Historia de Chile, 1808-2017
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Historia de Chile, 1808-2017

William Sater, Simon Collier

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Historia de Chile, 1808-2017

William Sater, Simon Collier

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Una obra actualizada indispensable para conocer un país que ha influido sorprendentemente en el devenir de la historia mundial.Historia de Chile narra la evolución política, social y económica desde la independencia del país hasta nuestros días a partir de una exhaustiva documentación y búsqueda de fuentes. Los autores exploran la vigencia de la economía agrícola chilena, durante la cual aparecieron las grandes propiedades; el auge del cultivo del trigo y la minería del siglo xix; el desarrollo de la explotación de las minas de nitrato y su posterior sustitución por la minería del cobre y la diversificación de la base económica de la nación. Este volumen también traza el desarrollo político de Chile desde la oligarquía a la democracia, pasando por la elección de Salvador Allende, su derrocamiento por la dictadura militar de Pinochet y el regreso de gobiernos elegidos democráticamente. Además, examina la historia social e intelectual de Chile: el proceso de urbanización, la difusión de la educación y la salud pública, la disminución de la pobreza, la creación de una rica tradición intelectual y literaria, las experiencias de las clases medias y bajas y el desarrollo de la peliculiar cultura chilena. Una obra revisada y puesta al día indispensable para el conocimiento de un país cuya trayectoria política y económica han influido de manera sorprendente en el devenir de la historia mundial.

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Información

Año
2019
ISBN
9788446047360
1
Las bases coloniales, 1540-1810
El reino de Chile, sin contradicción el más fértil de la América
y el más adecuado para la humana felicidad,
es el más miserable de los dominios españoles.
Manuel de Salas, 1796.
«Esta tierra es tal que, para poder vivir en ella y perpetuarse, no la hay mejor en el mundo», escribió Pedro de Valdivia, el conquistador español que en 1540 abrió el camino para la colonización europea de Chile[1]. Es fácil entender que Valdivia y sus hombres, tras haber marchado desde el Perú hacia el sur atravesando un desierto interminable, se hayan solazado en el verde paisaje chileno. Sin embargo, los colonizadores tuvieron que pagar un alto precio para disfrutar de ese panorama: el aislamiento del resto del mundo, especialmente durante los dos primeros siglos y medio, periodo en que se asentaron las profundas bases de la cultura y el carácter nacional del Chile moderno. En efecto, la clave para comprender las características específicas de Chile se encuentra precisamente en su prolongado aislamiento (posteriormente paliado en la segunda mitad del siglo XIX por la llegada de los barcos de vapor y más tarde por los aviones de las líneas aéreas comerciales en la segunda mitad de siglo XX).
Exceptuando Filipinas, Chile era la más remota de las posesiones españolas. Cuando, en marzo de 1796, una flotilla hizo su entrada en la bahía de Talcahuano, al sur de Chile, tras un viaje de 95 días desde Cádiz, se consideró que esta travesía había sido excepcionalmente rápida. Antes de que se empezara a usar la ruta del cabo de Hornos, en la década de 1740, el viaje era mucho más largo (vía Panamá o Buenos Aires). Por otra parte, el aislamiento de Chile no era sólo cuestión de distancia desde la metrópoli imperial. Incluso dentro de América del Sur, la «larga y angosta faja de tierra» estaba aislada: separada del Virreinato del Perú al norte por cientos de kilómetros de inhóspito desierto, y de las pampas del río de la Plata al este por la imponente cordillera de los Andes; al oeste, el más vasto de los océanos del mundo representaba una temible extensión que no debía ser navegada intrépidamente, sino circundada con prudencia, aunque en 1574 el capitán de navío Juan Fernández, en un viaje desde Perú, se arriesgó más lejos de la costa y descubrió las islas que ahora llevan su nombre (a casi 700 kilómetros del litoral). Más tarde, Fernández descubrió cómo sacar partido de los sistemas de viento para reducir el tiempo de navegación entre Chile y Perú.
Al sur, no obstante, los hombres –y no la naturaleza– fijaron las fronteras de la nueva colonia española. A la larga, los invasores fueron repelidos por los habitantes indígenas, cuyas tierras habían venido a conquistar. Nunca se sabrá con certeza la población nativa de Chile en 1540: Rolando Mellafe la estima razonablemente entre 800.000 y 1.200.000 personas. Sin embargo, estos americanos nativos no conformaban una sola nación, aunque la mayoría compartiera un idioma común. En el Valle Central, más al norte, los picunches habían sido asimilados desde un comienzo por el gran Imperio inca del Perú, pero el dominio total de los incas se detenía en el río Maipó (pese a que lo ejercían, más tenuemente, al menos hasta el río Maule, a unos 250 kilómetros más al sur). Al sur del Maule, zona más densamente poblada, los mapuches y otros grupos habían repelido al ejército inca. Estos pueblos se encontraban en una etapa protoagrícola y convivían agrupados en comunidades bastante dispersas y poco organizadas, cuya unidad básica era la familia extendida. No estaban concentrados en pueblos, ni mucho menos en ciudades, y tampoco poseían los tesoros que habían despertado las ansias de riqueza fácil de los soldados de Cortés y de Pizarro en México y en Perú.
Los españoles designaron a los pueblos nativos del sur de Chile con el nombre de araucanos. Sus proezas militares (comenzaron a utilizar muy pronto el caballo y se convirtieron en excelentes soldados de caballería) fueron elogiadas por Alonso de Ercilla, el soldado-poeta, cuyo poema épico sobre la conquista, La Araucana (3 partes, 1569-1589), fue la primera obra literaria que atrajo la atención de Europa sobre Chile. Gracias al talento poético de Ercilla, Caupolicán y Lautaro, los dos jefes araucanos más destacados de la época, fueron recordados a través de los tiempos y conocidos mucho más allá de las fronteras chilenas. Aún en la actualidad, algunos niños chilenos reciben en el bautismo sus nombres y los de otros héroes araucanos, como Galvarino y Tucapel (a las chicas chilenas se las llamaba a veces Fresia, un nombre «araucano» inventado casi con seguridad por Ercilla). Dichos nombres son mucho más identificables hoy que los de los gobernadores españoles que dominaron Chile tras la muerte de Pedro de Valdivia a manos de los mapuches en diciembre de 1553.
La principal preocupación de los sucesores inmediatos de Valdivia fue la guerra, en una colonia no sólo desbordada numéricamente sino muy extensa. Iniciada en diciembre de 1598, la gran ofensiva araucana fijó los límites definitivos del Chile colonial, clausuró el paso a la irrigada mitad sur del Valle Central y obligó a los españoles a abandonar (en 1604) sus principales asentamientos, sus «siete ciudades» al sur del río Biobío. El último en evacuarse fue Osorno, en marzo de 1604. Desde entonces, el sinuoso curso del Biobío (un clásico río histórico, se podría decir) se convirtió en la Frontera estable, aunque a veces sangrienta, entre la Araucanía no conquistada e independiente y la colonia española más al norte. En efecto, la «indómita Araucanía» se constituyó en un territorio aparte (reconocido a regañadientes por España como tal), que perduró aun después de que concluyera el dominio español.
La colonia chilena nunca fue tan importante, en términos estratégicos o económicos, como para que el gobierno español considerara la posibilidad de una invasión a gran escala del territorio al otro lado de la región del Biobío. Desde comienzos del siglo XVII, un pequeño ejército permanente (algo bastante inusual para el Imperio español) quedó estacionado en el sur con el fin de patrullar la Frontera, repeliendo los ataques indígenas (malones) y organizando a su vez sus propias y provechosas incursiones en territorio indígena (malocas). Con el tiempo, Chile se ganó la reputación de ser «el Flandes del Nuevo Mundo...», como el cronista jesuita señaló en la década de 1640, «el palenque y estacada del más conocido valor en la América, así de parte del español en su conquista, como del araucano en su resistencia»[2]. Esta cita es algo hiperbólica. La intensidad de la guerra en la Frontera disminuyó durante el siglo XVII y aún más durante el siglo XVIII. Un comercio fronterizo estable se había desarrollado: los mapuches aportaban ganado, caballos y ponchos (entre otras cosas) a cambio de herramientas de metal, vino y diversos artículos manufacturados provenientes de Europa. Misioneros (jesuitas y más tarde franciscanos) intentaron ganarse los corazones y las mentes de los araucanos con gran persistencia pero poco éxito.
El desarrollo de la sociedad rural
Si bien los amerindios que habitaban al sur del Biobío conservaron su independencia, los del norte ocuparon un lugar estrictamente subordinado en la sociedad colonial. No sabemos cuántos consiguieron cruzar la frontera hacia la libertad. Los que se quedaron ocuparon su lugar en el desarrollo del modelo de sociedad colonial, un papel estrictamente subordinado. Los conquistadores, arrogantes y seguros de sí mismos, eran los defensores de un imperio que se acercaba rápidamente a su apogeo. Los conquistadores no tuvieron nunca ni la menor duda de que su ocupación les confería derechos sobre las tierras y los pueblos conquistados. Los lugartenientes de Valdivia y sus sucesores aspiraban a una forma de vida señorial. Su hispanidad les hacía preferir la vida urbana: de ahí los núcleos urbanos que formaban el patrón de la colonización española, como en todas partes en América, y la enorme importancia que dieron a la fundación de municipios, estableciéndolos con toda la ceremonia prescrita, instaurando los primeros cabildos (consejos municipales) y trazando el plano urbano en manzanas cuya propiedad luego se repartían entre ellos. Santiago, la capital de la nueva colonia chilena, fue fundada por Valdivia precisamente con todos estos elementos el día 12 de febrero de 1541, al extremo norte del Valle Central, en las entonces boscosas riberas del río Mapocho a los pies de una colina que los nativos llamaban Huelén y los conquistadores cerro Santa Lucía. Las otras dos ciudades principales de la colonia fueron fundadas poco después: La Serena (diciembre de 1543), a unos 480 kilómetros al norte, en el país semidesierto de lo que ahora conocemos como Norte Chico, y Concepción (marzo de 1550), al sur, en las costas de la bahía de Talcahuano, cerca de la Frontera.
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Mapa 2. Chile tardocolonial.
Para los conquistadores, tan urgente como la fundación de ciudades fue la movilización de la fuerza de trabajo amerindia. Al igual que todos sus congéneres, Valdivia asignó nativos a sus seguidores a través de lo que se conocería en todo el Imperio como «encomiendas»: cada encomendero (poseedor de una encomienda) debía, en teoría, civilizar y cristianizar a sus nativos, a cambio de lo cual (y esto no era en teoría) ellos debían pagarle un tributo o trabajar para él. En un comienzo, el trabajo consistió principalmente en lavar oro en los ríos. Durante el siglo XVI se lavaron (y más tarde se extrajeron en las minas) respetables cantidades de ese material precioso en Chile, pero muchos yacimientos se agotaron al poco tiempo (y otros se perdieron a partir de 1599) obligando a los colonos a recurrir a la agricultura y, especialmente, a la ganadería como principal fuente de sustento. Así se iniciaría uno de los procesos fundamentales en la historia chilena: la formación de grandes latifundios administrados por una elite terrateniente y explotados por una población rural semiservil, tema vital en el desarrollo de la cultura y del carácter nacional chilenos. Tal como Mario Góngora ha señalado con justa razón: «las configuraciones llamadas “coloniales” [...] son estructuras de base, que subyacen en todo el acontecer del periodo “nacional”»[3].
La tenencia de grandes predios no se estableció de un día para otro. Sus orígenes se encuentran, sin duda, en las concesiones de tierras (mercedes de tierras) otorgadas por Valdivia y sus sucesores. A los ojos del gobierno español, no existía conexión alguna entre una merced de tierra y las encomiendas, técnicamente una merced de personas. A los ojos de los conquistadores de Chile, es muy posible que esta distinción se haya perdido, ya que las encomiendas fueron incorporadas a los enormes latifundios señoriales. Nuestra imagen no es ni por asomo clara. Lo que sí está claro es que el efecto que tuvieron las encomiendas en la población nativa, tanto en Chile como en otras áreas del Imperio español, fue casi catastrófico. A ello se unieron las consecuencias de las enfermedades del Viejo Mundo (contra las cuales los nativos no tenían defensas innatas), que sí fueron totalmente catastróficas. Al norte de la Araucanía, la sociedad indígena se desintegró rápidamente. A finales del siglo XVI, la población de amerindios en Chile disminuyó rápidamente en el norte (y también, en la medida que conocemos, en el sur) del Biobío, probablemente alrededor del 80 por 100.
Un tercer factor que afectó al destino de los nativos en la colonia española fue el mestizaje, que dio origen al nuevo componente de la población: los mestizos. Dada la casi total ausencia de mujeres europeas en la primera etapa del periodo colonial, este fenómeno era ine­vitable. Algunos conquistadores se jactaban ciertamente de sus logros en este aspecto. El caso más pintoresco es el del mítico Francisco de Aguirre, el conquistador de Norte Chico (y una gran parte de lo que hoy es el noroeste de Argentina), que reconoció a unos 50 hijos. La Iglesia censuró a Aguirre por su hiperactiva conducta sexual y sus opiniones claramente heterodoxas. Una de las muchas tesis heréticas, de las que se le exigió que se retractase en una ceremonia en La Plata (actual Sucre, Bolivia) en abril de 1569, era que «el servicio que prestaba a Dios engendrando mestizos superaba con creces el pecado así cometido»[4]. Cualquiera que consulte hoy la guía telefónica de Norte Chico encontrará unos cuantos Aguirre.
En Chile, el mestizaje continuó durante varias generaciones, aunque sus efectos ya se percibían claramente mucho antes de finalizar la etapa colonial. A finales del siglo XVIII, pocas comunidades amerindias sobrevivían al norte del Biobío y aquellas que lo hacían ya no eran nativas al 100 por 100 en términos genéticos o culturales. El nuevo elemento mestizo, en continua expansión, se convirtió en el componente predominante de la población chilena, que en 1800 alcanzaba unas 700.000 personas. Los registros bautismales muestran que, en esa fecha, no sólo habían disminuido notoriamente los nombres amerindios, sino también que los mestizos se estaban haciendo pasar en gran medida (o los estaban haciendo pasar) por españoles. Aquí, en este remoto rincón de un Imperio español donde las castas tenían gran importancia, se desarrolló una población relativamente homogénea en la que sólo una vaga división étnica tenía importancia: la división entre la mayoría mestiza predominante (español-amerindio) y la clase alta más claramente europea formada por los criollos (americanos nacidos de españoles) y los peninsulares (españoles de España). La cultura de la clase alta era fundamentalmente española, mientras que la influencia indígena dejó su huella en los deportes populares, las supersticiones, el régimen alimentario y el vocabulario (todo lo cual contribuyó a formar el carácter nacional chileno).
La disminución en el número de nativos disponibles para las encomiendas dio origen, a su debido tiempo, a diversos métodos alternativos para movilizar la fuerza de trabajo. Uno de ellos fue la esclavitud de los mapuches capturados en la guerra de la Frontera (una práctica legal antes de que el rey Felipe III lo legalizara en 1608). Durante todo el siglo XVII se emplearon esclavos del sur (la práctica fue abolida, sobre el papel, en 1674). Las guarniciones de la Frontera veían la venta de los amerindios capturados como una gratificación por derecho propio. Los indios huarpe entregados como encomiendas en Cuyo (región transandina que formó parte de Chile hasta 1778) también fueron reclutados como mano de obra forzosa. La esclavitud africana, de la que dependía más el Imperio español en el lejano norte, no tuvo gran relevancia: la pobreza de la colonia impidió su desarrollo a gran escala. En el siglo XVIII, miles de esclavos atravesaron Chile en su camino de Buenos Aires a Perú, pero se quedaron relativamente pocos. En 1800, había entre 10.000 y 20.000 negros y mulatos en la colonia: unos 5.000 eran esclavos y muchos de ellos realizaban labores domésticas.
Durante el siglo XVII, la ganadería fue la base de la economía chilena, aunque el mercado para sus productos era muy limitado. Localmente, había que abastecer a las pequeñas guarniciones de la Frontera, sin olvidar los duros e hirsutos cab...

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