El hombre Moisés y la religión monoteísta: tres ensayos
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El hombre Moisés y la religión monoteísta: tres ensayos

  1. 160 páginas
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El hombre Moisés y la religión monoteísta: tres ensayos

Descripción del libro

El hombre Moisés y la religión monoteísta es una obra de Sigmund Freud compuesta por tres ensayos escritos entre 1934 y 1938 y publicados por primera vez como libro en Ámsterdam en 1939. Es la última obra publicada en vida por Freud, ya que fallece algunos meses después en Londres, donde se marchó huyendo de Viena tras la anexión de Austria por los nazis. En la misma, Freud trata los orígenes del monoteísmo y ofrece sus conclusiones acerca de lo que entiende como los verdaderos orígenes y destino de Moisés y su relación con el pueblo judío.

Freud realiza en su ensayo un paralelismo entre la evolución del pueblo judío y los casos de neurosis individual, un procedimiento que también realiza en Tótem y tabú. El padre del psicoanálisis sostiene que Moisés no es judío, sino un egipcio que transmite al pueblo judío el monoteísmo del faraón Akenatón. Los judíos, siempre según la tesis de Freud, asesinan a Moisés, abandonando la religión que este les había transmitido, olvidando este hecho, colectivamente, al cabo de un tiempo. Cuando, con posterioridad, este recuerdo reprimido sale a la superficie, se originan el pueblo judío y su religión.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788446041917
En una contribución anterior a esta revista[1] intenté reforzar con un nuevo argumento la sospecha de que el hombre Moisés, libertador y legislador del pueblo judío, no era judío sino egipcio. Que su nombre procede del vocabulario egipcio se observó hace mucho tiempo, aunque sin prestarle debida consideración; yo añadía que la interpretación del mito de la exposición ligado a Moisés obliga a la conclusión de que este habría sido un egipcio al que la necesidad de un pueblo quiso convertir en judío. Al final de mi ensayo decía que de la hipótesis de que Moisés habría sido egipcio se derivan importantes y trascendentes conclusiones; pero yo no estaría dispuesto a defenderlas públicamente, pues solo se apoyan en verosimilitudes psicológicas y carecen de una prueba objetiva. Cuanto más relevantes son los conocimientos así adquiridos, tanto más fuertemente se siente la conveniencia de no exponerlos al ataque crítico del mundo exterior sin fundamento seguro, por así decir como una figura de bronce sobre pies de barro. Ni la más seductora verosimilitud protege del error; aun cuando todas las partes de un problema parezcan ordenarse como las piezas de un rompecabezas, debería pensarse que ni lo verosímil es necesariamente lo verdadero ni la verdad siempre verosímil. Y, por último, no es tentador verse incluido entre los escolásticos y talmudistas que se contentan con ejercer su sagacidad indiferentes a lo ajena a la realidad que pueda ser su tesis.
No obstante estos reparos, que hoy pesan tanto como entonces, del conflicto entre mis motivos resultó la decisión de hacer seguir aquella primera comunicación con esta continuación. Pero tampoco ahora es el todo ni la pieza más importante del todo.
1
Si, por tanto, Moisés era egipcio..., entonces la primera ganancia de esta hipótesis es un nuevo enigma de difícil respuesta. Cuando un pueblo o una tribu[2] se apresta a una gran empresa, nada cabe esperar más que uno de los compatriotas se erija en caudillo o sea elegido para este papel. Pero qué puede haber movido a un egipcio ilustre –quizá príncipe, sacerdote, alto funcionario– a ponerse al frente de una caterva de inmigrantes extranjeros culturalmente atrasados y abandonar con ellos su país. El notorio desprecio de los egipcios por los pueblos extranjeros hace particularmente inverosímil algo así. Es más, propendo a creer que precisamente por eso incluso historiadores que han reconocido como egipcio el nombre y que han atribuido al hombre toda la sabiduría de Egipto no han querido admitir la evidente posibilidad de que Moisés fuera egipcio.
A esta primera dificultad no tarda en agregarse una segunda. No debemos olvidar que Moisés no solo fue el caudillo político de los judíos residentes en Egipto, sino también su legislador y educador, y que les impuso el culto de una nueva religión aún hoy llamada mosaica por él. Pero ¿tan fácilmente llega un solo hombre a crear una nueva religión? Y si alguien quiere influir sobre la religión de otro, ¿no es lo más natural que lo convierta a su propia religión? El pueblo judío en Egipto no carecía seguramente de alguna forma de religión, y si Moisés, que le dio una nueva, era egipcio, no se puede descartar la conjetura de que esa otra religión nueva fuera la egipcia.
Algo estorba esta posibilidad: el hecho de la fortísima oposición entre la religión atribuida a Moisés y la egipcia. La primera es un monoteísmo de grandiosa rigidez: solo existe un Dios, único, omnipotente, inaccesible; nadie soporta su contemplación, no puede hacerse una imagen de él, ni siquiera pronunciarse su nombre. En la religión egipcia hay un tropel casi inabarcable de deidades de jerarquía y origen diferentes, algunas personificaciones de grandes potencias naturales, como el cielo y la tierra, el sol y la luna, o bien una abstracción como Maat (la verdad, la justicia), o una caricatura como el enano Bes, pero la mayoría son dioses locales de la época en que el país estaba dividido en numerosas provincias, tienen forma animal como si todavía no hubieran superado la evolución a partir de los antiguos animales totémicos y se diferencian escasamente entre sí, apenas algunos con funciones especiales asignadas. Los himnos en honor de estos dioses dicen más o menos lo mismo de todos ellos, los identifican unos con otros sin reparos, de una forma que nos confundiría irremediablemente. Los nombres de los dioses se combinan entre sí, de modo que uno es rebajado casi al epíteto del otro; así, en el apogeo del «Imperio Nuevo», el dios principal de la ciudad de Tebas[3] se llama Amón-Re, compuesto cuya primera parte designa al dios de la ciudad, con cabeza de carnero, mientras que Re es el nombre del dios solar de On[4], con cabeza de halcón. Acciones mágicas y ceremoniales, hechizos y amuletos dominaban el culto de estos dioses lo mismo que toda la vida cotidiana de los egipcios.
No pocas de estas discrepancias pueden derivarse fácilmente de la oposición de principio entre un monoteísmo estricto y un politeísmo ilimitado. Otras son evidentemente consecuencias de la diferencia de nivel intelectual, donde una religión está muy próxima a fases primitivas, la otra se ha elevado a las cimas de la abstracción sublime. A estos dos factores cabe tal vez achacar que a veces se tenga la impresión de que la oposición entre la religión mosaica y la egipcia habría sido voluntaria e intencionadamente agudizada; p. e., cuando la una condena con la mayor severidad toda clase de magia y hechicería que en la otra florecen con la máxima exuberancia. O bien si el insaciable afán de los egipcios por corporeizar a sus dioses en arcilla, piedra y bronce, al cual tanto deben hoy nuestros museos, se contrapone con la ríspida prohibición judía de representar en efigie a cualquier ser vivo o imaginado. Pero aún hay otra oposición entre ambas religiones que escapa a las explicaciones intentadas por nosotros. Ningún otro pueblo de la Antigüedad hizo tanto por negar la existencia de la muerte ni tomó tantas medidas para posibilitar una existencia en el más allá, y en correspondencia el dios de los muertos Osiris, el señor de ese otro mundo, era el más popular e indiscutido de todos los dioses egipcios. La primitiva religión judía, en cambio, renunció por entero a la inmortalidad; jamás ni en parte alguna se hace mención de la posibilidad de una continuación de la existencia tras la muerte. Y esto es tanto más notable cuanto que experiencias posteriores han mostrado que la creencia en una existencia en el más allá puede ser perfectamente compatible con una religión monoteísta.
Habíamos esperado que la hipótesis de que Moisés hubiera sido egipcio resultara fructífera y esclarecedora en varios sentidos. Pero nuestra primera deducción de esta hipótesis, que la nueva religión dada por él a los judíos sería la suya propia, la egipcia, la invalida la constatación de la diferencia, es más, divergencia entre ambas religiones.
2
Un hecho extraño en la historia de la religión egipcia, solo posteriormente reconocido y apreciado, nos abre otra perspectiva. Sigue siendo posible que la religión que Moisés dio a su pueblo judío fuera, sí, una religión egipcia, aunque no la religión egipcia.
Durante la gloriosa Dinastía XVIII, bajo la cual Egipto se convirtió por primera vez en un imperio mundial, subió al trono, hacia el año 1375 a.C., un joven faraón que primero se llamó, como su padre, Amenhotep (IV)[5], pero más tarde cambió de nombre, y no meramente de nombre. Este rey se propuso imponer a sus egipcios una nueva religión contraria a sus tradiciones milenarias y a todos sus hábitos de vida íntimos. Era un monoteísmo estricto, hasta donde alcanzan nuestros conocimientos el primer intento de esta clase en la historia universal, y con la creencia en un dios único nació como inevitable la intolerancia religiosa, antes –y aun mucho después– ajena a la Antigüedad. Pero el gobierno de Amenhotep solo duró 17 años; muy poco después de su muerte, ocurrida en 1358[6], la nueva religión había sido suprimida y la memoria del rey hereje proscrita. Lo poco que de él sabemos proviene de las ruinas de la nueva residencia que había construido y dedicado a su dios, y de las inscripciones en las pétreas tumbas anejas a ella. Todo lo que podamos averiguar sobre esta notable y aun singular personalidad es digna del mayor interés[7].
Todo lo nuevo debe tener sus precedentes y condiciones previas en lo anterior. Los orígenes del monoteísmo egipcio pueden rastrearse en cierta medida con alguna seguridad[8]. En la escuela sacerdotal del templo solar de On (Heliópolis) estaban activas desde hacía tiempo ciertas tendencias a desarrollar la representación de un dios universal y a hacer hincapié en el aspecto ético de su esencia. Maat, la diosa de la verdad, el orden y la justicia, era hija del dios solar Re. Ya bajo Amenhotep III[9], padre y predecesor del reformador, cobró un nuevo impulso la veneración del dios solar, probablemente en antagonismo al Amón de Tebas, que se había vuelto demasiado poderoso. Se retomó un antiquísimo nombre del dios solar, Atón o Atum, y en esta religión de Atón halló el joven rey un movimiento que no tenía que estimular, al que podía adherirse.
Las circunstancias políticas de Egipto habían comenzado por esta época a influir de manera continua sobre la religión egipcia. Gracias a las gestas guerreras del gran conquistador Tutmosis III[10], Egipto se había convertido en una potencia mundial, a cuyo Imperio se habían agregado por el sur Nubia, por el norte Palestina, Siria y parte de Mesopotamia. Ahora bien, este imperialismo se reflejó en la religión como universalismo y monoteísmo. Puesto que la tutela del faraón comprendía ahora, además de Egipto, a Nubia y Siria, también la deidad debía abandonar su limitación nacional y, así como el faraón era el amo único y absoluto del mundo conocido por los egipcios, así también debía serlo la nueva deidad de los egipcios. Además, era natural que con la ampliación de los límites del imperio, Egipto se volviera más accesible a las influencias extranjeras; no pocas de las consortes reales[11] eran princesas asiáticas, y es posible que incluso desde Siria penetraran incitaciones directas al monoteísmo.
Amenhotep jamás desmintió su adhesión al culto solar de On. En los dos himnos a Atón que nos han llegado en inscripciones funerarias y probablemente compuestos por él mismo, loa al sol como creador y conservador de todo lo vivo dentro y fuera de Egipto con un fervor que solo muchos siglos después se volvería a encontrar en los salmos en honor del dios judío Yahvé. Pero él no se conformó con esta asombrosa anticipación de los conocimientos científicos sobre el efecto de la radiación solar. No cabe duda de que dio un paso más, de que no veneró al sol como objeto material, sino como símbolo de un ser divino cuya energía se manifestaba en sus rayos[12].
Pero no hacemos justicia al rey si lo consideramos solo como prosélito y promotor de una religión de Atón...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Nota del Traductor
  5. Portadilla
  6. I. Moisés un egipcio
  7. Portadilla II
  8. Si Moisés era egipcio...
  9. Portadilla III
  10. Moisés, su pueblo y la religión monoteísta. Primera parte
  11. Moisés, su pueblo y la religión monoteísta. Segunda parte
  12. Publicidad