La leyenda de Sleepy Hollow y otros relatos
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Washington Irving

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Washington Irving

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La leyenda de Sleepy Hollow y otros relatos es una colección de 34 ensayos y relatos que Irving publicó en 1820 con el título de El libro de apuntes de Geoffrey Crayon, pseudónimo que utilizó por vez primera y bajo el cual verían la luz otras de sus obras literarias. En él el autor recopila muchos de los cuentos populares que escuchó durante sus viajes por Europa, principalmente de Inglaterra, donde entonces residía, y a ellos sumó otros como "La leyenda de Sleepy Hollow" y "Rip Van Winkle", inspirados en relatos alemanes, alegando que habían sido encontrados entre unos viejos papeles de Diedrich Knickerbocker, el que fuera protagonista de otro de sus populares relatos, Historia de Nueva York. El resultado es una obra heterogénea, con relatos cómicos, fantásticos y románticos, en los que el fascinante y magnético Crayon describe escenas y paisajes, costumbres y leyendas principalmente de la vieja Europa, aunque también del Nuevo Mundo del que provenía el autor. Esta obra ha sido considerada por los críticos como el trabajo más importante y duradero de Irving, pues su rápido éxito consagró su reputación en Europa como artista literario. La muestra de ello es la popularidad alcanzada por muchos de los relatos así como el gran éxito de sus adaptaciones a la gran pantalla.

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Información

Año
2019
ISBN
9788446048374
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LA LEYENDA DE SLEEPY HOLLOW
(Hallado entre los papeles del difunto Diedrich Knickerbocker)
Era una tierra amena de somnolencia,
de ensueños trémulos ante el ojo entreabierto
y de castillos alegres en las nubes que pasan,
eternamente arreboladas en un cielo de verano.
El castillo de la indolencia
En medio de una de esas amplias ensenadas que recortan la orilla este del Hudson, en ese gran ensanchamiento del río que los viejos navegantes holandeses denominaron el Tappan Zee, donde siempre reducían velas de manera prudente e imploraban la protección de san Nicolás al atravesarlo, se encuentra una pequeña villa comercial o puerto rural que algunos llaman Greensburg, pero a la cual se conoce de manera más general y apropiada con el nombre de Tarry Town. Se cuenta que fueron las buenas mujeres de los alrededores quienes la bautizaron así en los tiempos de antaño, debido a la inveterada propensión de sus maridos a entretenerse en la taberna del pueblo en los días de mercado[1]. Sea como fuere, no aseguro que esto sea cierto, simplemente lo menciono, al objeto de ser riguroso. No lejos de esta población, quizás a unas dos millas de distancia, hay un pequeño valle, o más bien una hondonada del terreno entre altas colinas, que constituye uno de los lugares más tranquilos del mundo. Un pequeño arroyo discurre plácidamente a través de él, murmullando sólo lo justo como para inducirnos al sosiego con su arrullo, y el silbido ocasional de la codorniz o el golpeteo del pájaro carpintero son prácticamente los únicos sonidos que turban alguna vez la continua calma del lugar.
Recuerdo que, cuando era un muchacho, mi primer logro en la caza de ardillas fue en un bosquecillo de altos nogales que dan sombra a uno de los lados del valle. Mis pasos me habían llevado hasta allí hacia el mediodía, cuando el campo se halla particularmente en silencio, y me vi sobresaltado por el rugido de mi propia escopeta cuando esta rompió la quietud dominical del entorno, prolongándose y reverberando en furiosos ecos. Si alguna vez deseara encontrar un retiro donde poder escabullirme del mundo y sus distracciones y pasar el resto de mi agitada vida soñando apaciblemente, no conozco un lugar más prometedor para ello que ese pequeño valle.
Debido a la lánguida tranquilidad del sitio y al carácter peculiar de sus habitantes, descendientes de los primeros colonos holandeses, esta apartada cañada se ha conocido desde hace mucho tiempo con el nombre de Sleepy Hollow, y sus rústicos mozos son llamados «los muchachos de Sleepy Hollow» en toda la región. Una influencia adormecedora y onírica parece flotar sobre el lugar e impregnar el propio aire. Hay quien dice que el valle fue embrujado por un doctor alemán en los primeros tiempos del asentamiento; otros, que un antiguo jefe indio, el profeta o hechicero de su tribu, celebraba allí sus asambleas antes del descubrimiento de la zona por el Sr. Hendrick Hudson. Ciertamente, el lugar continúa aún bajo el influjo de algún poder nigromántico que mantiene hechizadas a sus buenas gentes, haciendo que vayan siempre de acá para allá como en un estado de ensoñación. Suelen albergar todo tipo de creencias maravillosas, son propensas a experimentar trances y visiones, y vislumbran cosas extrañas y oyen música y voces sin origen aparente con asiduidad. Toda la zona abunda en leyendas locales, rincones encantados y supersticiones asociadas al crepúsculo; las estrellas fugaces y los meteoros luminosos son más frecuentes en el valle que en cualquier otra parte de la región, y el demonio de las pesadillas, con sus nueve vástagos, parece haberlo tomado como su patio de recreo favorito.
Sin embargo, el espíritu rondador que prepondera en esta región encantada, y da la impresión de ser el comandante en jefe de todas las fuerzas del más allá, es la aparición de una figura sin cabeza que viaja a caballo. Algunos dicen que se trata del fantasma de un soldado hessiano[2] al que una bala de cañón le arrancó la cabeza en una batalla sin nombre de la Guerra de Independencia, y al que la gente de la región ve en ocasiones cabalgando en la oscuridad de la noche como a lomos del viento. Los sitios que suele frecuentar no se limitan únicamente al valle, sino que incluyen también a veces los caminos adyacentes, y especialmente las inmediaciones de una iglesia cercana. De hecho, algunos de los historiadores más fiables de aquellos pagos, que han recabado y cotejado de manera cuidadosa las informaciones que circulan sobre este espectro, afirman que, dado que el cuerpo del soldado fue enterrado en el cementerio de la iglesia, el fantasma cabalga cada noche hacia el escenario de la batalla en busca de su cabeza, y que la velocidad frenética con la que pasa en ocasiones por el valle, como un vendaval nocturno, se debe a la prisa con que ha de regresar al cementerio cuando el amanecer le pisa los talones.
Esto es en líneas generales lo que cuenta la leyenda, la cual ha servido de base a un gran número historias delirantes en aquella región sombría; y al espectro se lo conoce en todos los hogares de la comarca con el nombre de «el jinete sin cabeza de Sleepy Hollow».
Un hecho que sorprende es que la propensión a las visiones que he citado no se circunscribe únicamente a los habitantes nacidos en el valle, sino que también impregna inconscientemente a todo aquel que reside allí durante un tiempo. Por muy despierto que este hubiera sido antes de entrar en aquella región adormecedora, es cosa segura que al cabo de poco tiempo inhalará la hechizante influencia del aire y empezará a volverse imaginativo, a tener ensueños y ver apariciones.
Menciono este tranquilo lugar con todo el elogio posible, ya que es en ese tipo de pequeños valles apartados de raíces holandesas, que uno encuentra recogidos aquí y allá en el gran estado de Nueva York, donde la población, las maneras y las costumbres se mantienen inalteradas en tanto el caudaloso torrente de la inmigración y el progreso, que tan incesantes cambios provoca en otras partes de este agitado país, pasa junto a ellos sin ser advertido. Son como esos pequeños rincones de aguas quietas que hay en los bordes de un rápido arroyo, donde es posible ver una brizna de paja o una burbuja tranquilamente ancladas, o dando vueltas con lentitud en su remedo de puerto, a salvo de la fuerza de la corriente. Aunque han transcurrido muchos años desde la última vez que pisé los soñolientos y umbríos parajes de Sleepy Hollow, me pregunto si no encontraría todavía allí los mismos árboles y las mismas familias vegetando en su abrigado seno.
En este lugar perdido de la mano de Dios vivió, en un remoto periodo de la historia estadounidense –esto es, hace unos treinta años–, un respetable caballero llamado Ichabod Crane, que estuvo residiendo –o «morando», como él decía– en Sleepy Hollow con el propósito de instruir a los niños del vecindario. Era oriundo de Connecticut, un estado que suministra a la Unión pioneros tanto del conocimiento como de los bosques y envía cada año legiones enteras de leñadores fronterizos y maestros rurales. El apellido de Crane no resultaba nada inadecuado para su persona[3]. Era alto, pero extremadamente delgado, con hombros estrechos, brazos y piernas largos, manos que colgaban a una milla de sus mangas y pies que podrían haber servido como palas, y todo su cuerpo daba siempre la impresión de estar a punto de desarmarse. Tenía la cabeza pequeña y chata por arriba, con orejas enormes, grandes ojos verdes y vidriosos y una nariz larga y fina, tal que parecía una veleta colocada sobre su alargado cuello para saber en qué dirección soplaba el viento. En caso de verlo caminando a grandes zancadas sobre el perfil de una colina, con sus ropas colgando y agitándose alrededor de él, uno podría haberlo confundido con el fantasma del hambre descendido a la tierra o con algún espantapájaros huido de un maizal.
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Su escuela era una construcción baja hecha de troncos, con una sola habitación de gran amplitud cuyas ventanas estaban en parte acristaladas y en parte parcheadas con hojas de viejos cuadernos de caligrafía. En las horas en que estaba vacía, se protegía de manera ingeniosa por medio de un mimbre enrollado en la manija de la puerta y estacas apoyadas en los postigos de las ventanas; de tal modo que, si bien un ladrón podía entrar con absoluta facilidad, pasaría cierta vergüenza cuando quisiera salir: una idea que el arquitecto, Yost Van Houten, había tomado prestada con toda probabilidad del misterioso sistema de las trampas para pescar anguilas. La escuela se hallaba en un emplazamiento bastante solitario pero agradable justo al pie de una colina boscosa, cerca de un riachuelo y con un abedul formidable creciendo en uno de sus extremos. En los soporíferos días de verano podía oírse salir de allí, como el zumbido de una colmena de abejas, el débil murmullo de las voces de sus pupilos mientras estudiaban sus lecciones, interrumpido de tanto en tanto por la autoritaria voz del maestro en tono amenazante o imperativo, o quizá por el terrible sonido de la vara cuando azuzaba a algún tardo holgazán a apretar el paso por el florido sendero del conocimiento. A decir verdad, Ichabod Crane era un hombre concienzudo, que tenía presente en todo momento esa valiosa máxima que dice «la letra con sangre entra». Y sus alumnos, ciertamente, tenían bien aprendida la letra.
No obstante, no querría que se creyera que era uno de esos crueles potentados de la escuela que hallan regocijo al azotar a sus súbditos; por el contrario, administraba justicia con más criterio que severidad, aliviando las espaldas de los débiles del peso de la culpa para depositarlo sobre las de los fuertes. El típico mozalbete enclenque que se estremecía al menor movimiento de la vara era perdonado con indulgencia; pero la demanda de justicia se satisfacía infligiendo una ración doble sobre algún cerril golfillo holandés de piel dura y lomo ancho que se enfoscaba, se henchía de rabia y se volvía más terco y hosco bajo la vara. El maestro llamaba a todo esto «cumplir con su deber para con los padres de los muchachos», y nunca propinaba un castigo sin asegurar acto seguido al escocido bribonzuelo que recordaría y le agradecería aquello todos los días de su vida, lo cual suponía un gran consuelo para el muchacho.
Al término de la jornada escolar, Ichabod hacía incluso de compañero de ocio y juegos de los chicos más mayores, y en las tardes de los días festivos solía acompañar a casa a algunos de los más pequeños que resultaban tener hermanas guapas o buenas esposas por madres, conocidas por las delicias de sus alacenas. Ciertamente, mantener buenas relaciones con sus alumnos constituía para él una necesidad. Los ingresos que le proporcionaba la escuela eran pequeños, y apenas habrían bastado para su sustento diario, pues era un gran comilón y, pese a su delgadez, tenía la capacidad de dilatación de una anaconda; pero para ayudar a su manutención comía y se alojaba en las casas de los granjeros a cuyos hijos enseñaba, según era costumbre en los pueblos de la región. Vivía sucesivamente con cada uno de ellos durante una semana, yendo de este modo de una casa a otra del vecindario con todos sus efectos materiales envueltos dentro de un pañuelo de algodón.
A fin de que todo esto no resultara excesivamente oneroso para la bolsa de sus rústicos patrones, quienes tendían a ver los costes de la escolarización como una pesada carga y a los maestros como simples zánganos, empleaba diversos métodos para hacer su estancia útil y agradable. A veces echaba una mano a los granjeros en las labores más ligeras de sus granjas, les ayudaba a hacer heno, reparaba las vallas, llevaba los caballos a abrevar, traía las vacas de los pastos y cortaba leña para el invierno. También dejaba a un lado toda la dignidad autoritaria y el absolutismo con que gobernaba despóticamente su pequeño imperio –la escuela–, y se volvía maravillosamente afable y obsequioso. Se ganaba el favor de las madres mimando a los niños, especialmente a los más pequeños; y al igual que el audaz león, que otrora al corderito tan magnánimamente sujetó[4], solía sentarse con un infante encima de la rodilla y mecerlo moviendo el pie durante horas.
Adicionalmente a sus otras vocaciones, era el maestro de canto de la zona, y se sacaba una buena cantidad de brillantes chelines enseñando a cantar salmos a los jóvenes. Para él era una cuestión de no poco orgullo ocupar cada domingo su puesto frente a la galería de la iglesia junto con un coro de cantantes seleccionados, momento en que, en su opinión, le arrebataba la palma al pastor. Es cierto que su voz resonaba mucho más alto que la de todos los demás fieles, y hay ciertos trinos peculiares que aún han de oírse en esa iglesia, y que incluso pueden sentirse a media milla de distancia, hasta en el lado opuesto de la represa del molino en una tranquila mañana dominical, que según se dice descienden legítimamente de la nariz de Ichabod Crane. De esta forma, realizando diversos trabajillos temporales de ese modo ingenioso comúnmente denominado «servir igual para un roto que para un descosido», al respetable pedagogo le iba medianamente bien, y todos aquellos que no entendían en absoluto el trabajo intelectual pensaban que llevaba una vida maravillosamente cómoda.
El maestro es por lo general un hombre de cierta importancia en el círculo femenino de un vecindario rural, al estar considerado una especie de personaje ocioso y caballeroso muy superior en gusto y talentos a los toscos mozos de la región, y, de hecho, solamente inferior en erudición al pastor de la iglesia. Su aparición en una casa a la hora del té, por lo tanto, tiende a generar un pequeño revuelo y la adición de un plato extra de pasteles o confites, o, tal vez, la exhibición de una tetera de plata. Así pues, nuestro hombre de letras se sentía especialmente feliz en medio de las sonrisas de todas las damiselas campestres. ¡Cómo podía vérsele entre estas últimas los domingos en el jardín de la iglesia, entre oficio y oficio, recogiendo uvas para ellas de las parras silvestres que plagaban los árboles circundantes; recitando para su diversión todos los epitafios de las lápidas, o paseando, con un grupo entero de ellas, por las orillas de la vecina represa del molino, mientras los pueblerinos, que eran más tímidos, se mantenían atrás con vergüenza, envidiando su superior elegancia y modales!
Debido a su vida parcialmente itinerante, era una especie de gaceta que circulaba de casa en casa llevando consigo todos los cotilleos locales, por lo que su aparición siempre era recibida con agrado. Las mujeres, además, lo consideraban un hombre de vasta cultura, pues había leído varios libros de principio a fin y era un completo experto en la Historia de la brujería en Nueva Inglaterra de Cotton Mather, arte en la cual, por cierto, creía con total fuerza y firmeza.
El hombre, de hecho, com...

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