La Cartuja de Parma
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La Cartuja de Parma

Sthendal

  1. 512 páginas
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La cartuja de Parma fue dictada por Stendhal en cincuenta y dos días: desde el 4 de noviembre al 26 de diciembre de 1838. La corrigió hasta su publicación en abril de 1839, pero no deja de ser sorprendente la rapidez con la que realiza su obra. En ella, relata la historia de Fabrizio del Dongo, un joven patricio italiano a quien su tía Gina, duquesa de Sanseverina, y su amante, el primer ministro del ducado, el conde Mosca, desean ayudar para que haga carrera. El príncipe Ranuccio-Ernesto IV, enamorado de Gina, al verse rechazado por esta, se interpondrá en el camino del joven haciendo que Fabrizio sea arrestado por homicidio y encerrado en la torre Farnese. Mas en la torre conocerá la feliz solución a sus desdichas en la persona de Clelia, la hija del carcelero, de la que se enamorará y quien le ayudará a fugarse. Ambientada en la en la ciudad de Parma y el castillo familiar situado en el lago de Como, cuando el dominio napoleónico en Europa estaba llegando a su fin, Stendhal dibuja la historia de amor, en la que sus personajes están brillantemente descritos. Pocas veces se ha produndizado mejor en los secretos y las contradicciones de los seres humanos como en esta novela.

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Información

Año
2019
ISBN
9788446047766
Categoría
Letteratura
Categoría
Classici
CAPÍTULO VI
Confesaremos con sinceridad que los celos del canónigo Borda no eran en absoluto infundados; desde su retorno de Francia, Fabrizio apareció a ojos de la condesa Pietranera como un guapo extranjero a quien hubiese conocido bien en otro tiempo. Si él le hubiera hablado de amor, ella le habría amado; ¿no sentía ya, por su conducta y su persona, una admiración apasionada y por decir así, sin límites? Pero, Fabrizio la abrazaba con tanta efusión de inocente agradecimiento y de buena amistad, que ella se hubiera sentido horrorizada de sí misma, si hubiera buscado otro sentimiento en esa gran amistad casi filial. «En el fondo, se decía la condesa, algunos amigos que me conocieron hace seis años, en la corte del príncipe Eugène, pueden aún encontrarme guapa e incluso joven, pero, para él, yo soy una mujer respetable… y, si hay que decir todo, sin ningún miramiento para mi amor propio, una mujer mayor.» La condesa se hacía ilusiones sobre la época de la vida a la que había llegado, pero no a la manera de las mujeres vulgares. «A su edad, por otra parte, añadía ella para sí, se exagera un poco los estragos del tiempo; pero, un hombre que haya vivido más…»
La condesa, que se paseaba por el salón, se detuvo delante de un espejo, después, sonrió. Hay que saber que, desde hacía algunos meses, el corazón de la señora Pietranera se veía asaltado de una manera seria por un personaje singular. Poco después de la marcha de Fabrizio a Francia, la condesa que, sin que llegase a confesárselo totalmente a sí misma, comenzaba ya a ocuparse mucho de él, había caído en una profunda melancolía. Llevaba a cabo cualquier ocupación sin placer, y si se puede hablar así, sin gusto; se decía que, Napoleón, queriendo atraer a sus pueblos de Italia, tomaría a Fabrizio como ayuda de campo. «¡Lo he perdido totalmente!, exclamaba llorando, ya no volveré a verle; me escribirá, pero, ¿qué seré yo para él dentro de diez años?»
Y con esta disposición de ánimo, hizo un viaje a Milán; esperaba conocer allí alguna noticia más directa de Napoleón y, quién sabe, quizá como consecuencia, noticias de Fabrizio. Sin confesárselo, este espíritu inquieto comenzaba a estar muy cansado de la monótona vida que llevaba en el campo. Esto no es morir, pero tampoco vivir. ¡Ver cada día esas cabezas empolvadas, el hermano, el sobrino Ascanio, sus ayudas de cámara! ¿Qué serían los paseos por el lago sin Fabrizio? Su único consuelo venía de la amistad que la unía a la marquesa. Pero desde hacía algún tiempo, esa intimidad con la madre de Fabrizio, mayor que ella, y desesperada de la vida, comenzaba a serle menos agradable.
Tal era la situación singular de la señora Pietranera; faltando Fabrizio, ella esperaba poco del futuro; su corazón necesitaba consuelo y novedades. Una vez en Milán, le apasionó la ópera de moda; iba a encerrarse, completamente sola, durante largas horas, a la Scala, en el palco del general Scotti, su antiguo amigo. Los hombres con los que intentaba reunirse para obtener noticias de Napoleón y de su ejército, le parecían vulgares y groseros. De vuelta a casa, improvisaba al piano hasta las tres de la mañana. Una noche, en la Scala, en el palco de una de sus amigas, al que iba buscando noticias de Francia, le presentaron al conde Mosca, ministro de Parma: era un hombre amable y que habló de Francia y de Napoleón de manera que daba a su corazón nuevas razones para esperar o para temer. Al día siguiente, ella ocupó ese mismo palco: ese hombre de valía volvió y, a lo largo de toda la representación del espectáculo, ella le habló gustosamente. Desde la marcha de Fabrizio, no había tenido una velada tan viva como aquella. Ese hombre que la divertía, el conde Mosca della Rovere Sorezana, era entonces ministro de la Guerra, de la Policía y de Finanzas de ese famoso príncipe de Parma, Ernesto IV, tan célebre por su severidad que los liberales de Milán no lo llamaban severidad sino crueldad. Mosca podría tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años; tenía rasgos grandes, ninguna marca de importancia y un aspecto sencillo y alegre que predisponía a su favor; y hubiera sido mucho mejor si por una rareza de su príncipe no le hubiera obligado a empolvarse el pelo, como prueba de buenos sentimientos políticos. Como se teme poco ofender la vanidad, en Italia se llega muy deprisa al tono de intimidad y a hablar de asuntos personales. El correctivo de esta costumbre es no dar a entender que uno ha sido ofendido.
—Pero, conde, ¿por qué lleva usted el cabello empolvado? –le dijo la señora Pietranera la tercera vez que se vieron–. ¡Empolvarse el cabello!, ¡un hombre como usted, amable, aún joven y que hizo la guerra en España con nosotros!
—Es que yo no robé nada en esa España, y hay que vivir. Yo estaba loco por la gloria; en aquellos tiempos, un halago del general francés, Gouvion-Saint-Cyr, que estaba al mando, era todo para mí. A la caída de Napoleón, sucedió que, mientras que yo gastaba mis bienes en servirle, mi padre, hombre muy imaginativo y que me veía ya general, me construía un palacio en Parma. En 1813, me encontré, como único bien, con un gran palacio sin acabar, y una pensión.
—¿Una pensión de 3.500 francos, como mi marido?
—El conde Pietranera era general de división. Mi pensión, la mía, pobre jefe de escuadrón, no ha sido nunca más que de 800 francos y, además, no me pagaron hasta que llegué a ser ministro de Finanzas.
Como no había en el palco nadie más que la señora de opiniones muy liberales, que era la dueña del palco, la conversación continuó con la misma franqueza. El conde Mosca, interrogado, habló de su vida en Parma. En España, bajo el general Saint-Cyr, afrontaba recibir tiros para conseguir la cruz de honor y después, un poco de gloria; «ahora, me visto como un personaje de comedia para alcanzar un gran estatus y algunos miles de francos. Una vez que entré en este juego de ajedrez, impresionado por la insolencia de mis superiores, he querido ocupar uno de los primeros puestos; y lo he conseguido. Pero, mis días más felices son siempre los que, de vez en cuando, puedo pasar en Milán; aquí, vive aún, me parece, el corazón de vuestro ejército de Italia.»
La franqueza, la disinvoltura[1] con la que hablaba ese ministro de un príncipe tan temido picó la curiosidad de la condesa; bajo ese título ella había creído encontrar a un pedante lleno de importancia, pero veía a un hombre que sentía vergüenza de la importan­cia de su puesto. Mosca le había prometido hacerle llegar todas las noticias de Francia que pudiera recoger: era una gran indiscreción en Milán, en el mes que precedió a Waterloo; se trataba entonces, para Italia, el ser o no ser; todo el mundo en Milán tenía fiebre de esperanza o de temor. En medio de esa agitación universal, la condesa hizo preguntas sobre un hombre que hablaba con tanta ligereza de un puesto tan envidiado y que era su único recurso.
A la señora Pietranera le informaron de cosas curiosas y de una extrañeza interesante: «el conde Mosca della Rovere Sorezana, le dijeron, está a punto de llegar a ser primer ministro y favorito declarado de Ranucio Ernesto IV, soberano absoluto de Parma y, además, uno de los príncipes más ricos de Europa. El conde hubiera llegado ya a ese puesto supremo si hubiese querido adoptar un aspecto más serio; se dice que el príncipe le regaña a veces a ese respecto».
—¿Qué importan mis maneras a Su Alteza –responde libremente–, si resuelvo bien sus asuntos?
La felicidad de este favorito, añaden, no carece de espinas. Hay que agradar a un soberano, hombre de sentido común y de ingenio, sin duda, pero que, desde que subió a un trono absoluto, parece haber perdido la cabeza, y muestra, por ejemplo, sospechas dignas de una mujercilla. Ernesto IV sólo es valiente en la guerra. En el campo de batalla se le ha visto veinte veces guiar una columna al ataque como un valiente general; pero, desde la muerte de su padre Ernesto III, de regreso a sus estados, donde, por desgracia, posee un poder sin límites, se ha puesto a declamar, alocadamente, contra los liberales y la libertad. Enseguida se imaginó que le odiaban; finalmente, en un momento de mal humor, hizo colgar a dos liberales, quizá poco culpables, aconsejado en este asunto por un miserable, llamado Rassi, especie de ministro de Justicia. Desde ese fatal momento, la vida del príncipe ha cambiado; se le ve atormentado por las sospechas más extrañas. No tiene cincuenta años, y el miedo le ha empequeñecido de tal manera, si se puede hablar así, que, desde que habla de jacobinos y de proyectos del comité director de París, se le ha puesto una fisonomía de un viejo de ochenta años; recae en los miedos quiméricos de la primera infancia. Su favorito Rassi, fiscal general (o juez general), ejerce su influencia a costa de los temores de su amo; y desde que teme por su influencia, se apresura en descubrir alguna nueva conspiración, de las más negras y de las más quiméricas. Que treinta imprudentes se reúnen para leer un número de Le Constitutionnel, Rassi les declara conspiradores y los envía presos a esa famosa fortaleza de Parma, terror de toda Lombardía. Como está muy elevada, ciento ochenta pies, dicen, se la ve desde muy lejos, en medio de esa llanura inmensa; y la forma física de esa prisión, de la que se cuentan cosas terribles, hace que reine, por el miedo, sobre toda esa llanura que se extiende desde Milán a Bolonia.
—¿Creería usted –decía a la condesa otro viajero– que, por la noche en el tercer piso de su palacio protegido por ochenta centinelas que cada cuarto de hora gritan una consigna entera, Ernesto IV tiembla en su habitación? Todas las puertas cerradas con diez cerrojos, y las habitaciones contiguas, tanto las de arriba como las de abajo, llenas de soldados y él tiene miedo de los jacobinos. Si una madera del parqué chirría, él salta con sus pistolas y cree que hay un liberal debajo de su cama. Al punto, todas las campanillas del castillo se ponen en movimiento, y un ayuda de campo va a despertar al conde Mosca. Llegado al castillo, este ministro de la policía se cuida bien en no negar la conspiración, al contrario; solo con el príncipe, y armado hasta los dientes, recorre todos los rincones de las estancias, mira debajo de las camas y, en una palabra, se entrega a un montón de acciones ridículas, dignas de una viejecita asustada. Todas esas precauciones le habrían parecido bien humillantes al mismo príncipe, en los tiempos felices en los que hacía la guerra y que no habría matado a nadie a no ser a tiros. Como es un hombre de infinito talento, se avergüenza de esas precauciones; le parecen ridículas, incluso en el momento en el que las lleva a cabo; y la razón de la inmensa solvencia del conde Mosca es que emplea toda su destreza para hacer que el príncipe no tenga que sonrojarse en su presencia. Es él, Mosca, quien, en su calidad de ministro de la policía, insiste en mirar debajo de los muebles y, se dice en Parma, hasta en las fundas de los contrabajos. Y es el príncipe el que se opone y bromea con su ministro por ser tan puntilloso. «Esto es una cuestión de honor, le responde el conde Mosca: piense en los sonetos satíricos con los que nos abrumarán los jacobinos, si dejáramos que maten a Su Excelencia. No es solamente vuestra vida lo que defendemos, es nuestro honor.» Pero, parece que el príncipe no se deja engañar más que a medias, pues si a alguien en la ciudad se le ocurre decir que la víspera han pasado la noche en blanco en el castillo, el fiscal general Rassi envía a ese bocazas a la fortaleza; y una vez en esa residencia elevada y al buen aire, como se dice en Parma, hace falta un milagro para que se vuelvan a acordar del prisionero. Pero, el príncipe prefiere al conde Mosca porque es militar y porque en España se salvó veinte veces pistola en mano sorprendiendo a todos en lugar de a Rassi, que es más maleable y más rastrero. Esos desgraciados presos de la fortaleza están rigurosamente incomunicados y se inventan historias acerca de ellos. Los liberales pretenden que, por invento de Rassi, los carceleros y confesores tengan órdenes de persuadirlos de que todos los meses, poco más o menos, uno de ellos sea ejecutado. Ese día, los presos tienen permiso para subir a la explanada de la inmensa torre, de ciento ochenta pies de altura, y desde allí ven desfilar un cortejo con un espía que hace el papel de un pobre diablo camino de la muerte.
Esos cuentos, y veinte más del mismo estilo y de una no menor autenticidad, interesaban vivamente a la señora Pietranera; al día siguiente, preguntaba detalles al conde Mosca, con el que bromeaba a placer. Ella le encontraba divertido y sostenía, delante de él que, en el fondo, era un monstruo sin siquiera sospecharlo. Un día, al volver a su hotel, el conde se dijo: «No solamente esta condesa Pietranera es una mujer encantadora; sino que, cuando paso la velada en su palco, llego a olvidar ciertas cosas de Parma, cuyo recuerdo me rompe el corazón. Este ministro, a pesar de su aire ligero y sus maneras brillantes, no tenía un alma a la francesa; no sabía olvidar los disgustos. Cuando su almohada tenía una espina, se veía obligado a romperla y a desgastarla a fuerza de herir con ella sus miembros palpitantes.»
Pido perdón por esta frase, traducida del italiano. Al día siguiente de este descubrimiento, el conde encontró que, a pesar de los asuntos que le reclamaban en Milán, la jornada era enormemente larga; no podía quedarse quieto; fatigó a los caballos de su coche. Hacia las seis, montó a caballo para ir al Corso; tenía alguna esperanza de encontrar allí a la señora Pietranera; al no verla, recordó que, a las ocho, abría el teatro de la Scala; entró y no vio más que a diez personas en esa sala inmensa. Tuvo cierto pudor de encontrarse allí. «¡Es posible, se dijo, que con cuarenta y cinco años cumplidos, esté haciendo locuras que sonrojarían a un subteniente! Por suerte, nadie lo sospecha.» Salió de allí e intentó pasar el tiempo paseando por esas calles tan bonitas que rodean el teatro de la Scala. En ellas hay cafés que, a esta hora, rebosan de gente; delante de los cafés, los curiosos, sentados en sillas, en medio de la calle, toman helados y critican a los transeúntes. El conde era un transeúnte notable; así que tuvo el placer de ser reconocido y abordado. Tres o cuatro inoportunos, de los que no se pueden evitar, aprovecharon la ocasión de tener una audiencia con un ministro tan poderoso. Dos de ellos le remitieron peticiones; el tercero se contentó con darle consejos, muy largos, sobre su conducta política.
«Uno no duerme, se dijo, cuando se tiene tanto ingenio; uno no se pasea, cuando se es tan poderoso.» Volvió a entrar en el teatro y se le ocurrió alquilar un palco en la tercera fila; desde ahí, sin que nadie le viera, podía recorrer con la vista los palcos de la segunda, en los que esperaba encontrar a la condesa. Más de dos horas de espera no le parecieron demasiado largas a este enamorado; seguro de no ser visto, se entregaba con placer a toda esta locura. «¿No es la vejez, se decía, antes que otra cosa, la incapacidad de hacer estas deliciosas chiquilladas?
Por fin, la condesa apareció. Armado con sus anteojos, la examinaba con emoción: ...

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Estilos de citas para La Cartuja de Parma

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Sthendal (2019) La Cartuja de Parma. [edition unavailable]. Ediciones Akal. Available at: https://www.perlego.com/book/2043619/la-cartuja-de-parma-pdf (Accessed: 15 October 2022).

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