
- 368 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
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eBook - ePub
Descripción del libro
Los cuarenta años que median entre 1480 y 1520 en las que centra su trabajo J. R. Hale son los más atractivos del Renacimiento. En otros libros de historia hay abundantes referencias a las figuras más representativas (los Borgias y los Médicis, Maquiavelo y Erasmo, Leonardo y Miguel Ángel). También aquí se les contempla, si bien al autor le preocupa en mayor grado dar a conocer al lector –especialistas y profanos encontrarán aquí incitantes sugerencias– el modo de vivir común al mayor número posible de personas, cuál era su actitud ante cuestiones fundamentales, como la justicia social, el amor, el tiempo, el arte, las relaciones personales y familiares, la vida en el campo y en las ciudades, la religión, la política, la enseñanza y la ciencia. Resulta difícil evaluar los testimonios, casi siempre deshilvanados, que permitan reconstruir la mentalidad de la mayoría. El autor, fiel a su propósito, se arriesga por esta vía, y el acercamiento que logra enriquece la visión que el lector adquiere con respecto al pasado, especialmente dentro del diario acontecer, que cambia tan lentamente a través de los siglos.
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Información
V. LAS CLASES
DEFINICIONES Y ACTITUDES
De 1515 a 1519 Nicolás Manuel pintó para los dominicos de Berna una Danza de la Muerte que refleja el número de categorías entre las que un habitante inteligente de la ciudad dividía su mundo social. Un papa, un cardenal, un patriarca, un obispo, un abad, un canónigo, un monje y un eremita representaban a la Iglesia; la sangre azul la representaban un emperador, un rey, un duque, un conde, un caballero y un miembro de la Orden Teutónica; un académico y un médico en ejercicio, un jurista y un abogado, un astrólogo, un consejero, un rico mercader y otro de menor categoría, un magistrado, un alguacil, un soldado, un campesino, un artesano, un cocinero y un pintor representaban a la sangre plebeya. La muerte llegaba interrumpiendo las ocupaciones de cada uno de ellos, como lo hacía para llevarse a una emperatriz, una reina, una abadesa, una monja y una prostituta y cinco figuras alegóricas: muchacha, esposa, viuda, soltera y loca.
Los conservadores aún veían a la sociedad como dividida en tres estados que se sostenían mutuamente. The Mirror of the World (El espejo del mundo) (1481), de Caxton, ponía la división tradicional en su forma más simple: el pueblo bajo, que trabaja; los caballeros, que combaten, y el clero, que reza.
Los trabajadores deben proveer a los clérigos y a los caballeros de las cosas que sean necesarias para vivir en el mundo honestamente; y los caballeros deben defender a los clérigos y a los trabajadores para que no se les haga agravio; y los clérigos deben instruir y enseñar a esas dos clases de personas, y dirigirlas en sus obras de tal manera que ninguno haga [alguna] cosa por la que pudiera disgustar a Dios o perder su gracia.
Las analogías comunes en la época popularizaban este ideal de armonía y equilibrio: la sociedad existía en función de los tres estados como Dios existía en la Trinidad; el juego del ajedrez dependía de que los caballos, los alfiles y los peones vulgares, trabajando juntos, apoyaran al rey; la vida del hombre dependía de la cooperación de sus miembros: la cabeza piadosa, los brazos protectores y el cuerpo, productor de energía. Si lo vemos en relación con un cuerpo político real, España, por ejemplo, las proporciones resultan grotescas: cabeza, 3 por 100; brazos, 2 por 100; cuerpo, 95 por 100. Que los conservadores eran conscientes del problema de tamaño del tercer estado se demuestra por la insistencia con que Edmund Dudley, en The Tree of Commonwealth (El árbol de la república) (1509), decía que tenía que funcionar como un miembro de la trinidad social, aunque «dentro de él están todos los mercaderes, artesanos, artífices, trabajadores, propietarios libres, ganaderos, campesinos, agricultores y otros, generalmente la gente de esta región».
En líneas generales, los hombres de letras –y esto incluye a los políticos de espíritu retórico– huían de la observación directa del tercer estado, con sus dos extremos de riqueza bancaria y miseria proletaria. El prestigio adscrito a la tierra, con su aura de poder legislativo y político local, dio origen a clasificaciones en el sentido de «eclesiásticos hacendados y sin hacienda». Los autores recurrían periódicamente a Aristóteles para fundamentar su tosca división entre los muy ricos, los moderadamente acomodados y los pobres, que «solo saben cómo obedecer», ignorando su división de clases más prácticas, la cual incluía no solo a los asalariados, campesinos propietarios y artesanos, sino también una «clase comerciante» que «comprende a todos aquellos que se dedican a comprar o vender».
Por lo menos, la división de la sociedad secular en capas superiores, medias e inferiores posibilitaba un análisis social realizable no en términos de deber o servicio, sino de poder adquisitivo. Así lo hizo el más «sociológico» de los observadores de su tiempo, Claude de Seyssel. El propósito de su La Grande Monarchie de France (La monarquía de Francia) (1519) era mostrar cómo debía preservar la armonía social el nuevo rey de Francia, Francisco I. Las categorías de Seyssel no incluyen el clero, al que describe al margen como representando a las capas ricas, acomodadas y pobres, paralelamente a la sociedad secular. Su primer estado es la nobleza, vista convencionalmente como defensores del reino especialmente privilegiados; el segundo comprende a los mercaderes, junto a los funcionarios reales y los burócratas empleados en la administración de justicia y las finanzas; el tercero se compone fundamentalmente de productores, esto es, campesinos y artistas, aunque también incluye empleados inferiores, mercaderes con poco volumen de negocio y los grados más bajos del ejército. Es un estado inferior, subordinado, «de acuerdo con la razón y la necesidad política, al igual que en el cuerpo humano tiene que haber órganos inferiores al servicio de aquellos de más alto valor y dignidad». Si dejamos de lado las metáforas y nos hacemos cargo de la influencia de la preocupación medieval por las tríadas, vemos que la fórmula de Seyssel estaba de acuerdo con la realidad. Un indicio de capacidad de observación aparece en el capítulo titulado «Cómo se pasa del tercer estado y del segundo al primero», en el que Seyssel explica que la ambición puede llevar a un miembro del pueblo común a abrirse próspero camino hacia el segundo estado, y que un servicio público descollante puede mover al rey a ennoblecer a miembros del segundo estado, haciéndoles entrar en el primero, cuyas filas, en todo caso, están disminuyendo continuamente merced a la guerra y –lo que es significativo– a la pobreza. Esta movilidad –explica– es una válvula de seguridad esencial: sin ella «aquellos cuya ambición es irrefrenable, conspirarán con otros miembros de su estado contra los que están por encima de ellos». Tal como están las cosas, el grado de movilidad es tal que «todos los días se ve a miembros del estado popular subiendo por grados al de la nobleza, e incontables acceden al estado medio». Y, como hombre de su tiempo, para quien la observación no era suficiente, añadió que ello reproducía la práctica romana por la cual los plebeyos podían ascender hasta convertirse en caballeros y continuar hasta la clase de los patricios.
Los gobiernos, en su legislación tributaria y social, hacían regularmente la distinción entre la sangre aristocrática, de un lado, y los diferentes grados de riqueza, del otro. Los reglamentos suntuarios ingleses de 1517, por ejemplo, iban encaminados a reducir la extravagancia y la ostentación en materia de comidas, e incluían a los clérigos. Las categorías nobles eran: cardenal (nueve platos por comida); arzobispo y duque (siete); marqués, conde y obispo (también siete); los señores seculares por debajo del grado de conde, los abades pertenecientes a la Cámara de los Lores, alcaldes de la ciudad de Londres y los caballeros de la Orden de la Jarretera (seis). A los demás, según los bienes que poseían o sus ingresos, se les permitían cinco platos, cuatro o tres. Y «se ordena que en caso de que alguno u otros de los estados antes relatados hubiera de comer o de cenar con otro de un grado inferior será lícito para la persona o personas con las que los dichos estados tienen que comer o cenar de esta manera, servirles a todos y a cada uno de ellos de acuerdo con sus grados y según las proporciones antes especificadas»; por ejemplo, un mercader con bienes valorados en 500 libras podía ofrecer una comida de siete platos para un obispo, pero solo de tres cuando comía solo o con sus colegas financieros. Esta división, según la sangre y la riqueza, se modificó para los funcionarios no aristocráticos, a fin de permitirles ensalzar su prestigio. Por este motivo, el alcalde de Londres, cualquiera que fuese su estado o grado no oficial, tenía permitidos seis platos, y también había una provisión especial para los jueces, el primer oficial del tesoro, los miembros del consejo real y los alguaciles mayores de la ciudad de Londres: a todos se les permitían cinco platos, con independencia de su posición en la vida privada.
Sin embargo, la idea de los tres estados no podía morir sino tras larga lucha. En toda Europa el clero y en la mayoría de los países la nobleza estaban sujetos a leyes diferentes de las que afectaban al tercer estado. Casi en todos los países donde había una asamblea de representantes esta estaba dividida en el brazo eclesiástico, el nobiliario y el llano, por supuesto, debido a que los monarcas deseaban extraer la riqueza del clero, los ingresos nobiliarios de la tierra y los beneficios mercantiles de los comerciantes. El estado más coherente a sus propios ojos, y a los de muchos otros, era el de la nobleza, que contenía una amplia serie de rangos e ingresos, pero era también de escaso número y la entrada en él estaba regulada por los reyes de armas y venía determinada por la intervención personal del monarca; se encontraba rodeado por el aura de un código especial de conducta y, en ciertos países, como Francia y Suecia, así como en algunas partes de Alemania, estaba exento de contribuciones. El estado eclesiástico era más numeroso y mucho más variado en su composición económica y social. La vida del clero corría pareja con la de la profanidad, lado a lado, desde los palacios de los obispos y las haciendas de los monasterios, a los frailes mendicantes y los curas beneficiados con salarios de hambre. Desde el punto de vista del estilo de vida, el arzobispo tenía más en común con un duque que con un cura párroco. Del mismo modo es posible que el mercader en granos o vinos de la localidad en el campo se sintiera más feliz negociando con el administrador del monasterio vecino que en presencia del juez itinerante. A despecho de esto, los clérigos, en su calidad de responsables ante Roma, de célibes, de administradores de los sacramentos y también de cabezas de turco del anticlericalismo, daban la impresión de ser un orden separado, desperdigado por toda la sociedad, pero esencialmente distinto de ella.
Donde la fórmula realmente se desbarataba era en relación con el tercer estado. La existencia de corporaciones municipales, leyes mercantiles, gremios, cofradías, sistemas diferentes de posesión libre y vinculada, estaba el tercer estado, fragmentado en grupos de interés, de ocupaciones y de condición social, incluso a los ojos de la ley. En los cuerpos representativos, desde el Parlamento inglés a las Cortes catalanas o a la Dieta bohemia, el tercer estado abarcaba una amplia gama social, desde los mercaderes medios hasta las personas distinguidas, propietarios de extensas tierras. En la práctica, ninguno se sentía «parte del tercer estado», sino parte de un grupo específico de actividad y, dentro de este, de un grupo específico de ingresos. Cuando los polemistas, predicadores y satíricos andaban a la búsqueda de blancos sociales, atacaban a la nobleza como un todo, al clero, habitualmente, bajo dos cabezas, obispos y curas párrocos y monjes y frailes, y al tercer estado, en función de una serie de grupos de los que se pensaba que practicaban una forma de vida que los distinguía de los demás. En su De vanitate (De la vanidad), Cornelius Agrippa atacaba a los mercaderes (estafadores y usureros), a los abogados (picapleitos) y a los doctores (curanderos), antes de pasar a una condenación general de los pobres (estúpidos, supersticiosos y zafios). Olivier Maillard, que predicaba en 1500 en Brujas, mencionaba a los príncipes y también a los cortesanos, funcionarios, mercaderes y abogados. En La nave de los necios (1494), Sebastián Brant atacaba a los artesanos, «Ningún trabajo artesanal tiene ya su valor, todo está desbordado, sobrecargado; cada aprendiz quiere ser maestro, por eso hay hoy tantas artesanías»[1], a los abogados y doctores, que «mientras van a casa a por los libros, el enfermo viaja a la morada de los muertos»[2], a los mercaderes y sus esposas, ya que «la mujer de un burgués se pavonea más que una condesa […] lleva en su cuerpo vestidos, anillos, abrigos y finos pasamanos de más precio que todo lo que tiene en casa»[3]; a los campesinos, que «eran aún bastante sencillos en tiempos recientes, hace pocos años»[4]; y a los criados, pues «la pereza se encuentra por doquier, ante todo en sirvientas y criados: nunca se les puede retribuir lo bastante, aunque ellos se saben cuidar con creces»[5]. Ve en todos los grupos pereza, fraude, ostentación y, sobre todo, la ambición de trepar socialmente: «En todos los países reina gran escándalo, nadie se conforma con su condición, nadie piensa quiénes eran sus antepasados, por ello está ahora el mundo comado de necios»[6].
Por supuesto, dentro de la estructura del tercer estado se daban características locales: en Inglaterra, a los labradores acomodados, propietarios agrícolas de los que se esperaba que velasen las armas si prosperaban suficientemente, se les consideraba como un grupo separado, si bien es cierto que la estimación que un hombre hacía de su propia situación social podía ser distinta de la que hacían sus vecinos. En Florencia se producía una neta división política y una división social moderadamente clara entre los miembros de los gremios mayores y menores; en algunas partes de Alemania, los maestros artesanos tenían que jurar que sus recipiendarios eran «libres y no siervos de nadie, ni tampoco hijos de un servidor de los baños, de un barbero, de un rastrillador de lino o de un trovador». Sin embargo, se puede decir que los coetáneos consideraban al tercer estado dividido ampliamente en las siguientes clases: propietarios agrícolas, trabajadores del campo, funcionarios del gobierno, mercaderes, artesanos escriturados (aprendices, oficiales), criados domésticos y trabajadores urbanos. A los abogados se les consideraba como una clase profesional aparte y a los médicos también, aunque no tanto como a aquellos. Oscilando entre estas categorías había ciertos grupos identificables: los humanistas profesionales[7], los artistas, impresores, mineros y soldados mercenarios, a todos los cuales no era fácil examinar en función del patrimonio, grado o condición, porque tampoco se podían asociar con un nivel de ingresos determinado, ya que poseían una forma de vida específica. Bien fuera a causa de su carácter errante, bien de la novedad o del cambio de actitud frente a su posición social, estos grupos no se adecuaban fácilmente en una visión estratificada del tercer estado. Tal visión tampoco tomaba en cuenta a los judíos, gitanos o esclavos.
Para complicar más esta estampa ya de por sí imprecisa, aparecía un prejuicio muy extendido, quizá más fuerte que la barrera que se establecía entre el lego y el cura; tal era el prejuicio del habitante de la ciudad contra el habitante del campo. Y no es que entre la vida rural y la urbana no hubiese contacto alguno; por el contrario, desde Lisboa a Moscú se cultivaban verduras, hortalizas y legumbres dentro de las murallas y los ciudadanos confiaban en la leche y la carne de sus propias vacas. Los burgomaestres de Fráncfort tuvieron que promulgar una ordenanza por la que se prohibía a los ciudadanos el establecimiento de pocilgas en el lado que daba a las calles de sus casas, y en otras ciudades alemanas, los vinateros y los horticultores formaban gremios especiales. En Dijon, los artesanos –aforradores, carpinteros, toneleros y otros– tenían viñedos y vendían el vino que ellos no consumían. Si bien las ocupaciones agrícolas estaban generalizadas en las ciudades, la necesidad de los habitantes del campo de tener dos fuentes de ingresos hizo que los oficios de la ciudad se trasladasen al campo, hilandería, tejeduría, fabricación de clavos. Muchos de los artesanos que llegaban a la ciudad con sus cestos, su talabartería, sus marmitas y sus gamellas, a los mercados locales, eran trabajadores agrícolas estacionarios. Aparte del pequeño mercader y del alguacil o administrador residentes en la ciudad, pocos menestrales se adentraban mucho en el campo; en cambio, las ciudades recibían de continuo el flujo de trabajadores rurales a la búsqueda de empleo. También más arriba en la escala social se daba el intercambio: el hijo del labrador acomodado que se establecía en la ciudad y cuya familia, después de dos o tres generaciones prósperas, regresaba al campo, no era un fenómeno extraño. La mayor parte de los nobles podía tener una casa en la ciudad y pasar algún tiempo siguiendo los asuntos de la corte, pero solía pasar casi toda su vida en sus posesiones agrícolas, estaba familiarizada con cada detalle del año agrícola y podía atravesar cualquier paraje rural guiada por el halcón y el sabueso.
Y, sin embargo, a pesar de todos esos contactos, había un abismo emocional entre los habitantes de la ciudad y los del campo, abismo que era más estrecho entre los ricos y que se hacía más ancho cuando todas las otras clases se enfrentaban a aquella cabeza de turco universal, el campesino, muy evidente en los países más urbanizados, como Italia, Alemania y los Países Bajos, pero perceptible en la literatura y casi siempre visible en el arte, donde se da la torpe figura encorvada del labriego como caricatura o con una condescendencia divertida. Las gentes del campo son subhumanas, gruñía Felix Hemmerlin, un canónigo humanista de Zúrich; les sentaría bien que cada 50 años se les quemaran las casas y sus campos se les convirtieran en desiertos.
El tópico del rústico hacendado, del primo campesino, del patán que venía a pasmarse ante las maravillas de la capital, tiene una larga historia. Los cuentos como el Belfagor de Maquiavelo (entre 1515 y 1520), en el que un labriego engaña al diablo, constituyen extrañas excepciones a la regla de que los trabajadores rurales son despreciables («salvajes, traidores e ineducados», era la opinión de Sebastian Franck) o ridículos. En las obras de teatro, el labrador es un payaso, en las anécdotas resulta un bobo ignorante. En El cortesano se encuentra una versión temprana del chiste en el que un hombre solicita de un mirón que sostenga el cabo de una cuerda, mientras él va alrededor del edificio para medirlo; una vez que se ha perdido de la vista del otro, ata la cuerda a un clavo y se escapa. En El cortesano también se narra un ardid por el que un estudiante de Pad...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Legal
- Mapas
- Prefacio a la segunda edición
- Prefacio a la primera edición
- I. Tiempo y espacio
- II. La Europa política
- III. El individuo y la comunidad
- IV. La Europa económica
- V. Las clases
- VI. La religión
- VII. Las artes y su público
- VIII. La enseñanza secular
- Apéndice. Europa hacia el año 1500: un nomenclátor político
- Bibliografía
- Bibliografía adicional