Conflicto y armonías
de las razas en América
Quien ordenó el trabajo como condición de la vida, ordenó el bueno y el mal éxito. Para éste el puesto primero; para el otro la lucha con la muchedumbre. A cada uno algún trabajo sobre la tierra que pisa; hasta que lo pisen debajo de ella. Nuestros cambios mentales son como nuestras canas y arrugas: apenas el cumplimiento del plan de nuestro crecimiento o decadencia. Feliz el que puede llevar su carga generosamente y entregar su rota espada al destino vencedor con varonil serenidad.
Thomas Carlyle
Prólogo (Dedicatoria)
D. F. Sarmiento
A Mrs. Mann:
Good Christmas Day and Happy New Year 1883
Sea de buen augurio para usted y para mí llegar al umbral del año nuevo con el perfecto uso de nuestras facultades mentales, como de usted me lo escribe su estimable hijo, aunque los años vayan arrastrando a su paso las hojas que cada invierno arranca a las añosas encinas. Acompaño a ésta que le dirijo impresa, cuatrocientas páginas consagradas al examen de una fisonomía de nuestros pueblos sudamericanos. Encontrará usted ya presunciones vagas en Civilización y barbarie que estimó flor de la época juvenil y llamó “Life in the Argentine Republic”, traducida al inglés, y recomendada por el nombre ilustre que guarda usted en memoria de su ilustre esposo.
Muéveme a dedicárselo, honrarme con el nombre de Horace Mann, cuyos consejos me guiaron en la juventud para traer a esta América la educación común que él había difundido con tan buen éxito en aquélla. La Vida de Lincoln, las Escuelas de los Estados Unidos, escritos en aquel país para trasmitir a éste las lecciones que contienen, son libros que respiran la vida de la Nueva Inglaterra o de Washington, donde fueron escritos. Éste, mi último trabajo —para mostrar por qué lo presento después de cuarenta años; cosecha tan abundante como la que Mann, Emerson (de Boston), Barnard o Wickersharn obtuvieron—, abraza en un mismo cuadro los efectos de la colonización de la América, según los elementos que a ella concurrieron, de donde le viene el título de Conflicto y armonías de las razas en América; no en esta América sólo, sino en una y otra América, según el plan y la idea que los guió y cuento con su indulgencia si abro juicio sobre la suprema influencia de los puritanos, cuáqueros y caballeros de Virginia para echar los cimientos de la obra imperecedera que Washington debía presentar concluida a la admiración del mundo, ya que al leer mi introducción a Vida de Lincoln, usted, Mrs., reconoció cierto insight o penetración en los móviles y causas de la secesión insensata.
En Civilización y barbarie limitaba mis observaciones a mi propio país, pero la persistencia con que reaparecen los males que creímos conjurados al adoptar la Constitución federal, y la generalidad y semejanza de los hechos que ocurren en toda la América española, me hicieron sospechar que la raíz del mal estaba a mayor profundidad que lo que accidentes exteriores del suelo dejaban creer. Usted conoce lo que pasa en el Pacífico desde Chile hasta Ecuador, penetrando hasta Bolivia, y tiene más cerca el espectáculo que presentan México y Venezuela en cuanto a la realidad de sus proclamadas instituciones, y necesito darle una ligera idea, por estar más distante de lo que pasa por acá y motiva estos estudios.
La experiencia y la fatalidad han segregado felizmente a nuestros hombres públicos y a los partidos vencidos de aquella escuela que el ilustre orador Webster llamó, contra la tentativa de insurrección de Rhode Island: “¡Libertad south-americana! ¡Libertad tumultuaria, tempestuosa! Libertad sin poder salvo en sus arrebatos: ¡libertad en las borrascas, sostenida hoy por las armas, abatida mañana a sablazos!”.
Desde que regresé de este país, hemos hecho bastante camino, dejando por lo menos de estar inmóviles como muchas otras secciones americanas, sin retroceder como algunas a los tiempos coloniales. Nuestros progresos, sin embargo, carecen de unidad y de consistencia. Tenemos productos agrícolas y campiñas revestidas de mieses doradas cubriendo provincias enteras: nuevas industrias se han aclimatado y ferrocarriles, vapores y telégrafos llevan la vida a las entrañas del país o la exhalan fuera de sus límites. El gobierno, que es el constructor de estas vías, las empuja hasta donde el presente no las reclama, anticipándose al porvenir. El crédito es el mayor de esta América, puesto que ninguna sección lo tiene empeñado en cifras tan respetables; pero cuan abundantes sean las cosechas, la proporción de aumento de un año a otro no es geométrica siquiera. Tenemos este año la renta de 1873. La educación común ha decrecido y la inmigración es hoy de la mitad de la cifra que alcanzó entonces. El ejército ha doblado, y tenemos una escuadra que hacen necesaria quizás los armamentos chilenos y la armada brasileña. Para nuestro común atraso sudamericano, avanzamos ciertamente; pero para el mundo civilizado que marcha, nos quedamos atrás.
Nada hay de intolerable y, sin embargo, nada se siente estable y seguro. Se han acumulado riquezas en proporción a dos millones de habitantes; lo que hace la ciudad de Nueva York diluida en cien mil millas de territorio, tocándole un habitante por cada dos kilómetros y como la emigración viene del oriente en busca de terreno, no está en proporción el que ofrecen medido los Estados Unidos, y el que damos sin tasa ni medida nosotros. ¿Por qué van al norte un millón y se dirigen al sur sólo ocho, veinte, cuarenta mil cuando más, después que alcanzaron a setenta mil hace diez años?
Ésta es nuestra situación material, que no es mala. Es la situación política la que da que pensar. Parece que volvemos atrás, como si la generación presente, creada en seguridad perfecta, perdiera el camino. El Ejecutivo manda de su propio motu construir palacios, los termina y pide después los fondos al Congreso, dándole cuenta del hecho, y pidiendo autorización pro forma. La tempestad religiosa vino de la construcción de San Pedro en Roma: la que barrió la Francia, salió de los feéricos jardines construidos en Versalles. Hoy existe un partido en Francia que tiene por su Redentor a la dinamita que suprime palacios. Hemos educado cuatro mil doctores en leyes desde 1853, en que se reorganizaron las universidades. En 1845 tenían ustedes estudiando en law schools menos de quinientos alumnos, para veinte y tantos millones. Nosotros educamos uno para cada quinientos y, sin embargo, en las cámaras y congresos, en los consejos y ministerios, cada vez se ignora más el derecho. Legisladores y ejecutivos violan a más y mejor, los preceptos que eran sacramentales treinta años. Los misioneros ingleses educan en la India a los hijos de rajáes, braanines e hindúes en todas las ideas europeas, incluidas las doctrinas teológicas de las sectas. Interrogado en los exámenes un hindú, responde como un teólogo sobre puntos de creencia. Si se le pregunta en seguida: “¿Es usted cristiano?” “No.” “¿Quisiera serlo?” “No.” Todos contestan lo mismo.
Éste es el estado de nuestra gente, ducha en la discusión, rebelde en la práctica. Y ¡vive Dios! que en toda la América española y en gran parte de Europa no se ha hecho para rescatar a un pueblo de su pasada servidumbre, con mayor prodigalidad, gasto más grande de abnegación, de virtudes, de talentos, de saber profundo, de conocimientos prácticos y teóricos. Escuelas, colegios, universidades, códigos, letras, legislación, ferrocarriles, telégrafos, libre pensar, prensa en actividad, diarios más que en Norteamérica, nombres ilustres... todo en treinta años, y todo fructífero en riqueza, población; prodigios de transformación al punto de no saberse en Buenos Aires si estamos en Europa o en América. No exagero cosas pequeñas con la hipérbole de nuestra raza. Uno de nuestros códigos se traduce en Francia por orden del gobierno como materia digna de estudio, por ser el último y más completo en su género y obra de un jurisconsulto célebre nuestro. El tratado de Derecho de gentes es el más citado, o tan citado como el que más; pertenece a nuestros antecedentes. Baste esto para asegurar que no luchamos treinta años en vano contra un tirano hasta hundirlo bajo la masa de materiales que el estudio, los viajes, el valor, la ciencia y la literatura acumulaban en torno suyo, como se amontona paja para hacer humo al lado de las vizcacheras y hacer salir el animal dañino, si no se le puede ahogar en su guarida.
El resultado de este largo trabajo léalo usted veinte años después, en un trocito que en letra bastardilla pone un diario, saludando al joven general presidente que visita una ciudad del interior. Llámase El oasis el diario que nos sorprende con que “el presidente tiene lo que muy pocos, o mejor dicho, lo que a él solo, a fuerza de virtudes, le ha sido dado alcanzar: un altar en cada corazón”.
Lo que es la virtud, anda a caballo en nuestros países; y sin duda de verla en ferrocarril se han admirado en San Luis, donde de paso diré a usted que está destacado un hermano del presidente virtuoso, con un batallón de línea, para mantener el entusiasmo. En cuanto a altares, en San Luis se usa escasamente el mármol, ni aun el ladrillo quemado, siendo las construcciones de adobe, que es barro.
La opinión nacional de Caracas, otro Oasis de Venezuela —la patria de Bolívar, Páez, Andrés Bello; el publicista miembro de la Real Academia Española—, celebraba el 12 de abril del año pasado el duodécimo consulado, la duodécima questura y el decimoquinto tribunado del presidente actual y pasado de Venezuela, apellidado “el ilustre Americano”, y a quien acaba de decretar el Senado una nueva estatua ecuestre (a más de las varias que infestan todas las plazas).
El 12 de abril hizo su más fácil fechoría y que es la más celebrada. El oasis de ese día trae en editoriales “¡Guzmán Blanco y su tiempo! - El Caudillo de abril - Guzmán Blanco, orador y literato - Guzmán Blanco, administrador, guerrero y estadista - Carácter frenológico de Guzmán Blanco”.
En honor a una condecoración por él creada, El retrato del libertador, el diario encomiástico, añade un comentario benévolo, y es que el “número de los condecorados ese día anduvo frisando con el de los generales, que pasan de doscientos”. Pobres de ustedes que no tienen veinte para cincuenta millones de habitantes, son mil leguas de frontera. En cambio en Venezuela no hubo jamás frontera ni indios que perseguir, sino en las universidades, en el foro, en la tribuna, en la prensa.
Veintimilla, de Ecuador, acaba de dar azotes a un escritor, Valverde, que ha querido suicidarse por tal afrenta: ¿sabe usted quién es Veintimilla?
Luego, me he dicho, no es en la República Argentina ni en los Oasis de San Luis donde debemos buscar la fuente daría —si no fuese mejor decir el hormiguero— que destruye así la labor de los siglos.
Remontando nuestra historia, llego hasta sus comienzos y leo la proclamación que en 1819 dirigía O’Higgins desde Chile a los peruanos en quechua, aimara y castellano, anunciándoles la buena nueva de su próximo llamamiento a la vida por la libertad y el trabajo: “Buenos Aires y Chile [decía] considerados por las naciones del universo, recibirán el producto de su industria, sus luces, sus armas, aun sus brazos, dando valor a nuestros frutos, desarrollando nuestros talentos!”.
Para explicar la narración genesiaca, suponen ciertos teólogos racionalistas, o racionales, que el Creador dejó ver a Moisés por “visiones”, a guisa de caleidoscopio, seis vistas de seis épocas distintas de la Creación, sin las intermediarias transformaciones, lo que reconcilia al Génesis, según ellos, con los vestigios geológicos. O’Higgins, iluminado por un rayo de luz que se escapa del porvenir, pinta a los quechuas peruanos con colores vivos, en cuadro que hace de tiempo presente, la realidad por primera vez en toda su plenitud, realizada en esta América en el año de gracia de 1873, cuando la aduana argentina cobró veintitrés millones de duros sobre la enorme masa de “los productos de la industria del universo”. En las alturas de la Nueva Córdoba, el “observatorio astronómico” hacía descender sobre nuestras cabezas “la luz de la ciencia”; naves, remingtons y cañones Armstrong y Krupp, en proporciones modestas, llenaban por primera vez de armas de precisión nuestros arsenales; y “aun los brazos” de E...