Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad
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Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad

Obra completa 6

Theodor W. Adorno, Alfredo Brotons Muñoz

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Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad

Obra completa 6

Theodor W. Adorno, Alfredo Brotons Muñoz

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La formulación 'dialéctica negativa' atenta contra la tradición. Ya en Platón, la dialéctica quiere obtener algo positivo mediante el instrumento intelectual de la negación; más tarde, la figura de una negación de la negación designó esto lacónicamente. Este libro querría liberar a la dialéctica de semejante esencia afirmativa, sin disminuir en nada la determinidad. Devanar su paradójico título es una de sus miras.'Nueva traducción de una de las referencias absolutas en la producción de Adorno, que en la presente edición está acompañada por 'La jerga de la autenticidad', según la concepción original del propio autor.

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Información

Año
2005
ISBN
9788446041924
Edición
1
Categoría
Philosophy
La jerga de la autenticidad
Sobre la ideología alemana
Escrito en 1962-1964
Para Fred Pollock
con ocasión del 22 de mayo de 1964
Il est plus facile d’élever un temple
que d’y faire descendre l’objet du culte.
Samuel Beckett, L’innommable
En los primeros años veinte una serie de personas que se dedicaban a la filosofía, la sociología y también a la teología, planearon una reunión. La mayoría de ellas habían pasado de una confesión a otra; les era común el énfasis en la religión recién adquirida, no esta misma. Todas ellas estaban insatisfechas con el idealismo entonces todavía dominante en las universidades. La filosofía les movió a elegir, en nombre de la libertad y la autonomía, la teología positiva, como ya se dice en Kierkegaard. Para ellos, sin embargo, se trataba no tanto del dogma determinado, del contenido de verdad de la revelación, como de una mentalidad. Un amigo al que entonces atraía aquel ambiente no fue invitado, para su ligera irritación. Él no era, así se le indicó, lo bastante auténtico. Pues vacilaba ante el salto kierkegaardiano; sospechaba que una religión que es conjurada desde un pensamiento autónomo se somete con ello a éste y se niega como lo absoluto que según su propio concepto quiere sin embargo ser. Los reunidos eran intelectuales antiintelectuales. Se confirmaban su superior connivencia excluyendo a quien no profesaba del modo en que ellos se atestiguaban mutuamente. Lo que defendían desde el punto de vista espiritual se lo achacaban a su ethos, como si el nivel interior de una persona lo elevara el hecho de que fuera partidaria de una doctrina de lo superior; como si en los Evangelios no hubiera nada contra los fariseos. – Todavía cuarenta años después, un obispo retirado abandonó el congreso de una academia evangélica porque uno de los ponentes invitados puso en duda la posibilidad de la música sacra hoy en día. También él se sentía exonerado o había sido advertido de tratar con quienes no se ajustan a lo establecido: como si el pensamiento crítico no tuviera ningún fundamento objetivo, sino que fuera una falta subjetiva. Los hombres de su tipo aúnan la tendencia a, en palabras de Borchardt, imponer su opinión con miedo a reflejar su reflexión, como si no creyeran del todo en sí mismos. Hoy como entonces, huelen el peligro de perder de nuevo lo que llaman lo concreto en la abstracción para ellos sospechosa, la cual no puede extirparse de los conceptos. La concreción se les antoja prometida por el sacrificio, el intelectual en primer lugar. Los herejes bautizaron al grupo como los «auténticos». Ser y tiempo tardaría todavía mucho en aparecer. Al introducir en la obra la autenticidad por antonomasia, desde un punto de vista ontológico-existencial, como palabra clave específicamente filosófica, Heidegger vertió enérgicamente en la filosofía aquello que los auténticos ansían menos teóricamente y con ello conquistó a todos los que vagamente se reclaman de ella. Las imputaciones confesionales se hicieron prescindibles gracias a él. Su libro alcanzó su nimbo porque describió como perspicua, puso a la vista como sólidamente comprometedora, la dirección del oscuro impulso de la intelligentsia antes de 1933. Ciertamente, en él y en todos los que siguieron su lenguaje, aún hoy resuena debilitado el eco teológico. Pues los afanes teológicos de aquellos años se infiltraron en el lenguaje mucho más allá del perímetro de quienes entonces se erigían como elite. Pero desde entonces lo sagrado del lenguaje de los auténticos vale más para el culto de la autenticidad que para el cristiano, incluso allí donde, por falta temporal de otra autoridad disponible, se asimilan a éste. Antes de todo contenido particular, su lenguaje modela el pensamiento de tal modo que se acomoda a la meta de la sumisión aun allí donde cree estar resistiéndose. La autoridad de lo absoluto es derribada por una autoridad absolutizada. El fascismo no fue meramente la conjuración que también fue, sino que surgió dentro de una poderosa tendencia de evolución social. El lenguaje le da asilo; en él la creciente catástrofe se expresa como si fuera la salvación.
En Alemania se habla, mejor aún, se escribe una jerga de la autenticidad, marca distintiva de selección socializada, noble y reminiscente de la patria chica a un tiempo; un sublenguaje como supralenguaje. Desde la filosofía y la teología no meramente de las academias evangélicas se extiende por la pedagogía, por las escuelas superiores populares y las ligas juveniles hasta el elevado modo de hablar de los representantes de la economía y la administración. Mientras desborda de la pretensión de una profunda conmoción humana, está sin embargo tan estandarizada como el mundo que oficialmente niega; en parte como consecuencia de su éxito de masas, en parte también porque por su pura constitución expone automáticamente su mensaje y con ello lo aísla de la experiencia que se supone que la anima. Dispo­ne de un modesto número de palabras que se engranan a la manera de señales; «autenticidad» misma no es entre ellas la más prominente; antes bien ilumina el éter en que la jerga prospera y la mentalidad que latentemente la nutre. Para empezar, como modelo, bastan «existencial, “en la decisión”, misión, llamamiento, encuentro, diálogo genuino, aserción, instancia, compromiso»; a la lista pueden añadirse no pocos términos nada terminológicos de tono afín. Algunos, como la «instancia» recogida en el diccionario de Grimm y que Benjamin todavía empleaba inocentemente, sólo se han coloreado de este modo desde que han entrado en ese campo de tensiones –otra expresión pertinente–. Tampoco se ha, pues, de componer un Index verborum prohibitorum de nobles sustantivos corrientes en el mercado, sino de averiguar su función lingüística en la jerga. En absoluto son todas sus palabras sustantivos nobles; a veces recurre también a banales, los eleva a las alturas y los broncea, según el uso fascista, que sabiamente mezcla lo plebiscitario y lo elitista. Poetas del neorromanticismo embebidos de lo exquisito, como George y Hoffmansthal, no escribían de ningún modo su prosa en jerga; sí en cambio no pocos de sus agentes, como Gundolf. Las palabras se convierten en las de la jerga sólo por la constelación que niegan, por el gesto de unicidad de cada una de ellas. Lo que de magia ha perdido se le procura a la palabra singular como por decreto, de modo dirigista. La de la palabra singular es una segunda trascendencia, suministrada de fábrica: un monstruo de la trascendencia perdida. Algunos componentes del lenguaje empírico son manipulados en su rigidez, como si fueran los de uno verdadero y revelado; el manejo empírico de palabras sacras simula para el hablante y para el oyente una cercanía física. El éter es rociado mecánicamente; las palabras atomistas son engalanadas sin ser modificadas. Gracias a la por la jerga llamada trama, adquieren prelación sobre ésta. La jerga, objetivamente un sistema, utiliza como principio de organización la desorganización, la descomposición del lenguaje en palabras en sí. No pocas de ellas pueden utilizarse en otra constelación sin hacer un guiño a la jerga; «aserción», que en epistemología denota estrictamente el sentido de los juicios predicativos; «auténtico» –por supuesto, ya con precaución–, también como adjetivo cuando lo esencial es distinto de lo accidental; «inauténtico» cuando se alude a algo roto, expresión que es inmediatamente adecuada a lo expresado –«las retransmisiones radiofónicas de música tradicional, concebida en categorías de la ejecución viva, se basan en la sensación del como si, de lo inauténtico»[1]–. «Inauténtico» está ahí críticamente, en negación determinada de algo aparente. La jerga, sin embargo, extrae autenticidad, o su contrario, de cada uno de tales perspicuos contextos. – Ciertamente no cabría reprochar a ninguna empresa la palabra «misión» cuando se le encarga una. Pero tales posibilidades siguen siendo estrechas y abstractas. Quien las estira demasiado contribuye a una teoría netamente nominalista del lenguaje para la que las palabras son fichas de juego intercambiables, en nada afectadas por la historia. Ésta sin embargo inmigra a cada palabra y sustrae a cada una de la recons­trucción del supuesto protosentido a la caza del cual va la jerga. Sobre qué sea la jerga y qué no decide si la palabra está escrita en el tono en que ella se pone como trascendente frente al significado propio; si las pala­bras singulares van cargadas a costa de la proposición, el juicio, lo pensado. Según esto, el carácter de la jerga sería sobremanera formal; éste cuida de que lo que desea sea en gran medida sin tener en cuenta el contenido de las palabras sentido y aceptado por efecto de su exposición. El elemento preconceptual, mimético, del lenguaje lo toma bajo su control a favor de los complejos de efectos por ella deseados. «Aserción», por ejemplo, quiere hacer creer en que la existencia del hablante se comunica al mismo tiempo que la cosa, y confiere a ésta su dignidad; sin este suplemento del hablante, deja traslucir, el discurso sería ya inauténtico, la mera consideración de la expresión respecto de la cosa, una caída en el pecado. Este formalismo es propicio a fines demagógicos. Quien domina la jerga no necesita decir lo que piensa, ni siquie­ra pensarlo correctamente; la jerga lo exime de ello y devalúa el pensamiento. Que hablara el hombre entero, eso sería auténtico: nuclear. Entonces ocurre lo que la jerga misma estiliza en el «acontecer». La comunicación se entabla y propaga una verdad que por el pronto acuerdo colectivo antes bien debería ser sospechosa. La tonalidad de la jerga tiene algo de la seriedad de los augures, conjurados a discreción con cualquier cosa sagrada.
El hecho de que las palabras de la jerga, independientemente del contexto lo mismo que del contenido conceptual, suenen como si dijeran algo superior a lo que significan cabría designarlo con el término «aura». No parece casual que Benjamin lo introdujera en el mismo instante en que según, su propia teoría, lo que con él pensaba se le deshacía a la experiencia[2]. Sacras sin contenido sacro, emanaciones congeladas, las palabras clave de la jerga de la autenticidad son productos de la decadencia del aura. Ésta va pareja con una falta de compromiso que en medio del mundo desencantado la hace disponible o, como sin duda se diría en el neoalemán paramilitar, operativa. La permanente reprobación de la reificación que representa la jerga está reificada. A ésta se ajusta la definición dirigida contra el arte malo por Richard Wagner, del efecto como resultado sin causa. Cuando el Espíritu Santo desapa­rece, se habla con lenguas mecánicas. Pero el secreto sugerido e inexistente es un secreto a voces. Quien no lo conoce sólo necesita hablar como si lo conociera y como si los demás no lo conocieran. La fórmula expresionista «Todo hombre está predestinado», que aparece en un drama de Paul Kornfeld, al cual los nacionalsocialistas asesinaron, sirve, descontado el falso Dostoyevski, para la autosatisfacción ideológica de una pequeña burguesía amenazada y humillada por el desarrollo social. Del hecho de que ésta no acompañase ni real ni espiritual­mente ese desarrollo deriva su gracia, la de la originariedad. Nietzsche no vivió lo bastante para asquearse de la jerga de la autenticidad: en el siglo xx es el fenómeno par excellence del resentimiento alemán. El «no huele bien» de Nietzsche no habría venido sino al pelo a la vista de las raras fiestas de balneario de la vida sana: «El domingo comienza auténticamente ya el sábado por la tarde. Cuando el artesano ordena su taller, cuando el ama de casa ha dejado toda la casa como los chorros del oro e incluso ha barrido la calle delante de la casa y la ha librado de la suciedad acumulada durante la semana, cuando al final se baña también a los niños y hasta los adultos, haciendo limpieza a fondo, se arrancan el polvo de la semana y el traje nuevo está ya preparado, cuando todo eso se lleva a cabo con minuciosidad y circunspección campesinas, entonces invade a los hombres una sensación de descanso profundamente beatífica»[3]. Incesantemente se inflan expresiones y situaciones de una cotidianeidad la mayoría de las veces ya inexistente, como si estuvieran autorizadas y garantizadas por un absoluto que el respeto silencia. Aunque se recatan de apelar a la revelación, los avisados, ansiosos de autoridad, organizan la ascensión a los cielos de la palabra más allá del ámbito de lo fáctico, condicionado e impugnable, pronunciándola, incluso por escrito, como si la bendición de lo alto se hubiera compuesto en ella misma inmediatamente. Lo supremo que habría que pensar y que repugna al pensamiento, la jerga lo estropea al comportarse como si –«de siempre ya», diría ella– lo tuviera. Lo que la filosofía querría; lo peculiar de ella, por lo cual le es esencial la representación, condiciona que todas sus palabras digan más de lo que cada una dice. De eso se aprovecha la técnica de la jerga. La trascendencia de la verdad por encima del significado de las palabras y juicios singulares ella la agrega a las palabras como posesión inmutable de éstas, mientras que el más únicamente se forma en la constelación, de manera mediada. El lenguaje filosófico va, según su ideal, más allá de lo que dice en virtud de lo que dice, en el curso del pensamiento. Trasciende dialécticamente al hacerse en él consciente de sí misma y, por tanto, dueña de sí la contradicción entre verdad y pensamiento. La jerga se incauta destructivamente de tal trascendencia, la abandona a su chacoloteo. Lo que las palabras dicen más de lo que dicen se les agrega de una vez por todas como expresión, rota la dialéctica; la de palabra y cosa tanto como la intralingüística entre las palabras singulares y su relación. Sin juicios, sin pensar, la palabra debe dejar su significado debajo de sí. La realidad de ese más debe instituirse así, como burlándose de la especulación mística sobre el lenguaje, la cual la jerga, sin fundamento orgullosa de su llaneza, se guarda de recordar. En la jerga se disipa la diferencia entre el más que el lenguaje busca a tientas y su ser-en-sí. La hipocresía se convierte en un a priori: el lenguaje cotidiano se habla aquí y ahora como si fuera el sagrado. A éste uno profano sólo podría aproximarse d...

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