser reformado a través de una pluralidad de leyes orgánicas que venían a presentar en sus respectivas exposiciones de motivos (con la excepción de la LO 1/2015, que, como se verá posteriormente, carece de Exposición de Motivos) las razones que forzaban la introducción dentro del ordenamiento jurídico español de esos cambios tan recientes en unos preceptos que en muchas ocasiones no había dado tiempo siquiera a que fuesen aplicados jurisprudencialmente, por lo que se desconocía hasta dónde podía haber llegado la implementación de su letra. Sin entrar aún a analizar el texto de cada una de esas leyes, al comparar sus exposiciones de motivos saltan a relucir contradicciones, correcciones y, en definitiva, una progresiva reducción del ámbito de libertades inaugurado por la Constitución, centrándose de nuevo en los dos mismos ámbitos que dieron lugar al nacimiento en 1995 del Código penal: las conductas constitutivas de delito y el catálogo de consecuencias jurídicas.
La lectura conjunta de todas las reformas que ha sufrido el Código penal, pasado el tiempo, pone de manifiesto que, más que prevenir la comisión de delitos, han provocado como consecuencia un claro endurecimiento de la respuesta punitiva, alejándose del principio de intervención mínima que, a la luz de nuestra Constitución, inspiró el nacimiento en 1995 del Código. Este efecto se ha logrado no sólo mediante la tipificación de conductas que hasta entonces no eran constitutivas de delito, sino también mediante el recurso más frecuente a la cada vez más aflictiva pena de prisión, en tanto en cuanto se ha procedido a desmantelar institutos puramente resocializadores, como el tercer grado o la libertad condicional, sobrepasando ampliamente el mandato constitucional establecido en el art. 25 de la Constitución de orientar las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad hacia la reinserción social. Ello ha provocado como corolario la «hipertrofia del sistema penal» (De Gregori, 2006), convirtiéndolo en uno en el que aparecen, como las dos caras de la misma moneda, por un lado, el endurecimiento del castigo y, por otro, la eliminación de las garantías de los ciudadanos frente a las injerencias del poder estatal.
En efecto, aquel espíritu dialéctico que alumbró el nacimiento del nuevo Código penal en 1995, con el paso del tiempo y con el efecto de las 25 leyes orgánicas de reforma del Código que han visto la luz desde 1995, parece haberse invertido o haberse tornado más conservador, en la medida en que, casi 20 años después, aquel Código penal constitucional se ha convertido en un Código penal de la seguridad, más intervencionista y más sancionador, que reforma tras reforma ha venido a incorporar más delitos que se castigan con un paquete penológico más incisivo. En cada una de esas reformas, aquel Código penal de la democracia ha ido perdiendo parte de su idiosincrasia, al punto de aparecer hoy completamente irreconocible (Acale Sánchez, 2010).
De todas esas leyes penales posteriores al Código penal de 1995, las «despenalizadoras» han sido las menos. Así, las primeras leyes de reforma del Código que vinieron progresivamente a reducir las penas y a eliminar a posteriori los delitos relativos al servicio militar y la prestación social sustitutoria de los arts. 527 y 604, fueron las LLOO 7/1998, de 5 de octubre, y la 3/2002, de 22 de mayo, porque se trataba de delitos que, una vez profesionalizado el Ejército español, habían perdido su razón de ser; en segundo lugar, la LO 2/2005, de 22 de junio, de modificación del Código penal, derogó los arts. 506 bis, 521 bis y 576 bis, que habían sido introducidos en el Código por la LO 20/2003, de 23 de diciembre, con la expresa finalidad de castigar la convocatoria de un referéndum interesado en aquel momento por el presidente de la Comunidad Autónoma del País Vasco. Y finalmente, la LO 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que vino a derogar el viejo art. 417 bis del Código penal de 1973 que quedó en vigor tras la entrada del Código penal de 1995, porque, según su Exposición de Motivos, se optó por relegar toda la regulación del aborto no punible a una ley especial y, mientras se aprobara, quedaría en vigor ese artículo único del Código penal derogado (LO 2/2010, de 3 de marzo); aprobada la ley de plazos, carecía de sentido en el Código penal la existencia de un artículo en el que se regulaban las «indicaciones».
Por las materias a las que se han referido estas leyes despenalizadoras –delitos relativos al servicio militar y la prestación social sustitutoria, delitos de convocatoria de consultas ilegales y aborto permitido–, se comprende que han sido reformas penales «excepcionales», marcadas por decisiones políticas en las que lo penal se había convertido en un refuerzo de una legislación más amplia y no meramente sancionadora (desde el punto de vista penal). Por eso, si dejamos al margen estas tres reformas, la tendencia legisferante generalizada en nuestro país ha sido la de agravar las penas y la de incorporar nuevas figuras delictivas, lo que en definitiva no calza con aquella Exposición de Motivos del Código de 1995 cuando se invocaba el principio de intervención mínima para justificar el contenido de un Código que entonces sí adoptó decisiones de política criminal de la mano de la Constitución. La lógica de ese Código penal mínimo debía haber determinado que con el tiempo salieran del mismo más conductas y que las nuevas que fueran tipificadas debían serlo porque obedecen a nuevas necesidades de tutela, no a otros motivos. Pero la lógica penal no se compadece con la lógica electoral que ha movido a nuestros legisladores en materia penal durante los últimos años.
La ductilidad del principio examinado se pone de relieve cuando se constata que también ha recurrido a él la LO 1/2015 para justificar algunas de las reformas que ha llevado a cabo. Así, se afirma que «la reducción del número de faltas –delitos leves en la nueva regulación que se introduce– viene orientada por el principio de intervención mínima, y debe facilitar una disminución relevante del número de asuntos menores que, en gran parte, pueden encontrar respuesta a través del sistema de sanciones administrativas y civiles». Sin embargo, cuando se adentra en la reforma operada, se aprecia que la vía de la «supuesta» eliminación de las faltas, en realidad, ha sido una forma de endurecer la respuesta penal, en la medida en que, en vez de haber pasado en bloque a convertirse en infracciones no penales, la mayor parte de ellas hoy tienen la consideración de delito leve.
Fundamentar semejantes reformas en el principio de intervención mínima, al tiempo que se maximiza el papel de la víctima en el Código penal, o se admiten nuevos bienes jurídicos tan «desnatados» que difícilmente soportan el examen crítico de los principios de ofensividad y lesividad, o se amplían los medios para controlar una peligrosidad criminal que pone su objetivo en el futuro a través de medios que controlan al penado con posterioridad a la prisión (libertad vigilada, banco de muestras de ADN ad cautelam), deja al descubierto que, en muchas ocasiones, el legislador recurre a este principio sin fundamento alguno, sin saber lo que está diciendo o, si lo sabe, por pura hipocresía que no puede más que producir una política criminal artificial.
Las sutilezas y coincidencias acabadas de constatar permiten extraer una conclusión incontrovertida: a pesar de que el Código penal es una ley política, en muchas ocasiones nuestros legisladores no hacen política criminal, sino que hacen política con la «idea» o el «concepto» de la política criminal. Por eso, el principio de intervención mínima no puede ser sólo un principio limitador del ius puniendi del Estado. Debe ser simultáneamente un principio orientador de la intervención estatal en materia penal.
En este sentido, cuando se analizan las reformas que se han llevado a cabo del Código penal, se pone de manifiesto que el principio de intervención mínima pierde toda su fuerza desde el momento en que simultáneamente sirve para sacar del Código conductas que han perdido su razón de ser, y convive con la incriminación de otras nuevas que no afectan a bien jurídico alguno y con la inclusión de penas máximas que no se compadecen con aquel prontuario normativo que hacían del delito y de la pena la ultima ratio, porque, de otra forma, ¿cómo es posible mantener con coherencia el principio de mínima intervención con el máximo castigo?
3. El resultado de las reformas
La última de las leyes de reforma es la LO 1/2015, que sin ambages puede ser considerada la más reaccionaria de todas las que han venido a modificar el Código penal de la democracia. No es baladí el hecho de que con ella se transite ya con seguridad por la senda abierta por la LO 7/2012, de 27 de diciembre, por la que se modifica la LO 10/1995, de 23 de noviembre, del Código penal en materia de transparencia y lucha contra el fraude fiscal y en la Seguridad Social, en la que se decidió sustitui...