La rebelión de los catalanes (2.ª Edición)
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La rebelión de los catalanes (2.ª Edición)

Un estudio de la decadencia de España (1598-1640)

John H. Elliott, Rafael Sánchez Mantero

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La rebelión de los catalanes (2.ª Edición)

Un estudio de la decadencia de España (1598-1640)

John H. Elliott, Rafael Sánchez Mantero

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La rebelión catalana de 1640 fue un acontecimiento capital en la Europa del siglo XVII. Sus antecedentes y sus causas -uno de los ejes de este magistral y clásico estudio- iluminan extraordinariamente la cuestión, largamente debatida, de la decadencia de España.John H. Elliott perfila con trazo firme el progresivo deterioro de las relaciones entre el Principado de Cataluña y el gobierno de la monarquía en Madrid a lo largo de la primera mitad del siglo XVII. De la feroz represión del bandolerismo catalán a la presión que suponían las nuevas políticas centralizadoras de Olivares, la tensión creciente acabó desembocando en una rebelión que, en última instancia, desempeñó un papel crucial en el declive español. Investigación ejemplar y obra fundamental, La rebelión de los catalanes no solo es una lectura esencial para comprender las razones del declive español sino que constituye, igualmente, un caso paradigmático de la lucha perenne entre las libertades regionales y las necesidades de los gobiernos centrales.La presente edición ha sido revisada en su totalidad e incluye, además, un nuevo prólogo del autor y un estudio de los profesores Pablo Fernández Albaladejo y Julio Pardos Martínez sobre la obra e influencia de J. H. Elliott.

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Información

Año
2013
ISBN
9788432316937
Edición
1
Categoría
Historia
V. La restauración del gobierno (1616-1621)
En la primavera de 1615 ya la situación de Cataluña era terrible: peor que nunca, según el Consejo de Aragón1. Parecía que solo había una posible respuesta a las depredaciones de las partidas de bandoleros: la acción por parte de Madrid. Lo mismo podía decirse, o al menos se creía que sería válido, para la fuerte escasez de moneda fraccionaria. A finales de enero de 1615 los consellers de Barcelona redactaron una carta al duque de Lerma pidiéndole que intercediese ante Su Majestad:
La gran necessitat i estretor en què tota aquesta ciutat i principat estan posats. La qual és tan gran que si prompte per SM no som remediats perillam de veure’ns en aquesta ciutat i en tota la provincia amb un gran extrem. Ja va creixent de manera que de cada dia va faltant el públic i particular comerç i els habitants en aquesta ciutat no troben moneda de plata per comprar los aliments ordinaris. I aquesta falta i dany és tan gran que en temem d’una gran revolució i escàndol2.
La ciudad de Barcelona, y en realidad casi todo el Principado, no habían estado nunca tan ansiosos de que el rey afirmase su autoridad real como lo estaban en 1615. Habían ya pasado los días en que los catalanes se lamentaban constantemente de la interferencia de Madrid en sus asuntos. Ahora se lamentaban, aún más amargamente, de su falta de interferencia. El padre Franc, enviado por Barcelona para negociar la cuestión monetaria, se mordía las uñas en Madrid a causa de la actitud de los ministros: «Per a parlar-los és menester una paciència de Job… És un laberint de Creta aquesta cort… Coses de França i Itàlia los té tan ocupats que no s’adonen d’altres coses… El duc no ha volgut fer cap negoci a Aranjuez…»3. Pasaban los meses, y el duque seguía sin hacer nada. Las monedas eran tan escasas y los bandoleros tan numerosos como siempre. Finalmente, en septiembre de 1615, una o dos semanas antes de la muerte de Almazán, la Diputación envió a Carles de Calders en embajada especial a la corte, con instrucciones secretas para presentarle al rey las aflicciones de la provincia, e indicarle que «està tot lo Principat sense esperança de tenir-lo (remei) si no és que informat sa real magt. com a rei i señor hi manarà proveir»4.
Castilla nunca tuvo una oportunidad mejor que la de 1615 para imponer su voluntad en Cataluña. El Principado estaba no solo dispuesto a aceptar una intervención de las tropas castellanas; había incluso razón para creer que les daría la bienvenida. Esta, al menos, era la opinión del obispo de Vich.
Sepa vm. que la gente deste Principado culpa mucho a todos los obispos porque no se juntan a representar todos estos males y pedir remedio, y dicen que envíe su magd. gente y los conquiste, que todos se le darán para que siente la justicia como en Castilla y les quite sus malos usos y costumbres que la impiden5.
El hecho de que el obispo de Vich fuese un extranjero recién llegado al Principado resta hasta cierto punto valor a sus observaciones. Sin embargo, los acontecimientos de los dos o tres años siguientes ponen de manifiesto que no se hallaba muy equivocado, y que el pueblo estaba dispuesto a aceptar un gobierno firme a casi cualquier precio. Tampoco esto podía resultar sorprendente. Las constituciones podían ser sacrosantas a los ojos de algunos miembros de la clase dirigente, pero al resto de la población podía perdonársele que se sintiese menos entusiasta respecto a unas leyes que daban licencia sin restricciones a los nobles. Si había que escoger entre la seguridad y las constituciones, no cabía duda sobre lo que escogería la mayoría.
Así pues, había surgido una incomparable oportunidad para que Madrid castellanizase Cataluña bajo el pretexto de restaurar el orden. Los historiadores catalanes han supuesto, en realidad, que esta había sido la intención de los ministros del rey desde hacía largo tiempo. Sin embargo, resulta difícil encontrar testimonios que respalden esta afirmación. Si se entiende por ministros del rey el Consejo de Aragón, la acusación carece de todo fundamento. Los regentes del Consejo de Aragón no eran castellanos, y no deseaban ver a sus compatriotas gobernados por las leyes de Castilla. Preocupados por el problema de mantener en la Corona de Aragón un gobierno aceptable y al mismo tiempo legítimo, ponían mucho cuidado en señalar en sus consultas lo importante que era que los aragoneses, los catalanes y los valencianos no fuesen inducidos a creer «que por ser el Rey de Aragón Rey de Castilla y de otros Reinos, les faltase un tilde de aquello que tuvieran si fuere solamente Rey de Aragón»6. El rey de todos era esencialmente, para ellos, el rey de cada uno. Si Cataluña había de ser castellanizada, los regentes del Consejo de Aragón no eran los hombres para hacerlo.
Si, por otra parte, había una conspiración a más alto nivel, entre Lerma y unos cuantos de sus colegas, para privar a la Corona de Aragón de sus leyes y sus libertades, era muy extraña la forma de llevarla a cabo. Los embajadores y los representantes de los reinos de la Corona de Aragón fueron tratados en los primeros años del reinado con una extraña deferencia, y el embajador veneciano informó en 1605 de que «Aragón, Valencia, Cataluña y Navarra, como ponen toda su fuerza en la conservación de sus privilegios, y el tiempo es a propósito para esto, pasan sin quejarse»7. Resulta difícil de creer que Lerma, siendo valenciano, tuviese el deseo o la energía de ponerse a cambiar las formas de gobierno de las provincias de España,...

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