
- 288 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Los elegidos
Descripción del libro
Esta novela es un clásico sobre la extraña amistad entre dos chicos de Brooklyn alrededor de 1940. Reuven Malter es un judío secularizado de padre intelectual y sionista; Danny Saunders es el brillante hijo y el legítimo heredero de un rabino asideo. Juntos atraviesan el tiempo emotivo de la adolescencia y las imposiciones de sus familias, y viven una crisis de fe cuando comienzan a llegar a las costas americanas noticias sobre el Holocausto. Los elegidos es una conmovedora y profunda historia de padres e hijos... y del poder indestructible del amor.
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Información
Editorial
Ediciones EncuentroAño
2011ISBN de la versión impresa
9788474909852ISBN del libro electrónico
9788499206769Libro primero
Fui un hijo para mi padre...
Y él me enseñó y me dijo:
«Que mis palabras queden indeleblemente grabadas en
tu corazón... »
Y él me enseñó y me dijo:
«Que mis palabras queden indeleblemente grabadas en
tu corazón... »
PROVERBIOS
Capítulo primero
Durante los quince primeros años de nuestra existencia, Danny y yo vivimos separados uno de otro por cinco manzanas y ninguno de nosotros tenía la menor idea de la existencia del otro.
La manzana en la que habitaba Danny estaba densamente poblada por los seguidores de su padre, judíos asideos rusos, con sombrías vestiduras, cuyas costumbres e ideas tenían sus raíces en el suelo de la tierra que un día abandonaron. Bebían té de los samovares, sorbiéndolo lentamente a través de terrones de azúcar apretados entre los dientes; comían alimentos típicos de su patria, hablaban en voz alta, ocasionalmente en ruso, casi siempre en yiddish ruso, y se mostraban orgullosos de su lealtad hacia el padre de Danny.
En la manzana contigua vivía otra secta asidea, judíos originarios del sur de Polonia, que caminaban por las calles de Brooklyn como si fueran espectros, con sus sombreros negros, abrigos largos y negros, barbas negras y guedejas sobre las orejas. Aquellos judíos tenían su propio rabino, su jefe dinástico, remontándose la jefatura rabínica de su familia hasta los tiempos del Ba’al Shem Tiv, el fundador del asideísmo en el siglo XVIII y a quien consideraban como enviado de Dios.
La zona en que Danny y yo crecimos estaba habitada por tres o cuatro de aquellas sectas asideas, cada una con su propio rabino, su pequeña sinagoga, sus costumbres peculiares y su propia y orgullosa lealtad. En día de sábado o en un servicio matinal podía verse a los miembros de cada secta dirigirse a sus respectivas sinagogas, con sus vestiduras peculiares, ansiosos por orar con su rabino particular y olvidar el ajetreo de la semana y la ávida consecución del dinero necesario para alimentar a sus numerosas familias durante la época de la depresión, al parecer interminable.
Las aceras de Williamsburg estaban formadas por agrietadas losetas de cemento, las calzadas pavimentadas de asfalto que se reblandecía en los sofocantes veranos, resquebrajándose y formando baches durante los duros inviernos. La mayoría de las casas eran de ladrillo rojo, estaban muy juntas y ninguna sobrepasaba los tres o cuatro pisos. En aquellas casas vivían judíos, irlandeses, alemanes y algunas familias refugiadas de la guerra civil española que huyeron del nuevo régimen de Franco antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. Casi todas las tiendas pertenecían a los gentiles, pero algunas eran propiedad de judíos ortodoxos, miembros de las sectas asideas de aquella zona. Podía vérselos tras sus mostradores, tocados con negros casquetes, con floridas barbas y largas guedejas cayéndoles sobre las orejas, ganando a duras penas su magra subsistencia y soñando con el sábado y las fiestas durante las que podían cerrar sus tiendas y consagrar su atención a la oración, a su rabino y a su Dios.
Todos los judíos ortodoxos enviaban a sus hijos varones a una yeshiva, escuela parroquial judía, donde estudiaban desde las ocho o las nueve de la mañana hasta las cuatro o cinco de la tarde. Los viernes, los estudiantes quedaban libres alrededor de la una de la tarde, con el fin de que pudieran prepararse para el sábado. Para los ortodoxos era obligatoria la educación judía y, como aquello era América y no Europa, también lo era la educación inglesa, de manera que cada estudiante había de hacer frente a una tarea doble: estudios hebreos por la mañana e ingleses por la tarde. No obstante, por tradición y por tácita unanimidad, la prueba de la capacidad intelectual había quedado reducida a una sola esfera de estudio: el Talmud. Todos los estudiantes de una yeshiva trataban con ardor de lograr el virtuosismo con el Talmud, ya que ello representaba la garantía automática de una reputación de brillante inteligencia.
Danny asistía a la pequeña yeshiva establecida por su padre. Fuera de la zona de Williamsburg, en Crown Heights, yo iba a la yeshiva en la que mi padre enseñaba. Los estudiantes de las demás escuelas parroquiales judías de Brooklyn hablaban con cierto desdén de esta última yeshiva: se estudiaban más asignaturas inglesas que el mínimo requerido y las asignaturas judías las enseñaban en hebreo en vez de en yiddish. La mayoría de los estudiantes eran hijos de judíos inmigrantes que preferían considerarse emancipados de la típica mentalidad del limitado gueto que regía en las demás escuelas parroquiales judías de Brooklyn.
Es muy posible que Danny y yo jamás nos hubiésemos encontrado, o posiblemente ello hubiera ocurrido en circunstancias totalmente diferentes, de no haber sido por la entrada de América en la Segunda Guerra Mundial y el deseo que ello despertó en algunos profesores de inglés de las escuelas parroquiales judías de demostrar al mundo gentil que los estudiantes de la yeshiva eran tan aptos físicamente, pese a sus largas horas de estudio, como cualquier otro estudiante americano. Y se consagraron a demostrarlo organizando equipos de competición en las escuelas parroquiales judías, dentro y alrededor de nuestra zona. Cada dos semanas, las escuelas competirían entre sí en toda una variedad de deportes. Yo me convertí en miembro del equipo de béisbol de la liga de deportes de mi escuela.
Un domingo por la tarde, a primeros de junio, nos reunimos los quince integrantes de mi equipo con el profesor de deportes en el patio de juegos de nuestra escuela. Era un día cálido y el sol brillaba sobre el asfalto. El profesor de gimnasia era un individuo bajo y fornido, en la treintena, que por las mañanas enseñaba en una escuela pública de secundaria de las cercanías y por la tarde redondeaba sus ingresos como profesor en nuestra yeshiva. Llevaba camisa de polo, pantalones y suéter blanco y sobre su redonda y calva cabeza un pequeño casquete negro con el que, evidentemente, no se cubría con regularidad, por la poca soltura con que lo llevaba. Al hablar, golpeaba con frecuencia su palma izquierda con el puño derecho para dar énfasis a un punto. Andaba sobre la punta de los pies, imitando casi la actitud de un boxeador en el cuadrilátero, y sentía una afición fanática por el béisbol profesional. Durante dos años, había entrenado a nuestro equipo y, gracias a una mezcla de paciencia, suerte y manejos durante algunos partidos difíciles, así como a duras arengas acompañadas de su enfático y típico gesto, encaminadas a inculcarnos una conciencia patriótica de la importancia de los deportes y la aptitud física para la aportación al esfuerzo de la guerra, logró hacer de nuestro equipo, constituido al principio por quince torpones y desmañados muchachos, el mejor de nuestra liga. El profesor se llamaba Mr. Galanter y todos nosotros especulábamos sobre la razón de que no se encontrase luchando en cualquier frente.
Durante los dos años que pertenecí al equipo adquirí gran habilidad en la segunda base, habiendo perfeccionado asimismo una rauda lanzada baja que inducía al bateador a tratar de golpear la pelota, pero ésta, trazando una curva en el último instante, se deslizaba precisamente por debajo del enarbolado bate que tan sólo llegaba a rozarla. Mr. Galanter iniciaba siempre un partido situándome en la segunda base y sólo me hacía actuar de lanzador en los momentos muy difíciles, ajustándose al razonamiento que dio en una ocasión: «Mi política en el béisbol se basa en la solidaridad defensiva del campo interior».
Aquella tarde teníamos programado un partido con una liga vecina, un equipo reputado por su ofensivo ataque y pobre defensa. Mr. Galanter decía que confiaba en que nuestro campo interior actuaría como un frente defensivo de gran solidez. Durante el peloteo, con nuestro equipo aún solo en el campo, permanecía golpeándose la palma izquierda con el puño derecho y vociferándonos que mantuviésemos un frente defensivo cerrado.
—¡Nada de huecos! —gritaba desde donde se encontraba, cerca de la meta—. ¡Nada de huecos! ¿Me oís? Goldberg, ¿qué clase de sólido frente defensivo es ése? Apretaos. Entre tú y Malter podría pasar un buque de guerra. Así está mejor. Schwartz, ¿qué estás haciendo? ¿Tratando de divisar paracaidistas? Esto es un partido de pelota. El enemigo está en el suelo. Ese tiro fue demasiado abierto, Goldberg. Has de comportarte como un artillero. Devolvedle otra vez la pelota. Lánzala. Muy bien. Como un artillero. Estupendo. Mantened seguro el campo interior. En esta guerra no se permiten huecos.
Seguimos bateando y lanzando la pelota. El tiempo era cálido y soleado y en el aire se presagiaba ya la llegada del verano y la gran excitación del partido. Ansiábamos enormemente ganar, no sólo por nosotros sino, sobre todo, por Mr. Galanter, ya que a todos nos era simpático por su brutal sinceridad. Para los rabinos que enseñaban en las escuelas parroquiales judías, el béisbol era una pérdida diabólica de tiempo, un síntoma más de la tendencia a la asimilación de los estudios ingleses en la jornada de la yeshiva. En cambio, para los estudiantes de la mayoría de las escuelas parroquiales una victoria de béisbol entre ligas había llegado a adquirir casi la misma significación que la nota más alta en Talmud, ya que representaba una marca incuestionable de americanismo, y entre nosotros, durant...
Índice
- Libro primero
- Libro segundo
- Libro tercero