Escuela o barbarie
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Escuela o barbarie

Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda

  1. 432 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Escuela o barbarie

Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda

Descripción del libro

Desde hace décadas venimos asistiendo al bochornoso espectáculo de una sucesión de reformas educativas –llevadas a cabo por gobiernos de todos los colores– siempre fallidas, pero siempre funcionales a unos intereses espurios. Secundadas por un ejército de "expertos en educación" que sirven como propagandistas del Nuevo Orden Educativo, el mayor "logro" de estas reformas –con su corolario de antiintelectualismo, infantilización y "ludificación"– ha sido condenar al alumnado a la servidumbre laboral.El presente libro plantea una crítica radical del papel que en el terreno educativo está desempeñando el discurso de una pedagogía dominante cuyos sofismas –revestidos a menudo de una falsa apariencia progresista– conducen, muchas veces, a resultados extraordinariamente reaccionarios, y aspira a contribuir, desde el ámbito de la filosofía, a rearmar intelectualmente la educación frente al ataque neoliberal que acecha a la enseñanza pública.

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788446044024
Categoría
Filosofía
CAPÍTULO IV
El papel de las «ciencias de la educación» en la estafa educativa
El éxito económico del ajuste estructural depende de la posibilidad de su aplicación política.
Christian Morrisson
Cada mecanismo de poder establecido a lo largo de la Historia tiende a diseñar el sistema educativo (político) adecuado al tipo de ciudadanía que quiere producir[1].
José Sánchez Tortosa
LA RAZÓN DE SER DE LA ESCUELA PÚBLICA
La escuela pública tiene el cometido de formar a los futuros ciudadanos y futuros trabajadores conforme a las «necesidades sociales del momento». Actualmente, este es un planteamiento defendido por la izquierda, por la derecha, por los sindicatos y por la patronal. En general, parece haber un acuerdo tácito respecto de lo que es y debe hacer la escuela pública.
En primer lugar, debe disculparse históricamente por ser un «aparato ideológico del Estado»: por ser el lugar en el que, sean cuales sean las condiciones materiales bajo las que se enseña y se aprende, se va a reproducir la ideología dominante y los intereses corporativos hegemónicos. Este es el error más grave de la izquierda althusseriana y de la sociología francesa de Bourdieu y Passeron, entre otros: la sobrevaloración del grado de penetración de las relaciones estrictamente capitalistas en la sociedad y sus instituciones, en especial las educativas (acompañada en muchas ocasiones de la asunción de que cualquier configuración histórica de izquierdas es, por naturaleza, productora de totalitarismo y adoctrinamiento), en lugar de plantearse que la Historia ofrece planteamientos ilustrados que permitirían la construcción de una escuela pública que genere verdaderos ciudadanos libres y no esclavos al servicio de intereses corporativos nada democráticos. Las obras de Kant y Condorcet son un claro ejemplo de planteamientos que llevarían a la «escuela única»[2], tradicionalmente reivindicada por los partidos y movimientos de izquierdas. Esta se presenta como el lugar de la «comprensividad (todos los conocimientos para todos en un sistema único), que es lo que se supone que sucede en el espacio educativo cuando se ha hecho extensiva la educación básica a toda la población, de modo que todos los conocimientos que antes recibía una minoría se encuentran al alcance de todos los ciudadanos en un sistema educativo que debería ser único para cumplir con ese cometido universal e igualitario»[3]. Este planteamiento claro, de izquierdas donde los haya, ha sido redefinido por la progresía europea según parámetros pedagógicos, destruyendo la base de la igualdad que no puede ser otra cosa que el conocimiento. La izquierda ha desechado esta posibilidad apostando por la escuela lúdica basura, por la escuela de la ignorancia, «sustituyendo la igualdad formal de los derechos por la ideología de la igualdad de oportunidades, es decir, haciendo creer que hay una pedagogía que podría permitir hacer individuos iguales, [de forma que] se enmascaran en realidad las raíces de la desigualdad social, las relaciones de propiedad y, al encargar a la escuela una misión imposible, se crean al mismo tiempo las condiciones para cuestionarla»[4]. Precisamente, este cuestionamiento constante es el que genera la necesidad de reforma permanente de los sistemas escolares y el que facilita la introducción de los discursos tecnocráticos y las orientaciones políticas neoliberales (de derechas y de izquierdas).
Asumiendo el primer error y, en consecuencia, la destrucción del conocimiento, se defiende, en segundo lugar, que en la escuela debe construirse el currículo (qué se enseña, cómo y quién) contra hegemónicamente y de forma democrática en función de los intereses de los alumnos, de la comunidad educativa y de los diferentes agentes sociales de forma que el aprendizaje sea significativo, no académico o libresco, y que se ajuste a las necesidades de la sociedad (algo en sí problemático, pues la inclusión de intereses puede ser más indiscriminada que democrática y más representativa o menos de lo que puede ser bueno para todos).
Estos dos planteamientos siempre vienen acompañados de una justificación que es un verdadero ejercicio de sofística: la necesidad de reformar un aprendizaje esencialmente memorístico (que es en lo que, parece ser, se basa la llamada escuela tradicional). Matizando posturas como la de Ricardo Moreno Castillo, autor del Panfleto antipedagógico, que reivindica el ejercicio de la memoria y la impartición de contenidos sin más contra la intromisión de la pedagogía, es necesario afirmar lo que es evidente para todo docente que valore, no solo su profesión, sino al alumno que tiene enfrente: efectivamente, se puede elaborar un currículo racional, en el que los especialistas deben tener la potestad de seleccionar los contenidos que consideren más relevantes de forma que los planes de estudio sean coherentes. A esto se le llama libertad de cátedra. Sin embargo, y con Ricardo Moreno Castillo, lo que no se puede es vaciar la escuela de contenido y sustituirla por metodologías, estrategias, entretenimientos lúdicos y dinámicas varias. Si se hace esto, se pierde el sentido mismo de la teoría, de lo que es razonar, se pierde la posibilidad de aprender autónomamente, porque desde la nada, nada se aprende. Y desde los intereses particulares de los alumnos tampoco, porque el pensamiento requiere distancia de lo que ya asumimos como válido culturalmente (lo que la tradición platónica ha llamado doxa). Es cuando se imposibilita el uso de la razón cuando el alumno no tiene más alternativa que memorizar, y da exactamente igual que los contenidos sean perfectamente relevantes y que el profesor sea capaz de hacer todo tipo de malabarismos para explicarlos: el alumno viene de una rutina denominada LOGSE o LOE que le ha imposibilitado para diferenciar lo que es relevante de lo que no lo es (mucho menos a descubrir el «currículo oculto»[5]). Se ha olvidado fatalmente que el pensar es un incentivo para el aprendizaje muy potente por sí mismo. Quizá, por eso los más propensos a atacar los contenidos son los pedagogos: dado que no estudian ningún contenido por sí mismo, como jamás han experimentado el placer de saber por saber y se limitan a enseñar a enseñar (cualquier cosa) y al aprender a aprender (cualquier cosa), se mueven fatalmente en un mundo que por definición no tiene ningún interés teórico… y que al final, paradójicamente, solo se puede administrar mediante lo memorístico.
Sin contenidos, sin conocimiento y a base de proyectos y afectos se pretende articular el doble objetivo de que la escuela no reproduzca intereses hegemónicos (lo que implica necesariamente aislarla en alguna medida para su protección) y de impartir críticamente un currículo que refleje lo que es bueno para la sociedad de forma democrática. Esto, que debería ser el reconocimiento e integración de la diversidad desde el ejercicio de la autonomía racional y crítica al margen de intereses particulares o corporativistas se traduce, cuando el aula se vacía de conocimiento, en que la escuela debe ser el lugar en el que se resuelvan afectivamente los problemas que la sociedad genera a los individuos, en el recipiente de la frustración y de la desigualdad sin otra posibilidad que la de reproducir los mismos problemas intramuros.
Si bien desde la izquierda se realiza un diagnóstico claro respecto de los intereses mercantilistas y corporativistas (editoriales, Administración, estándares de aprendizaje, etc.) que colonizan la instrucción en su defensa de la escuela pública, al mismo tiempo se realiza una desacreditación continua del conocimiento, de los contenidos y de la capacidad del profesorado a favor de la implantación acrítica de nuevas metodologías como el ABP, la enseñanza y evaluación por competencias y el aprendizaje cooperativo obedeciendo, como resultado, las directrices de organismos como la OMC y el FMI y asumiendo fanáticamente el discurso de la pedagogía actual.
En una devaluación conceptual, esto es lo que se llama «escuela democrática», transida de tal multiplicidad de intereses que, parece ser, ninguno puede dominar sobre otro y todos están controlados equitativamente gracias a la presencia de una entidad superior, la «comunidad educativa» que, a diferencia de lo que supondría una concepción verdaderamente republicana del Estado, es la expresión misma del corporativismo, entendido aquí en su primera acepción como «doctrina política y social que propugna la intervención del Estado en la solución de los conflictos de orden laboral, mediante la creación de corporaciones profesionales que agrupen a trabajadores y empresarios», según define el término la RAE. Es una concepción en la que se percibe la influencia profunda de la doctrina social de la Iglesia católica[6]. La escuela se ha convertido, gracias a la hegemonía de un determinado tipo de discurso tecnocrático, autocomplaciente, profundamente ideológico y perfectamente operativo, el de la pedagogía dominante, en un lugar en el que todo es válido, en la medida en que todos los agentes participen de las decisiones.
En esta línea está, por ejemplo, el Foro de Sevilla –un espacio que reúne a buena parte de la intelligentsia pedagógica progresista–, que defiende una nueva ley educativa generada por consenso de «todos los representantes de la comunidad educativa», lo que la haría, por definición, «buena»[7]. Realmente, este debate solo afecta a la escuela pública, sometida siempre, y sobre todo en las últimas décadas, a una permanente revisión. De la enseñanza privada se tiene una idea precisa: lugar de adoctrinamiento, normalmente religioso, y de creación de las élites políticas y económicas que gestionan la dominación capitalista, dotándolas de un carácter impregnado de corporativismo, pero esta vez en su acepción de actitud de defensa a ultranza, en un grupo, de la solidaridad interna y los intereses de sus miembros, para la reproducción de esos intereses y esas élites, encargadas de ocupar los puestos de gobierno y gestión al más alto nivel. En esta misión, para la cual es esencial la transmisión de los saberes críticos, tanto científicos como humanísticos, no parece que la instrucción que daba la educación tradicional sea demasiado cuestionada. Es cierto que la escuela privada (también en su modalidad de privada concertada) es pionera en la implantación de nuevas metodologías, como veremos más adelante. Sin embargo, no hay que perder de vista que sus alumnos ya están, de entrada, bastante seleccionados y, en general, pueden pagarse todos los másteres que sean necesarios para «reciclar» sus conocimientos o la falta de los mismos «a lo largo de toda la vida».
En la mencionada revisión permanente a la que está sometida la escuela pública, se debería tener claro en qué sentido esta debe ser un lugar de producción de élites, buscando, como decía Platón, las almas de oro allá donde estén. Como señalaba Marcelino Domingo recordando al ateniense: «Una república que no cuidase las almas de oro y permitiera que se perdiesen estéril o desesperadamente; que sustituyere las almas de oro por las de hierro o las de bronce, sería una república merecidamente desaparecida y muerta»[8]. Desde luego este no es el sentido en el que J. A. Marina defiende la «excelencia» educativa. La escuela pública debe ser el lugar en el que se produce la igualdad a través del conocimiento, en la universalidad en el acceso al mismo, lo que significaría, por un lado, que solo debe existir una red, la pública, y que en esa red las diferentes escuelas no tienen que competir por el alumnado, como provoca la «libertad de elección de centro».
Se debería tener claro que la escuela pública tampoco debe ser un lugar de «fabricación de consenso» en el que todas las partes deban ponerse de acuerdo en intereses, contenidos y metodologías como defiende el Foro de Sevilla. Una vez más, la implantación masiva de la pedagogía ha impuesto la idea de que cualquiera puede ser experto en el «acto de educar» o puede definir «qué es lo que se ha de aprender». Esto viene a significar que el profesor, especialista en las materias, ya no tiene la condición de experto y que cualquiera podría hacer lo que él hace. Automáticamente lo que sabe, los contenidos de la materia, dejan de tener importancia. Si el conocimiento queda desacreditado, se promociona la multiplicidad de redes escolares y el acceso universal a la enseñanza se produce bajo el parámetro de la libre elección de centro, que solo puede significar la existencia de una inversión económica desigual según las zonas o los barrios. Bajo las condiciones de reajuste estructural en las que nos encontramos, lo único que se está garantizando es el acceso a la ignorancia en condiciones de masificación. Es lo único que se está «democratizando» en la escuela pública.
Lo que no parece estar nada claro para muchos de los defensores de la escuela pública es la misión que la misma tiene adjudicada desde hace tiempo por los diferentes organismos internacionales capitalistas, así como el futuro que espera a sus alumnos. A saber, que en las condiciones actuales de recesión económica global y dada la necesidad de competir con la mano de obra procedente de los países emergentes, la escuela debe generar «contenidos relevantes para el mundo real; esto es, con una aplicación efectiva que lleven al éxito escolar y laboral bajo el principio de que los estudiantes tienen que adaptar su formación a las demandas aun no existentes de un mercado laboral en continuo cambio en el que llegarán a desarrollar más de quince trabajos diferentes a lo largo de toda su vida»[9]. Debe hacerlo de forma que se sometan a esas condiciones materiales de existencia voluntariamente, de forma acrítica, ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Preámbulo
  6. Capítulo I. La revolución educativa
  7. Capítulo II. La izquierda y la Escuela. El concepto de «Aparato ideológico de Estado»
  8. Capítulo III. El nuevo orden educativo mundial
  9. Capítulo IV. El papel de las «ciencias de la educación» en la estafa educativa
  10. Capítulo V. Las metodologías salvíficas: ABP, coaching educativo y pensamiento positivo
  11. Capítulo VI. La Universidad: el paisaje después de la batalla
  12. Capítulo VII. Un nuevo feudalismo para la Universidad
  13. Capítulo VIII. A vueltas con la pedagogía y la libertad de cátedra
  14. Capítulo IX. Pedagogía y filosofía
  15. Capítulo X. Algunas reflexiones sobre los programas políticos para educación
  16. Para concluir
  17. APÉNDICE. Por una evaluación del bilingüismo
  18. I. Entrevista a Borja Villa Pacheco, profesor bilingüe de secundaria en la Comunidad de Madrid
  19. II. Entrevista a Eduardo Cañas, profesor bilingüe de la Comunidad de Madrid
  20. III. Entrevista a Guillermo Villaverde López, profesor bilingüe de Filosofía en la Comunidad de Madrid
  21. IV. Entrevista a Olaya Osoro, profesora de Inglés en la Comunidad de Madrid
  22. Bibliografía