Más allá del principio del placer
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Más allá del principio del placer

Sigmund Freud

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Más allá del principio del placer

Sigmund Freud

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Más allá del principio de placer fue escrito por Freud entre marzo y mayo de 1919, más tarde modificada y publicada en 1920. Se la conoce como el "gran giro" de la década de 1920, pues constituye un reordenamiento teórico fundamental de su teoría. En él el autor, aunque ya había llamado la atención sobre la compulsión de repetición como fenómeno clínico, le atribuye aquí las características de una pulsión. Asimismo, plantea por primera vez la nueva dicotomía entre Eros y las pulsiones de muerte y presenta indicios del nuevo cuadro estructural de la mente que dominará todos sus escritos posteriores. Finalmente, hace su primera aparición explícita el problema de la destructividad, cada vez más prominente en sus obras teóricas.

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Información

Año
2020
ISBN
9788446049869
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Sigmund Freud hacia 1921, retratado por Max Halberstadt.
Más allá del principio del placer
I
En la teoría psicoanalítica damos por sentado que el curso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio del placer; esto es, creemos que en todos los casos dicho curso tiene su origen en una tensión displacentera, y luego toma una dirección cuyo resultado final coincide con una disminución de esa tensión, es decir, con una evitación del displacer o una producción de placer. Cuando consideramos los procesos anímicos por nosotros estudiados en relación con ese curso, introducimos en nuestro trabajo el punto de vista económico. Pensamos que una exposición que, además de los aspectos tópico y dinámico, trate de considerar este aspecto económico, es la más completa que podemos concebir por el momento, y merece distinguirse con el nombre de exposición metapsicológica.
No tiene para nosotros interés alguno indagar hasta qué punto nos aproximamos o adherimos con nuestra tesis del principio del placer a un determinado sistema filosófico históricamente definido. Hemos llegado a tales supuestos especulativos desde nuestro empeño por describir y dar cuenta de hechos que cotidianamente observamos en nuestro campo. Ni la prioridad ni la originalidad se cuentan entre los objetivos que se ha propuesto el trabajo psicoanalítico, y las impresiones en que se sustenta la formulación de este principio son tan obvias que difícilmente pueden pasar inadvertidas. En cambio, estaríamos dispuestos a agradecer una teoría filosófica o psicológica que supiera aclararnos los significados de las sensaciones de placer y displacer, tan imperativas para nosotros. Por desgracia, nada aprovechable se nos ofrece en este respecto. Es el ámbito más oscuro e inaccesible de la vida anímica, y, como no podemos evitar tocarlo, creo que la hipótesis más laxa será la mejor. Nos hemos resuelto a relacionar placer y displacer con la cantidad de excitación –no ligada a factor alguno determinado– presente en la vida anímica, de tal manera que el displacer corresponda a un incremento, y el placer a una disminución de tal cantidad. No pensamos con ello en una relación simple entre la intensidad de las sensaciones y las transformaciones a las que son atribuidas; menos aún –como enseñan todas las experiencias de la psicofisiología– en una proporcionalidad directa; probablemente, el factor decisivo respecto a la sensación sea la medida del incremento o la disminución en el tiempo. Es posible que la experimentación pueda aclarar algo a este respecto, mas para nosotros los analistas no es recomendable adentrarnos más en estos problemas mientras no puedan guiarnos observaciones muy precisas.
Sin embargo, no puede sernos indiferente ver que un investigador tan penetrante como G. T. Fechner[1] haya sustentado sobre el placer y el displacer una concepción coincidente en lo esencial con la que nos ha impuesto el trabajo psicoanalítico. Fechner expone esta concepción en su opúsculo de 1873 titulado Algunas ideas sobre la historia de la creación y evolución de los organismos (sección XI, nota adicional, p. 94), y reza así:
Por cuanto los impulsos conscientes siempre se hallan relacionados con el placer o el displacer, puede suponerse a estos en una relación psicofísica con estados de estabilidad o inestabilidad; y sobre esto puede fundarse la hipótesis, que más adelante desarrollaré detalladamente, según la cual todo movimiento psicofísico que traspasa el umbral de la conciencia se halla tanto más revestido de placer cuanto más se aproxima, a partir de cierto límite, a la completa estabilidad, o de displacer cuanto más se aleja de esa estabilidad a partir de otro límite distinto, existiendo entre ambos límites, que han de caracterizarse como umbrales cualitativos del placer y el displacer, cierto margen de indiferencia estética…
Los hechos que nos movieron a creer que el principio del placer rige la vida anímica encuentran también su expresión en la hipótesis de que el aparato anímico se afana por mantener lo más baja posible, o al menos constante, la cantidad de excitación en él presente. Esto viene a decir lo mismo, solo que de una manera distinta, pues si la labor del aparato anímico trata de mantener baja la cantidad de excitación, todo cuanto sea capaz de incrementarla se sentirá como disfuncional, es decir, displacentero. El principio del placer se deriva del principio de constancia; en realidad, el principio de constancia se dedujo de los hechos que nos obligaron a aceptar el principio del placer. Profundizando aún más, descubriremos que ese afán, por nosotros supuesto, del aparato anímico se subordina como caso especial al principio de Fechner de la tendencia a la estabilidad, con la cual relacionó las sensaciones de placer y displacer.
Pero entonces debemos decir que es incorrecto hablar de un dominio del principio del placer sobre el curso de los procesos anímicos. Si así fuera, la abrumadora mayoría de nuestros procesos anímicos tendría que ir acompañada de placer o conducir a él; y la experiencia más universal refuta enérgicamente esta conclusión. Por lo tanto, solo una cosa puede suceder, y es que en el alma existe una fuerte tendencia al principio del placer, a la que, sin embargo, se oponen otras fuerzas o estados, de suerte que el resultado final no siempre puede corresponder a la tendencia al placer. Compárese la observación que hace Fechner (1873, p. 90) sobre un problema similar: «Dado que la tendencia hacia la meta no significa todavía su logro, y en general esta meta solo puede alcanzarse por aproximaciones…». Si ahora atendemos a la pregunta por las circunstancias capaces de impedir que el principio del placer prevalezca, volvemos a pisar un terreno seguro y conocido, y para dar una respuesta podemos recurrir al rico acervo de nuestras experiencias analíticas.
El primer caso de esta inhibición del principio del placer nos es familiar como algo normal. Sabemos que el principio del placer es propio de un funcionamiento primario del aparato anímico, y que no es como tal nada útil, y aun peligroso en alto grado, para la autoafirmación del organismo en medio de las dificultades del mundo exterior. Bajo el influjo de las pulsiones de autoconservación del yo, queda relevado por el principio de realidad, que, sin abandonar el propósito de una consecución final del placer, exige y logra posponer la satisfacción, renunciar a diversas posibilidades de obtenerla y tolerar provisionalmente el displacer en el largo rodeo hacia el placer. El principio del placer continúa aún, por largo tiempo, rigiendo el funcionamiento de las pulsiones sexuales, difíciles de «educar»; y una y otra vez sucede que, sea desde estas últimas, sea en el interior del propio yo, domina al principio de realidad en detrimento del organismo entero.
Indudablemente, no puede hacerse responsable de la sustitución del principio del placer por el principio de realidad más que a una pequeña parte, y no la más intensa, de las experiencias de displacer. Otra fuente, no menos obediente a una ley, de la génesis del displacer surge de los conflictos y disociaciones que tienen lugar en el aparato anímico mientras el yo verifica su evolución hacia organizaciones de superior complejidad. Casi toda la energía que llena el aparato proviene de pulsiones que le son inherentes, pero no todas ellas son admitidas en cada fase del desarrollo. En el curso de este, acontece repetidamente que ciertas pulsiones o partes de pulsiones se muestran en sus metas o sus demandas inconciliables con las restantes, que pueden unirse para formar la unidad completa del yo. Estas pulsiones son entonces segregadas de esa unidad por el proceso de la represión; retenidas en estadios inferiores del desarrollo psíquico y privadas al principio de la posibilidad de una satisfacción. Y si luego consiguen –como tan fácilmente sucede en el caso de las pulsiones sexuales reprimidas– procurarse por ciertos caminos indirectos una satisfacción directa o sustitutiva, este éxito, que normalmente habría constituido una posibilidad de placer, es sentido por el yo como displacer. A consecuencia del primitivo conflicto que desembocó en la represión, el principio del placer experimenta otra ruptura justo en el momento en que ciertas pulsiones trataban de ganar un nuevo placer obedeciendo a ese principio. Los detalles del proceso por el cual la represión trasforma una posibilidad de placer en una fuente de displacer no han sido aún bien comprendidos, o no pueden describirse con claridad, pero es seguro que todo displacer neurótico es de esta índole: un placer que no puede sentirse como tal[2].
Las dos fuentes de displacer que hemos indicado están muy lejos de abarcar la mayoría de nuestras vivencias de displacer, pero de las restantes puede afirmarse, con cierta justificación, que su existencia no contradice al imperio del principio del placer. En su mayor parte, el displacer que sentimos es, ciertamente, displacer de percepción-percepción del empuje de pulsiones insatisfechas, o percepción exterior, sea porque esta resulta penosa en sí misma o porque excita en el aparato anímico expectativas displacenteras en las que este reconoce un «peligro». La reacción frente a esas exigencias pulsionales y esas amenazas de situaciones peligrosas, reacción en la que se exterioriza la verdadera actividad del aparato anímico, puede ser luego dirigida de manera correcta por el principio del placer o por el principio de realidad, que lo modifica. No parece entonces necesario admitir una restricción mayor del principio del placer, y, sin embargo, la investigación de la reacción anímica al peligro exterior puede proporcionar nueva materia y nuevas interrogantes al problema aquí tratado.
[1] Gustav Fechner (1801-1887), filósofo y psicólogo alemán, realizó diversos experimentos para demostrar la vinculación mente-cuerpo, y buscó durante años un modelo matemático y una ecuación que determinara la existencia de relación entre los aspectos materiales y espirituales/mentales. En 1860 sistematizó sus trabajos y descubrimientos y publicó el libro que provocaría que la psicofísica naciese como disciplina propia, Elementos de psicofísica, en el cual exploraba las relaciones matemáticas y físicas entre cuerpo y mente a través de la investigación de la sensación y la percepción.
[2] Lo esencial es, sin duda, que placer y displacer están ligados al yo como sensaciones conscientes.
II
Después de graves conmociones mecánicas, choques de trenes y otros accidentes en los que hubo peligro de muerte, es común que aparezca una perturbación desde hace tiempo bien descrita que ha recibido el nombre de «neurosis traumática». La horrenda guerra que acaba de concluir originó gran número de tales padecimientos y, al menos, ha puesto fin al intento de atribuirlos a una lesión orgánica del sistema nervioso producida por una violencia mecánica[1]. El cuadro de la neurosis traumática se aproxima al de la histeria por su abundancia de síntomas motores similares, pero lo sobrepasa por lo regular de sus acusados signos de padecimiento subjetivo, semejantes, por ejemplo, a los de la hipocondría o la melancolía, y con la evidencia de un mayor debilitamiento y un desarreglo mucho mayores de las funciones anímicas. Hasta ahora no se ha logrado comprender plenamente las neurosis de guerra, ni tampoco las neurosis traumáticas en tiempos de paz. En las neurosis de guerra resultaba, por un lado, esclarecedor, aunque por otro volvía a confundir las cosas, el hecho de que el mismo cuadro patológico aparecía en ocasiones sin que tuviera parte en él ninguna violencia mecánica brusca. En la neurosis traumática común se destacan dos rasgos que podrían tomarse como punto de partida de la reflexión: en primer lugar, el hecho de que el elemento principal de la causación parece hallarse en la sorpresa, el terror, y en segundo lugar, que una lesión o herida recibida se opone, en la mayoría de los casos, a la génesis de la neurosis. Terror, miedo, angustia, se usan equivocadamente como expresiones sinónimas, pero se las puede diferenciar muy bien en su relación con el peligro. La angustia designa cierto estado como de expectación del peligro y preparación para él, aunque sea un peligro desconocido; el miedo requiere un objeto determinado que nos atemorice, pero el terror constituye aquel estado en que se cae cuando se corre un peligro sin estar preparado; acentúa así el factor sorpresa. No creo que la angustia pueda producir una neurosis traumática; en la angustia, hay algo que protege contra el terror y por tanto también contra la neurosis de terror. Más adelante volveremos sobre esta tesis.
Podemos considerar el estudio del sueño como el camino más seguro para explorar los procesos anímicos profundos. Ahora bien, la vida onírica de la neurosis traumática muestra este carácter: reconduce al enfermo, una y otra vez, a la situación de su accidente, de la cual despierta con renovado terror. Esto no suele sorprender a casi nadie. Se piensa que, si la vivencia traumática asedia de continuo al enfermo incluso en el sueño, ello prueba la fuerza de la impresión que le causó. El enfermo estaría, por así decirlo, fijado psíquicamente al trauma. Estas fijaciones a la vi...

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