Sartre en 90 minutos
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Sartre en 90 minutos

  1. 104 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

En vida de Jean-Paul Sartre, su filosofía fue bien conocida por estudiantes, intelectuales y revolucionarios, e incluso entre el gran público de todo el mundo. Esta popularidad, sin precedentes para un filósofo, fue debida en parte a sus propias ideas políticas revolucionarias, pero sobre todo se debió a su papel como portavoz del existencialismo en el momento justo en que este conjunto de ideas llenaba el vacío espiritual heredado de la Segunda Guerra Mundial y sus despojos. El existencialismo ponía de manifiesto la libertad total del individuo, constituía una estimulante y comprometida "filosofía de la acción". En manos de Sartre, se convirtió en una rebelión contra los valores dominantes de la burguesía. En Sartre en 90 minutos, Paul Strathern expone de manera clara y concisa la vida e ideas del genio parisino. El libro incluye asimismo una selección de los escritos de Sartre, una breve lista de lecturas sugeridas para aquellos que deseen profundizar en su pensamiento y cronologías que sitúan a Sartre en su época y en una sinopsis más amplia de la filosofía.

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Información

Editorial
Siglo XXI
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788432316999
Edición
1
Categoría
Filosofía
Vida y obra de Sartre
Jean-Paul Sartre nació burgués. Su padre era un joven oficial marino que murió de fiebres en 1906, cuando Sartre tenía solo un año. Sartre describiría esto como «el acontecimiento más grande de mi vida… De haber vivido, mi padre se habría posado sobre mi cabeza y me habría aplastado». Sartre afirma que, puesto que le había sido negada esta fantasía edípica, creció sin sentido de la obediencia filial: «sin superego… sin agresividad». No tenía ningún respeto por la autoridad, ni ningún deseo de ejercer poder sobre otros. Por lo tanto, resulta algo sorprendente que esta santa infancia diera lugar a un odio imperecedero a la burguesía (y a cualesquiera hábitos o valores de clase media asociados con esta digna parte de la comunidad), a la necesidad de toda su vida de combatir cualquier tipo de autoridad, y al deseo de establecer una dominación psicológica sobre todo el que llegara a tener un estrecho contacto con él. Sartre había de examinar, con la brillantez del genio, el intrincado trabajo de su mente, pero se le escaparon a menudo otros puntos más obvios.
La madre de Sartre, Anne-Marie, y su santo hijo regresaron a la casa, en las afueras de París, del padre de ella, Karl Schweitzer (tío del célebre Albert Schweitzer, médico misionero en África). El abuelo Schweitzer era un típico personaje patriarcal francés de la época. Usaba trajes elegantes y un sombrero panamá; su palabra era ley en una familia, exceptuándolo a él, enteramente femenina, y fue constantemente infiel a su esposa. En su autobiografía Les mots (Las palabras), Sartre le recuerda como «un hombre guapo, de abundante barba blanca, esperando siempre la oportunidad de lucirse… Era tan parecido a Dios Padre que a veces se le tomaba por él». He aquí un superego tomado directamente de donde los hacen, aunque Sartre rehusó conceder a su abuelo este papel psicológico vacante.
Al joven Jean-Paul y a su madre se les trataba como los niños de la familia, con lo que Sartre llegó a ver en Anne-Marie una hermana muy cercana más que una madre. A diferencia con la figura de padre que afirmaba no necesitar, la figura madre-hermana había de ser un requisito esencial durante toda su vida.
A juzgar por todas las descripciones, incluida la propia, Sartre parece haber tenido una infancia feliz, bienaventurada. Rodeado de mujeres que le adoraban, el ego del joven Jean-Paul se expandió rápidamente en compensación de su falta de una instancia superior. Como si la santidad no fuera suficiente, el niño-santo se dijo a sí mismo: «Soy un genio». Nadie le contradijo, hasta el abuelo le cogió en sus brazos diciéndole «¡Mi pequeño tesoro!». (Con su cerrazón característica, Sartre diría más tarde: «Odio mi infancia y todo lo que sobrevive de ella».)
A diferencia con otros mocosos engreídos que llegan a la conclusión de que son unos genios, Sartre tenía la imaginación, la capacidad de esfuerzo y la inteligencia necesarias para cumplir con este papel que se asignaba a sí mismo. El joven Sartre estaría pronto llenando un cuaderno tras otro con largas historias de aventuras caballerescas y de heroismo.
Por entonces, sufrió Sartre el accidente que había de marcar su apariencia de por vida. Cogió un resfriado durante unas vacaciones en la playa. En aquellos tiempos, la profesión médica contaba con una respetabilidad que excedía en mucho sus capacidades reales, de modo que se dejó que el resfriado del muchacho evolucionara hasta tener complicaciones desastrosas, con el resultado de que Sartre enfermó de glaucoma en el ojo derecho, que degeneró en estrabismo y en una falta parcial de vista; en lenguaje brutalmente no médico, bizqueaba grotescamente, con un ojo casi ciego que se fijaba en una mirada oblicua. Pero el solipsismo puede superar incluso tales estigmas, y Jean-Paul continuó en su mundo idílico infantil.
Entonces sucedió algo realmente terrible: su madre tuvo la desconsiderada desfachatez de casarse de nuevo. Jean-Paul estaba horrorizado; ya no era el centro de la atención de Anne-Marie. La nueva madame Mancy se trasladó con su marido-usurpador Joseph a la lejana La Rochelle. El desmañado chico de doce años, con un ojo incoloro, hubo de viajar al puerto de La Rochelle con su madre y Joseph Mancy. Sartre recuerda en su autobiografía (escrita en su cincuentena) a su padrastro de cuarenta y tres años en una forma tan vívida que delata un sentimiento profundo. «Mi madre no se casó con mi padrastro por amor… no era muy agradable… un hombre alto con un bigote negro… de complexión desigual… una nariz muy grande.» El autoritario y totalmente burgués monsieur Mancy estaba perfectamente hecho para el papel de malvado padrastro. Era rico, vivía en una mansión opulenta y era un ciudadano eminente en una ciudad de provincias de impecable complacencia provinciana. Joseph Mancy era presidente de los astilleros locales Delaunay-Bellville y dirigía su negocio con eficiencia, al antiguo estilo capitalista. (Cualquier amenaza de huelga era despachada con un cierre patronal, hasta que el hambre resolvía el asunto.) Todas las tardes, después del trabajo, recibía a su hijastro en el esplendente salón principal para darle lecciones adicionales de geometría y álgebra. Fiel a su general comportamiento, monsieur Mancy era partidario de los métodos de enseñanza ortodoxos; un persistente fracaso en dar con la respuesta adecuada tenía como consecuencia un bofetón.
Mientras tanto, el pequeño pedante, con sus pantalones bombachos a la moda de París, era saludado con silbidos de burla por sus condiscípulos del lycée, menos a la moda. Este bautismo de fuego indujo autosuficiencia e introversión en él; no le iban a intimidar esos matones. Su egoísmo dominante se transformó en una total independencia de mente.
Los más perspicaces de sus condicípulos se dieron cuenta de que el pequeño y endeble dandy con cara de rana tenía una mente excepcional, a pesar de que no destacaba en los exámenes. (Es posible que se deba a la insistente tutela de su padrastro el que la mejor cabeza de la Francia de su generación no pasara del lugar un tercio por debajo del primero en su clase.) A Sartre le tocó el tradicional papel de genio oficial y chivo expiatorio de la clase; era el desagradable tipejo manchado de granos que lo sabía todo (y procuraba que todos lo notaran); pero, a la vez, tenía el revelador hábito de hacer patochadas. Una anécdota bastará como ejemplo. (Típicamente, la fuente es el mismo Sartre, 40 años después.) Como todos los otros chicos del lycée, Sartre fantaseaba sobre las mujeres del barrio chino del puerto; su imaginación excepcional dejó atrás las insignificantes hazañas de sus compañeros adolescentes. «Les dije que había una mujer con la que iba al hotel, que me encontré con ella una tarde y que hicimos lo que ellos decían que hacían con sus putas… Llegué incluso a pedirle a la criada de mi madre que me escribiera una carta: “Queridísimo Jean-Paul…”. Sospecharon de mi superchería… Confesé… y fui el hazmerreír de la clase.»
Eran tiempos difíciles. La Primera Guerra Mundial había estallado y muchos de los condiscípulos de Sartre vivían solos con sus madres, pues los padres habían sido llamados a filas: la carnicería de las trincheras se cobró sus víctimas y sus condiscípulos en duelo descargaban su agresividad, acrecentada por el dolor, en el más débil. En Sartre se desarrolló una reciedumbre mental a la vez que cierta ambivalencia; rehusaba adherirse a una banda de idiotas irreflexivos, pero anhelaba ser aceptado; quería ser popular, pero en sus propios términos. Esta ambivalencia también persistiría toda su vida.
Pero en la privacidad de su cuarto, el pequeño cara de rana del ojo descolorido era un príncipe. Sentado en su escritorio, el muchacho que se consolaba continuamente diciéndose «Soy un genio», estaba ya poniéndose con la imposible tarea de llegar a serlo. Los cuadernos llenos de historias románticas caballerescas daban paso a textos autobiográficos, y pronto empezó a escribir novelas enteras. A la edad de catorce años había terminado su segunda novela, Goetz von Ber­lichingen, acerca de un tirano medieval alemán; la novela alcanza su clímax cuando los súbditos del tirano se sublevan destrozando las fábricas e hilanderías locales (algunas de un parecido más que casual con los astilleros). El tirano es finalmente ejecutado de una manera ingeniosa y atroz: su cabeza es introducida a través de un agujero en el reloj del campanario de tal manera que emerja en el numeral romano XII. El tirano sufre los últimos instantes de su vida una angustia creciente a medida que el brazo del reloj va subiendo, segundo a segundo, hasta el momento en que será decapitado, al mediodía.
Esta combinación de angustia, violencia y rigor mortal había de ser el sello del escritor en su madurez, cuyas obras retienen toda la inmediatez de la ansiedad adolescente; los intensos dolores de crecimiento que Sartre experimentó entonces dejarían una marca indeleble. En esa edad, los sentimientos van a menudo inextricablemente mezclados con el despertar del preguntar filosófico. Parte del genio de Sartre se debió a su habilidad para conservar esa combinación y la fuerza emocional-intelectual que genera en una mente joven que crece hacia la conciencia y la perplejidad.
En 1919 se puso Sartre a robar dinero del bolso de su madre; lo usaba para buscar el favor de sus compañeros de clase, comprándoles dulces exóticos y pasteles de ron en un café local de moda. El placer de Sartre por su popularidad y el gusto empalagoso de los pasteles llevaban dentro sentimientos de culpa e inseguridad, un soterrado amargor, en otra intensa combinación emocional que pasaría a ser un tema recurrente: dulce-pegajoso y nauseabundo.
Como tenía que suceder, la astucia de Sartre fue desenmascarada, lo que le volvió a cubrir aún más de ridículo entre sus desagradecidos compañeros, a la par que producía el típico revuelo familiar; todo esto colmó algún vaso y Sartre ofreció regresar a París. Prefería vivir bajo la disciplina férrea de Dios el Abuelo antes que en la del cliché de Mammon el Padrastro. Sartre el rebelde estaba aprendiendo a escoger dónde rebelarse: qué circunstancias se adaptaban mejor a su forma particular de rebelión, primeros pasos útiles para lo que se convertiría en una campaña de toda su vida.
A los quince años ingresó Sartre como interno de semana en el prestigioso Lycée Henri IV. Se puso a leer vorazmente, absorbiendo áreas amplísimas de la...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Introducción
  5. Vida y obra de Sartre
  6. De los escritos de Sartre
  7. Cronología de fechas filosóficas importantes
  8. Cronología de la vida de Sartre
  9. Lecturas recomendadas
  10. Títulos publicados