
- 208 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La cueva de los filósofos
Descripción del libro
Para contagiar al lector, a Scerbanenco le bastan unos pocos trazos. Ya la presentación inicial, seca y concisa, de la familia Steve es suficiente para intuir que el crimen, que se anuncia como un drama producto del fanatismo, es inevitable. Sus miembros, amantes todos ellos de los aspectos teóricos y prácticos de las ciencias morales, viven monacalmente en una casa miserable en los suburbios: la cueva de los filósofos. Es Luciana la que desaparece una noche y luego es encontrada muerta en la orilla de un río no muy lejos del cadáver de un rico industrial que había decidido protegerla. Un caso difícil e intrincado para Arthur Jelling, cuyo conocimiento del alma humana e intuición le llevarán, poco a poco, a descubrir la verdad más secreta.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura de crímenes y misterio1
La casa, los hombres, el día anterior
(Todos los hechos descritos en este capítulo se refieren a la noche del 16 de agosto de 1940, día anterior al de la desaparición de Luciana Axel. Estos hechos, además, son fruto de una serie de minuciosas investigaciones que llevó a cabo Arthur Jelling, encargado de arrojar luz en el complejo caso de la familia Steve.)
La casa de los Steve se erigía en uno de los puntos menos agradables de la periferia de la ciudad. En una especie de páramo, polvoriento y maloliente en verano; helado en invierno, como hielo a la deriva en los mares glaciales; húmedo, fangoso y brumoso en las demás estaciones. El edificio que alojaba a la familia Steve debía de haber sido en tiempos una casa de campo. Ahora no era más que una casucha en ruinas de dos alturas, con las paredes manchadas y desconchadas, los cierres metálicos destrozados y los cristales rotos tapados con trozos de cartón.
Alrededor del chalé (llamémoslo así para facilitar las cosas) de los Steve no había más construcciones en un radio de treinta o cuarenta metros. A la derecha había un edificio feo y grande, una verdadera colmena, llena de familias de obreros y, más allá, a un kilómetro, empezaba la ciudad. Los Steve vivían en su casa desde hacía unos veinte años y declaraban que todavía se encontraban bien en ella. Debido a su carácter y a sus costumbres más bien extrañas, esta declaración no resultaba nada sorprendente. Gente como ellos se tenía que encontrar bien en una casa como esa.
La tarde del 16 de agosto, Gerolamo Steve, uno de los miembros más importantes de la familia, salió de casa. Había comido un guiso de patatas cocidas y jarrete de cabrito, conocido por el grandilocuente nombre de «estofado sureño», y se dirigía a la Asociación de Vigilantes para dar una conferencia. Eran casi las ocho y el sol estaba a punto de ponerse y, tras haber pegado despiadadamente todo el día, ahora se escondía tras amenazantes nubes moradas. La tierra seca exhalaba olores nada delicados, y Gerolamo Steve, como siempre en esa época del año, se llevó un pañuelo a la nariz y se encaminó hacia un claro situado a doscientos metros, donde paraba un autobús que lo llevaría a la ciudad.
Gerolamo Steve era alto y delgado, pero se puede decir que también encorvado, con joroba, sin ninguna de esas cualidades de esbeltez y elegancia que normalmente tienen los hombres delgados. Vestía un traje a cuadros, de color claro en su momento, y que ahora estaba oscuro por las manchas y la grasa, y un suéter gris de cuello cerrado que le llegaba hasta la barbilla. En la cabeza llevaba un sombrero gris de paja, deformado, que lo hacía ridículo y terrible. Ridículo porque era demasiado pequeño para su gran cabeza y su gran cara; terrible porque, bajo ese cómico gorro aparecía un rostro duro, con facciones vulgares, rígido, que contrastaba amenazadoramente con lo cómico del sombrero.
Al llegar al autobús, Gerolamo Steve subió sin responder al conductor, que, como lo veía todas las tardes, primer y único pasajero hasta el Parque Clobt, intentaba entablar una conversación con él. No lo había conseguido nunca, porque Gerolamo Steve nunca le había dado una respuesta, pero como era un hombre de buen carácter, que no se daba por vencido, lo volvía a intentar todas las tardes.
—Buenas tardes, profesor, esta tarde también se derrite uno. ¿No tiene calor con ese jersey?
Sin respuesta. Gerolamo Steve en realidad era profesor de ciencias morales, pero no de cordialidad hacia el prójimo. Se sentó al lado de la ventanilla y, sin quitarse el pañuelo de la nariz, miró a lo lejos, al final de la llanura desierta, al sol que se ponía detrás de pequeñas montañas de basura. Pensaba en el tema de la conferencia semanal que debía pronunciar esa tarde en la Asociación de Vigilantes. O al menos, era muy probable que pensara en eso con mucha probabilidad. Puesto que el cuidado de su persona (más bien rápido y no definitivo, que es lo que pensaría un higienista al verle imprecisas arrugas alrededor del cuello y sospechosas oscuridades y manchas en las orejas) no le llevaba más que una mínima parte del día, y que acostumbraba a comer leyendo libros de moral o pensando en cuestiones morales, había que excluir que en ese autobús, esa tarde del 16 de agosto, él pensara en algo que no fuera un problema o un tema moral.
El autobús se movió hacia el crepúsculo, se dirigió a la ciudad y llegó al Parque Clobt sin que Gerolamo Steve cambiara un ápice su posición.
—Hemos llegado –advirtió con amabilidad el conductor.
Gerolamo Steve lo escuchó, se levantó y se bajó sin responder y sin despedirse. Luego cruzó el parque. Con eso alargaba el recorrido, aunque así comprobaba que las parejas que estaban sentadas en los bancos no hubieran aumentado en número desde la semana anterior. Muchas veces había hablado de estos idilios de banco, pidiendo la intervención de las autoridades, pero sabía que en verano no tenía el poder suficiente para frenar esa mala costumbre.
En la entrada de los locales de la Asociación de Vigilantes, Gerolamo Steve se dignó saludar a algunas personas, pero sin quitarse el sombrero. Tampoco se lo quitó cuando entró en la amplia sala oscura que servía de salón de actos. Al final se lo quitó cuando se encontró detrás de la mesa desde la que tenía que hablar.
Entonces observó también el auditorio e hizo una mueca. Otra nefasta consecuencia del verano era la escasez en el número de alumnos. Solo una veintena de personas, la mayoría viejos y viejas, ya catequizados y moralizados, estaban preparados para escucharlo. Los jóvenes, las almas en peligro, nada. Ni rastro.
Gerolamo Steve, el mayor de los Steve, hizo un gesto, no para restablecer el silencio, porque todos callaban, sino para anunciar que iba a hablar. Detrás de él había un cartel que decía:
Esta tarde, a las 20:15 horas en punto
el profesor Gerolamo Steve
hablará sobre el tema:
la verdad es solo un lado de la moral
A las nueve y cuarenta y cinco, tras haber demostrado exhaustivamente que la verdad era solo un lado de la moral y el otro lado era la justicia, y que ninguno de los dos lados, por sí solo, era realmente moral, sino que la moral se realizaba solo cuando la justicia se hacía con verdad, o cuando la verdad se decía con justicia; tras haber demostrado esto y haberse despedido con frialdad de los socios de la Asociación de Vigilantes, Gerolamo Steve había salido, había cogido el autobús y había vuelto a casa.
Eran justo las diez y cinco. Todos estos hechos los averiguó más tarde Arthur Jelling investigando la desaparición de Luciana Axel.
El hermano menor de Gerolamo Steve, Oliviero, salió de casa a las ocho y media. Se dirigía a la ciudad, a la sede de Nitroline S. A., una de las mayores fábricas de pintura del Estado, para llevar a cabo una tarea extraordinaria de administración.
Oliviero Steve tenía treinta y dos años, mientras que su hermano tenía cuarenta. Se parecía a Gerolamo, pero con cierta amabilidad de la que este carecía. También se vestía de una manera menos extraña: camisa con cuello y corbata. Pero de la familia Steve poseía una inconfundible dureza en la expresión y en los gestos. Era una copia más joven de Gerolamo Steve y quizá por ello menos agradable. La dureza despiadada de Gerolamo era más compatible con sus cuarenta años resecos, arrugados; pero con los treinta y dos de Oliviero, con su melena negra y ondulada, con la frescura de su piel, contrastaba mucho.
Oliviero Steve no había estudiado moral, pero había respirado inevitablemente el ambiente de la casa, y sus ideas y principios eran los mismos que los del hermano mayor. Su vida había sido, en el sentido más explícito de la frase, un modelo de virtud nada criticable. Al acabar la enseñanza obligatoria, lo habían contratado en Nitroline como ordenanza, y ahora era administrador delegado. Su cargo conllevaba un sueldo bastante elevado, pero él, tras consultarlo con su hermano, había rechazado, cuatro años antes, varios aumentos de sueldo. Él no quería enriquecerse. Quería trabajar y ganar lo meramente necesario. Si, por desgracia, se le estropeara un traje antes del tiempo establecido, no podría hacerse uno nuevo. Tras casarse dos años antes con Luciana Axel, había provisto su sustento pidiendo, no un aumento de sueldo, sino un aumento de trabajo remunerado aparte. Por eso, todas las noches él iba a Nitroline, donde trabajaba desde las nueve hasta las once. Esas dos horas de trabajo eran el sustento y la indumentaria de su mujer.
Al llegar a la sede de Nitroline, Oliviero Steve enseñó su carné de administrador al vigilante nocturno para que le abriera. El vigilante lo conocía perfectamente, oía de lejos su paso firme y veloz, le abría antes de que apareciera delante de la verja y lo saludaba con deferencia temerosa. Pero Oliviero Steve le enseñaba de todas formas el carné, y él tenía que fingir que le echaba un vistazo. Era la norma.
El despacho de Oliviero Steve era una sala grande con enormes archivadores de madera negra. En el escritorio ancho, desnudo, sin tinteros, sin plumas, sin papeles, no había más que una fotografía con un marco sencillísimo. En la fotografía se veía a una mujer joven, con el pelo castaño y con unos dulces ojos claros. En la parte inferior había unas palabras escritas con bolígrafo: «Luciana y Oliviero, septiembre de 1938». Se trataba de la mujer de Oliviero, Luciana Axel, y la fecha era la de su boda.
Oliviero Steve abrió con la llave el cajón del escritorio y sacó algunos papeles, un plumier y un tintero grande, y lo dispu...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Legal
- Capítulo 1. La casa, los hombres, el día anterior
- Capítulo 2. Hoy es 19 de agosto
- Capítulo 3. El final del viejo Padder
- Capítulo 4. Veamos la coartada
- Capítulo 5. Una conferencia interesante (y las coartadas)
- Capítulo 6. En las tranquilas orillas del Devilees
- Capítulo 7. ¿Huir es lo mismo que ser culpable?
- Capítulo 8. Oh, mi Polly, oh, mi Polly
- Capítulo 9. Se prepara la trampa en la que alguien caerá
- Capítulo 10. Luciana entre locos
- Otros títulos